miércoles, marzo 28, 2007

Arte

En la colina más cercana a una ciudad poco remota habitaba un hombre por todos considerado extraño. Un buen día, este hombre decidió bajar a la ciudad para pasear a su unicornio, al que llevaba cogido con una cadena. La gente, haciendo gala de sus sentimientos ante lo incomprensible, le rehuían a su paso con el animal. Días después, quizás fueran semanas, aparecieron el conde y la condesa de la ciudad paseando, tranquilamente, a su particular unicornio. Muy poco tiempo hizo falta para que casi la práctica totalidad de los ciudadanos necesitaran salir a pasear con sus correspondientes unicornios cogidos por sus respectivas cadenas.

Otro buen día, y después de un tiempo sin aparecer, el por todos considerado hombre extraño, bajó de nuevo a la ciudad, pero esta vez para pasear a su gorgona, a la que llevaba cogida con una cadena. El conde y la condesa se apresuraron a sustituir su animal por otro distinto del que había plagado la ciudad, y se hicieron con una gorgona. En unos días, como era ya de prever, se inundó la ciudad de gorgonas paseadas por sus orgullosos abanderados. En estas circunstancias el por todos considerado hombre extraño volvió a desaparecer.

Sin esperar tanto tiempo como la otra vez, un buen día decidió bajar a la ciudad para pasear a su mantícora, a la que llevaba cogida con una cadena. El proceso, ya conocido, se repitió en los mismos términos, aunque en un tiempo más reducido.

Fue entonces cuando los ciudadanos empezaron a tomar consciencia de lo que, a la postre, había originado un problema francamente molesto y preocupante. La ciudad se encontraba literalmente plagada de unicornios, gorgonas y mantícoras cuya presencia ya nadie era capaz de entender (por mucho que cierto sector de gente se empeñara en justificar esa presencia con extrañas teorías). Nadie sabía qué hacer con esos incomprensibles animales que campaban a sus anchas y sin cadenas (incluso el sector antes citado era incapaz de encontrar una solución).

Se decidió entonces formar una comisión que acudiera arriba de la colina a pedirle explicaciones al extraño hombre, puesto que el conde y la condesa se desentendían de un problema que no iba con ellos. Una vez llegada a la casa, y en vista de la sorprendente ausencia de cualquier animal, la comisión preguntó al por todos considerado hombre extraño, por el unicornio, la gorgona y la mantícora. Con toda la serenidad que puede conferir el exceso de perplejidad el hombre contestó que los había matado y que después de salpimentarlos se los había comido.

La comisión regresó a la ciudad sabiendo, por lo menos, que no era al extraño hombre a quien se le debían pedir explicaciones. Sin saber muy bien qué hacer con todos esos incomprensibles animales (pues matarlos no está bien contemplado debido a la rareza de los mismos) continúan todos buscando una solución al problema y algunos una explicación a lo ocurrido. O quizá, y a pesar de todo, esperando que la colina del otro lado de la ciudad sea habitada por algún hombre extraño.

domingo, marzo 25, 2007

Pensamiento débil

A. Sucedía, si no recuerdo mal, en un capítulo de la serie Canción triste de Hill Street. Si sigo sin recordar mal, fue la primera serie en donde los personajes eran anormalmente (¿) humanos: los buenos no eran tan buenos y por tanto los protagonistas podían ser incluso odiosos. Me acuerdo por ejemplo de Renko, el policía egoísta. Había otro que era hasta desagradable: Buth, mi favorito.

Secuencia
Dos policías (uno de ellos Buth) se encuentran maniatados en una mesa, uno enfrentado al otro, los dos, pues, de perfil, y sus perfiles en plano frontal al espectador. Por detrás de ellos se mueve el psicópata soltándoles el discursito típico del malo de la película. Los policías muestran magulladuras de los golpes propinados por el susodicho en secuencia no mostrada. El canalla les amenaza constantemente y con grandes dosis de saña. En un increscendo notable el malo aproxima el momento de llevar a cabo su cometido, el de matarlos. Pero conforme se acerca ese momento, ese clímax, uno de los policías se va poniendo cada vez más nervioso. Tanto que comienza a desmoronarse.

El otro policía (Buth), viendo el estado de debilidad de su compañero, y viendo sobre todo lo que debido a ello se avecina, insta a su compañero a no suplicar, a no mostrar debilidad alguna. Le dice que eso es exactamente lo que excita al canalla, que cuanto más suplique más probabilidades existen de que estalle. Pero el poli fuerte no consigue su propósito. Y no resulta del todo incomprensible, pues lo difícilmente comprensible, en una situación de amenaza real, es creer que el asesino pueda debilitarse ante la actitud que combina valor y desprecio. En secuencia clímax el poli duro le pide encarecidamente (y con el asesino en off) a su compañero que no ceda. Es demasiado tarde, el poli blando se derrumba y suplica que le deje vivir. El canalla, evidentemente excitado, carga, apunta y dispara.

