lunes, febrero 19, 2007

Por "amor" al arte

La única forma de que no se me hiciera cuesta arriba era ir el primer día de feria. Si lo que quería era poderme sentir distante del acontecimiento tenía que ir el día de la inauguración. Sólo yendo el día menos popular, esto es, el primer día de feria, podría sentir que la cosa no iba conmigo. O, por lo menos, sentir cierta distancia con el entorno. Sólo yendo el primer día de feria, es decir, el día con menos afluencia de público, podría acudir sin que se me hiciera cuesta arriba.

Pero nada. Ni por esas. No parece que por ello me perdiera nada de lo que caracteriza una feria que necesita insistir en su contemporaneidad. O sí, nunca lo llegaré a saber, ya que sólo fui el día de la inauguración, ese día del que se espera menos afluencia de público, menos barullo. Sólo fui ese día de los cinco que dura la feria de arte más prestigiosa del estado español, la más internacional: la más adecuada para demostrar que España está a la altura de las circunstancias, supongo que internacionales. A la altura de contemporaneidad. O de desarrollo. O de progreso. O de adecuación a las circunstancias, supongo que internacionales. O de posmodernidad.

No había que pensárselo dos veces, simplemente había que coger el metro y llegar hasta allí. Sin pensárselo dos veces porque la duda, por pequeña que hubiera podido ser, habría llevado al traste con una decisión tomada por “deber”. La cuestión era clara: no debía dejar pasar la oportunidad de saber cuál era el estado actual del arte, a pesar de que no tuviera ningunas ganas de ir y no me pareciera agradable la visita, pero sí tan interesante como necesaria. Y eso es lo que ofrece una feria de arte cuando además de ser de arte contemporáneo es una de las tres mejores del mundo: una idea del estado actual del arte.

No estaba dispuesto a tener que superar muchas pruebas para comprobar el alcance de mi voluntad, cosas de la pereza. O de la debilidad de carácter. El arte me interesa, por supuesto, de ahí mi empeño en ir a ARCO, pero quizá no lo suficiente como para tener que sufrir en exceso (¿), porque el que me interese el arte no quiere decir que me guste lo que de él entiende quien cree saber lo que es; porque el que me interese el arte no quiere decir en absoluto que lo ame. Más bien al contrario, si el amar requiere confianza. Porque el que me interese el arte no quiere decir ni siquiera que me guste.

Sin ir más lejos, justo esa misma mañana, de camino a Madrid desde Valencia, tuve que superar una prueba inesperada, una de esas que de vez en cuando ponen a prueba mi interés real por el estado actual del arte. El destino quiso que el taquillero de RENFE me diera el asiento contiguo a nada menos que a cuatro de lo, en el argot, se denominan arqueros, en este caso, cuatro perfectas arqueras, cuatro entusiastas del arte sin restricciones. Me tocó, al igual que a ellas, uno de esos asientos que en el centro de cada vagón enfrenta a dos pares de ellos. Así, yo en la ventanilla de uno de esos grupos de asientos y ellas bien repartidas, dos en un pasillo y dos en otro.

Debo decir que advertí mi mala suerte antes de que se delataran, antes de que se pronunciaran respecto a sus intenciones. Cosas de la experiencia. O de mis prejuicios. Quizá mi intuición estuviera agudizada por el hecho de saber que, habida cuenta de las fechas, parte del vagón estaría ocupado por desenfadados y lúdicos arqueros, pero en cualquier caso, no todo el mundo habría identificado la extraña euforia que manifestaban aquellas cuatro mujeres que, debido a su aspecto y edad (pasaban de los cuarenta), no iban, con toda seguridad, a una feria de material agrícola, ni a una de informática, ni a una de cerámica azulejera, ni siquiera a una de objetos de regalo. Ni tampoco iban a Madrid porque sí. Era evidente que iban a una feria de arte. Los artistas son gente especial aunque sólo fuera por el hecho de que la casi totalidad de sus energías las gastan en parecer gente especial. Sé que mi intuición no había sido más que el producto de mis prejuicios, pero en cualquier caso la cosas se desarrollaron de la forma en que lo hicieron y no de la forma en que hubieran podido desmentir tal intuición.

De todas formas, las intuiciones carecen de mérito cuando apenas se adelantan a los acontecimientos. Yo advertí mi mala suerte antes de que se delataran, ya que nada más subir al tren, antes de que se pronunciaran respecto a sus intenciones, se detectaba por parte del grupo femenino un curioso y llamativo esfuerzo por hacerse notar, por llamar la atención, y esto, como pudimos comprobar todos los viajeros poco después, se trataba de un auténtico esfuerzo por hacerse notar en base a lo que creían que les daba derecho. Y la cosa no se hizo de esperar, sólo el lapsus de tiempo que medió entre que se hicieron notar y sintieron la necesidad de explicar qué les daba derecho a hacerlo; sólo el lapsus de tiempo que medió entre que se hicieron notar y se delataron.

La cosa no fue más o menos como sigue, sino que fue exactamente como sigue: la más parlanchina de ellas se dirigió a una de esas cuatro personas que habíamos sido arrinconadas contra nuestras respectivas ventanillas, concretamente a una señora que se encontraba en mi diagonal, y le dijo a bocajarro, “es que vamos a ARCO”. Pudo tratarse de la justificación semiavergonzada a una euforia un tanto desmedida, pero lógicamente no se trataba de eso y de ahí que ante la rotundidad de su críptica explicación “es que vamos a ARCO”, la estupefacta señora sonriera buscando una mirada cómplice que se hiciera cargo de su ignorancia.

