sábado, octubre 14, 2006

Malditos hegelianos

Serían las 11:30 de la noche y me encontraba, por casualidad, en las inmediaciones de una carpa que circunstancialmente había sido dispuesta en medio de la calle para inaugurar un restaurante. De dentro provenía el sonido de una música que parecía ser interpretada en directo. Conforme me acercaba la perplejidad crecía; resulta difícil escuchar una voz tan limpia, un timbre tan peculiar como apropiado y un sentido del ritmo y del tono tan personal, entre quienes coquetean con los acordes del jazz-blues, esos acordes tan desprestigiados por quienes piensan que la sencillez técnica de su esencia equivale inevitablemente a simpleza y repetición.

Ya llegado al interior constaté lo que, en contra de las apariencias, rara vez puede constatarse; a saber: que la experiencia personal ante un acontecimiento supuestamente trivial emerge como Experiencia Verdadera (significativa) sólo cuando queda enfrentada a la vulgaridad del resto de experiencias. Suele pasar, lógicamente, ante lo imprevisible, si bien no únicamente. Nada que no sepa cualquiera.

Las sensaciones recibidas ante aquella ejecución vocal eran, en cualquier caso, similares en intensidad y forma a las “por mí vividas”, por ejemplo, en Burgos ante aquel Ionesco representado por una compañía de teatro aficionada, o ante aquel espectáculo callejero vivido en Niza a altas horas de la madrugada, o ante aquel encuentro fortuito que me congregó junto al paraguas y la máquina de coser sobre la mesa de disección.

La mujer, que cantaba como un extraordinario querubín cirrótico y que tanto me alteraba el ánimo a partir de la emoción, tenía un aspecto exageradamente anodino. Casi vulgar -y dicho así sólo para entendernos: entradita en carnes y mostrando una evidente despreocupación por la vestimenta nada propia para este tipo de eventos. En fin, que así podría describirse a quien a pesar de todo me pareció, en aquel momento, la Princesa del Punjab. Y me enamoré.

Cuando acabó el tema en cuestión me acerqué automáticamente a ella y le di la enhorabuena. Le comenté que estaba agitado porque venía de dos calles más allá al reclamo de su voz y que además venía corriendo por miedo a perderme algo. Todo a partir de entonces en rápido: me abrazó y me dio las gracias, le pregunté si se dedicaba a ello y si podía saber más de ella, pero desapareció de allí con tres personas diciéndome que se trataba de una pasión que al parecer sólo interesaba a ella. Pregunté después acerca de ella y me contaron que se trataba de una espontánea que había subido a cantar después de que acabara la verdadera actuación de un trío.

Flash Back. Alcancé la carpa poco antes de que acabara los últimos compases. Allí estaba la cantante, acompañada de una guitarra y un contrabajo, siendo realmente escuchada por... tres personas. Las otras 100 allí presentes se encontraban para lo que se encontraban: para tropezar con las bandejas de los camareros ambulantes. Parecían conocer –todos- las teorías de Glenn Gould respecto a la música en directo.

Corolario. Sólo los prepotentes rehazamos frontalmente toda forma de historiar que deposite su fe, de forma unívoca y exclusiva, en el Zeitgeist. La filosofía alemana surgida hace dos siglos e implantada como patrón en la más generalizada forma de entender la Historia, está bien siempre y cuando asumamos que no se trata más que de una astilla en el ojo, un ojo que no podemos frotar so pena de empeorar las circunstancias. La cantante no tendría (y de hecho no tiene) posibilidad alguna de triunfar en un mundo que se nutre mucho más de las modas que de lo excelente. Pero ya se sabe, las modas son masivas y por ello populares (¿o es viceversa?) y la excelencia no es más que un espejismo para quienes programan el gusto popular a través de las modas.

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