De esta forma, el asesino no se vale de la diferencia moral (entre lo bueno y lo malo, entre la norma y lo anormal) para ultimar su particular apuesta vital, sino de la superioridad que confiere la debilidad del “otro”, la debilidad que muestra al suplicarle a un ser que se muestra irracional en la amenaza, la amenaza que confiere su superioridad.

B. Dice Aurelio Arteta que hoy en día se confunde “lo valioso” con “lo válido” y que por tanto lo legal se ha tragado a lo moral. En una estupenda entrevista que todo el mundo debería leer al menos una vez al mes dice respecto al miedo:

“El nacionalista de ETA funciona con el apoyo de una parte de la sociedad en que habita y a través de redes que abarcan círculos múltiples y a menudo bien subvencionados de la vida pública vasca. Eso sin contar con la complicidad más diluída, implícita pero eficiente, de esa mayoría de espectadores silenciosos. Formamos parte de una cadena en la que el eslabón final es el criminal, pero en los eslabones intermedios hay gente como nosotros...”
“Más que miedo ha habido cobardía. El miedo es una emoción natural que despierta ante lo temible y nos ayuda a prevenirlo. Pero la cobardía es un comportamiento indebido ante ese miedo, y eso ya es un vicio, igual que la valentía es una virtud”.
“He sentido miedo al decir o escribir ciertas cosas. El tópico repite que aquí te matan por pensar de manera diferente; pero no, ese riesgo sólo lo corres por decir en voz alta eso diferente que piensas... [se es enemigo de ETA] por argumentar en público contra las sinrazones nacionalistas; por ejemplo, contra la legitimidad de su política lingüística. Te la juegas por este tipo de cosas, no por insultar a Txapote”.
“Aquí el problema es que demasiados no se atreven a hablar con el vecino porque no saben qué puede pensar y nos puede señalar. El problema es que en la Universidad pasa lo mismo que en el resto de la sociedad, que predomina el silencio y las cesiones”“Puedo esperar que, más pronto o más tarde ETA desaparezca, pero eso que a muchos les puede satisfacer a mí no me parece suficiente. No vale reestablecer la convivencia sin renegar de las premisas que han causado tantas víctimas”.

Dolor y pasión

Sucedió hace ya casi 5 meses.

Allí estaba él, como todos los viernes y sábados, y a la hora de costumbre, apostado en la barra de aquel bar. Allí estaba él, al que a partir de ahora llamaremos el lacónico. Pero no tanto porque lo fuera, cuanto porque lo pareciera. Allí estaba viendo pasar el tiempo con su vino de rigor, mirando a su alrededor, observando.

Observando el entorno se encontraba el lacónico cuando se posicionaron junto a él tres mujeres extranjeras y evidentemente embriagadas. Debían ser muy graciosas porque todo lo que se decían entre ellas les provocaba estruendosas y chirriantes carcajadas.

Se trataba de tres mujeres bien distintas en todo, al menos en lo que respecta a las apariencias. Cada una con su peculiar tamaño corporal y cada una con su particular tono de voz; cada cual con su específica forma de estar. Las tres, en cualquier caso, extravertidas y sin vergüenza. Una, alta, de pie, bien formada, morena, con timbre de voz extremadamente agudo y facciones muy angulosas en rostro; otra, la más mayor, sentada en una banqueta, muy bajita, relativamente seria –por comparación-, poco habladora y mostrando abundancia pectoral; y la otra, la más sociable, la más guapa, la más inquieta, con timbre de voz grave y seductor, gruesa y con ojos muy bellos.

Allí, digo, estaba el lacónico repartiendo miradas escrutantes con el mismo ánimo de siempre y allí estaban ellas posicionadas junto a él y pendientes de sí mismas y de su alrededor. En esas estaban cuando, como era de suponer, llegó el momento en que los intereses de él y ellas acabaron cruzándose. Así fue que la última mujer descrita no tardó en dirigirse claramente al lacónico preguntando nombre y la procedencia. Ultimadas las presentaciones de rigor entraron los cuatro en animada pero casi ininteligible conversación. No tanto debido al alcohol como al idioma: ellas hablaban sólo inglés y el lacónico se expresa con mucha dificultad en ese idioma.