Y ante el expresivo y magnífico silencio de su interlocutora la arquera añadió. “es una feria de arte y nosotras somos artistas”. A lo que la señora contestó con otro silencio más explícito si cabe, pero aderezado con una impagable mueca de peplejidad que ninguna de las cuatro artistas fue capaz de interpretar en su justa medida por mucho que la sensibilidad se les pudiera suponer debido a su publicitada condición.

Las cuatro mujeres mostraban sin pudor una euforia que sólo podía proceder de un sentimiento de superioridad. Por muy ingenuo que pudiera ser el sentimiento por el que necesitaban manifestarse, éste no podía ser sino de superioridad. Parecido, si no igual, al de quien luce orgulloso un uniforme de autoridad. Una ingenuidad infantil, si se quiere, pero no por ello menos perversa. ¿Quién si no, necesita confesar a una ensimismada e indiferente audiencia, y ante ninguna pregunta, los extraordinarios motivos de su viaje? ¿Quién puede necesitar explicitar su condición si no un fanático, esto es, un ser que se cree un privilegiado? Si hay algo más patético que amar algo (no a alguien) sin restricciones es la necesidad de hacerlo público y en público. Si hay algo más patético que amar algo abstracto y genérico, el arte por ejemplo, es amar algo que es abstracto y se entiende en genérico sólo para poder ser puramente institucional.

Lo que resulta significativamente estúpido de amar algo (el arte por ejemplo) profundamente y en abstracto, es que se haga sin restricciones.

Si nos atenemos a la canónica in-definición del concepto arte podemos afirmar que el término abarca todo lo hecho por el hombre, con lo cual, puede resultar grotesco amar sólo lo que en nombre del arte se nos presenta (en ferias, galerías y museos, por no decir entidades bancarias y sedes de multinacionales). Y si nos atenemos al entendimiento del concepto arte a través del consenso administrativo y por tanto arte es lo que dicta la institución, entonces podemos afirmar que resulta estúpido amar lo que además de venir impuesto, viene impuesto en nombre de la libertad.

Paréntesis: (El mundo del arte, mucho menos abstracto que el concepto amalgamador de ese mundo, muestra el estado de la sociedad de la que forma parte, pero expresado de forma hiperbólica. La actitud de nuestras fanáticas protagonistas no es, de esta forma, sino la expresión de un límite, aquel al que llega el infantilismo de la sociedad actual).

Las cuatro mujeres son representativas del mundo del arte no tanto por ser artistas menores o mayores de ese presente continuo que llamamos actualidad, sino porque lo engordan con su estúpido e incondicional amor al arte. El arte como forma de redención. El arte como forma de común-unión. Conocemos las consecuencias porque conocemos las intenciones: toda aproximación a lo sagrado no tiene otro fin que vulgarizar lo profano, no tiene otro cometido que inventar la vulgaridad de lo cotidiano. Y lo sagrado se nutre fundamentalmente de ingenuidad, se manifieste o no.

Es posible que ante esta pequeña crónica alguien pretenda invalidarla aludiendo a la poca representatividad de las mencionadas arqueras en el mundo del arte (arqueras que al rato se descubrieron como profesoras de Bellas Artes). Pero es más que probable que quien renunciara de ellas como representativas del mundo del arte lo hiciera creyéndolas poco significativas; creyéndolas incluso insignificantes en un mundo donde sólo cuenta lo que desde la institución se manifiesta. Estaría en un error, porque lo que verdaderamente engorda la institución no es el amor interesado de las cabezas visibles, sino el amor absoluto de quien con Fe ama incondicionalmente.

Así, el amor absoluto del “artista” anónimo es, con toda seguridad, el más patético porque es el más servil con un mundo que le es ingrato. Pero al mismo tiempo es lo que ofrece la credibilidad que necesita un mundo absolutamente ensimismado y corrompido. Son los pretendientes a artistas (encarnados en su gran mayoría en los miles de estudiantes que anualmente se congregan en las Universidades de Bellas Artes), los que verdaderamente consiguen mantener vivo el cadáver del arte. Y digo estudiantes porque eso es lo que son. Ni aprendices, ni discípulos, ni transgresores: estudiantes, estudiantes de estrategias. Ellos, con sus desmedidas ansias de ser artistas, sabedores de la falta de criterios de legitimación e “intuidores” (o conocedores) de la amable corrupción que reina en el arte, son los que renuevan las ansias de cultura en galeristas especuladores, coleccionistas ambiciosos, directores de entidades bancarias, concejales de cultura, narcotraficantes blanqueadores y algún que otro filósofo necesitado. Ya digo, serán los más ingenuos, estos seres anónimos y serviles que pululan por todas las ferias de arte, pero no por ello dejan de ser los más perversos.

Sería muy probable que quien renunciara de la perfecta representatividad en el mundo del arte de esa muchachada jovial y arquera que poblaba el vagón (estudiantes y profesores de Bellas Artes) estuviera a punto de cerrar una operación de compraventa con la Fundación Telefónica; o a punto de exponer en la galería Soledad Lorenzo. No gritaría sus gustos en un vagón de tren, no se movería de una lado para otro con una cerveza en la mano, no haría ruidos improvisados, pero se alimentaría de sus artísticas y/o especuladoras acciones. Y sería, aunque de otro modo, tan infantil como los incontinentes expresivos. Formaría parte, aunque en otro sector y de otro modo, de ese mundo del arte que apenas considera al espectador de las supuestas, pero impuestas, obras de arte.

Yo, a mi pesar, también formaría parte de ese mundo, si bien no me consideraría representativo, aunque sólo fuera por mi enfermizo desprecio hacia quien ama algo, ya sea o por negocios o por Fe.
nota: este texto fue escrito 1999 y publicado en De un espectador expectante, ED. Fundación José Luis Cano, 2003

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