Pasado un tiempo, quizá muy breve, ella, la que a partir de ahora llamaremos la simpática, preguntó a bocajarro al lacónico sobre su estado civil. La réplica de la simpática cuando el lacónico se autorizó como soltero fue sacar la cartera para enseñar la foto de su marido, al que dijo querer con locura y con el que, según sus palabras, pensaba acabar el resto de su vida. Por no agobiar al lector con detalles innecesarios diré que, aproximadamente 30 minutos más tarde, el lacónico tenía la lengua de la simpática hurgándole, casi casi, en el estómago. Así: besos de la simpática al lacónico que podían formar parte de una película de ciencia ficción de serie B. Y todo allí mismo, junto a la barra del bar donde ella acababa de enseñarle a él la foto del amor de su vida. No había nada que entender para el lacónico, sólo tenía que dejarse llevar. Después de unos cuantos besos el lacónico se despidió de ellas no sin antes haber intercambiado teléfonos (sólo con la simpática).

La primera cita, una semana después, se produjo con carabina y a instancias de la simpática, que fue quien llamó al lacónico para proponer esa cita. Han pasado aproximadamente 5 meses desde entonces.

Ahora las cosas son como son. Se habrán visto, desde aquella primera cita con carabina, unas 11 o 12 veces. Y después de todas esas veces las cosas son como son.

Hace apenas dos días, allí estaba él, el lacónico, esperando la llegada de su nueva amante. Y por allí estaría ella, acudiendo a la cita. Él en casa y ella llegando; él, sabiendo que después de 5 meses las cosas habían llegado demasiado lejos en lo que respecta a las, llamémoslas “formas”. Ella, deseando reencontrarse con las sensaciones proporcionadas por su último gran descubrimiento. Él, pues, con ganas pero con pereza; ella con deseo.

Hace apenas dos días, pues: ella llama al timbre; el lacónico acude a abrir la puerta con todas las luces de la casa apagadas. Sabe lo que tiene que hacer. Sin mediar saludo alguna la coge del pelo la tira contra el suelo y comienza a arrastrarla por el pasillo hasta desembocar en el salón, donde está previsto que suceda el resto. La simpática comienza a gemir y a decir de forma repetitiva y desquiciada “yes, yes...”.

Por volver ahorrar al lector de detalles diré que, efectivamente, la “sesión” (así podría llamarse) se desarrolló de forma parecida a como se venía desarrollando desde aproximadamente 5 meses: con una especie de, llamémosla violencia. Porque en cualquier caso se trataba de violencia. Porque, por mucho que la violencia tenga mala prensa, no toda violencia es mal recibida, sobre todo para quien la desea.

Allí estaba el lacónico haciendo lo que sabía que tenía que hacer a una simpática enloquecida por el placer que le proporcionaba el dolor que le era infligido. Gozando ella en cualquiera de los casos. Cosa que él no podía decir de sí mismo. Quizá disfrutando él en alguna medida. Pero nunca gozando. Desde luego no gozando en la medida en la que la simpática era capaz de gozar ante esas medidas pero impresionantes agresiones. Porque eran agresiones por mucho que a ella le gustaran y por mucho goce que le pudieran proporcionar.

Al lacónico no le hacía falta entender. Sólo tenía que saber lo que tenía que hacer. Se trata de una especie de don al que no todo el mundo tiene acceso por mucho esfuerzo que pueda hacer y por mucha voluntad que ponga. Y el lacónico, al que no le hace falta entender, lo tiene. De hecho la simpática se lo recordaba constantemente en los pocos momentos que dedicaban a comunicarse verbalmente: le decía lo extraña que se sentía por haber descubierto, en ella, esa sórdida fuente de goce que proviene del maltrato físico y del dolor. El lacónico tiene ese don de saber qué es lo que quieren sus amantes. Y aun cuando a veces no cumpla con las expectativas de esas amantes, y aun cuando no siempre haga lo que de él se espera, el lacónico sabe qué es lo que tiene que hacer en cada caso. Y lo que más ocupa al lacónico con determinadas amantes es dar eso que le demandan de forma más o menos explícita. Así es él.

Cuando no se ven se mantienen comunicados a través de sms que deben ser, a exigencias de la simpática, violentos. De tal forma ella puede alcanzar sus orgasmos sin la presencia física del lacónico. En sus masturbaciones. Él sabe lo que ella quiere y él se lo proporciona; a distancia o sin ella.

Ella no podrá estarle nunca lo suficientemente agradecida. Había sido gracias a él por lo que ella había descubierto el pleno conocimiento de su cuerpo y de su goce. Y lo habrá hecho a partir de experiencias con las que ella, la simpática, no había contado JAMÁS.

Él acabará, en breve, cansándose de lo que no ha sido sino un papel, un papel circunstancial. Ella vivirá, a parir de ahora, sabiendo con mayor precisión que antes, qué es lo que desea.

martes, marzo 20, 2007

Lisa Nowak, la astronauta (arrestada)

Es muy probable que fuera seguidora, en su momento, de las desventuras de Ali McBeal. Y es muy probable porque, entonces, prácticamente todas las mujeres del mundo desarrollado fueron seguidoras de las desventuras de esa mujer tan contemporánea, de esa mujer tan de nuestros tiempos, tan independiente, tan suelta, tan... dependiente del porvenir de sus relaciones sentimentales.

Es muy probable que también fuera, poco después, seguidora, si no fanática, de Sexo en Nueva York, esa serie que tanto gustó a todas esas mujeres que se sentían identificadas con esas otras mujeres tan valientes, tan incorformistas, tan de nuestros tiempos, tan reivindicadoras, tan naturales a la hora de hablar de sexo anal sin problemas ni prejuicios, tan capaces de comportarse como cualquier hombre estúpido en, pongamos por caso, una estúpida despedida de solteras, tan... pendientes, en última instancia (¿o era en primera?), de encontrar alguien que pudiera proporcionar estabilidad a la felicidad exultante y estricta (y por tanto distorsionadora) que se experimenta ante tanta independencia. Esto es, es probable que Lisa Nowak siguiera de cerca esa serie en que la mujer, habiéndose liberado de la tiranía machista, podía centrar su vida... en las llamémoslas relaciones sentimentales.

Es muy probable que, no hace tanto, fuera seguidora de Mujeres desesperadas, esa serie tan cáustica y tan descreída respecto al porvenir que genera toda relación sentimental; esa serie en donde las mujeres están desesperadas, no tanto debido a sus particulares problemas personales-sentimentales, cuanto por lo que supone, en cualquier ser humano, la conversión al nihilismo, ese nihilismo inducido por una sociedad, la actual, carente de piedad con los débiles; esa serie en donde las mujeres, habiendo superado la fase de dependencia respecto al hombre descubren la dependencia hacia sus propios instintos, instintos vinculados al deseo, instintos, pues, vinculados a una dependencia.

Es muy probable que, debido a su edad, Lisa haya llegado a ser astronauta precisamente por haber vivido en sus propias carnes lo que podríamos denominar “educación cosmo” (haciendo referencia a la revista Cosmopolitan); esa educación que consiste en que se le diga, como a toda mujer y en todas las publicaciones dirigidas a ella, y durante años, cómo comportarse en una primera cita, cómo hacer para atraer al hombre deseado, cómo multiplicar sus orgasmos, como hacer para tener más seguridad en una misma, cómo distanciarse de los sentimientos cuando estos se manifiestan, cómo evitar las dependencias hacia los hombres, cómo descubrir el hombre de su vida; esas publicaciones que, llegado el caso (y siempre acaba llegando) acaban describiendo al hombre como un ser básico, primitivo, burdo y manipulable; esas publicaciones que acaban por enseñar cómo engañar a los hombres para coneguir ciertos fines; esas publicaciones, en definitiva, que simultáneamente a todo ello anuncian todo tipo de cremas rejuvenecedoras, todo tipo de lociones y pociones antiarrugas, exfoliantes, hidratantes, adelgazantes; esas publicaciones que de algúna forma promueven, con su peculiar sentido de la estética, la implantación de curiosas prótesis y toda suerte de retoques quirúrgicos. (Y quien dice Cosmopolitan dice Elle, Clara, Vogue, Única, Ana Rosa, Yo dona, Línea, Glamour, etc.)

Lo que es seguro es que para llegar a ser astronauta hay que haberlo deseado primero y haberlo conseguido después. No cualquiera que lo deseara podría conseguirlo. Sobre todo, dirán muchas, si es mujer quien lo desea, a quien se lo ponen siempre más difícil (¿). Hay que pasar por todo tipo de durísimas pruebas físicas y sobre todo psicológicas que puedan acreditar un necesario equilibrio emocional que permita a su vez asegurar serenidad en unas situaciones extremas, duras, difíciles.

Pero allí estaba ella, oficial laureada, astronauta del Discovery, piloto de pruebas de la Marina, viajando de Huston a Orlando en su coche y con unos pañales puestos para no tener que parar en el recorrido. Con una pistola y con ganas de enfrentarse a la recién descubierta amante de su amante. Así es, la oficial Nowak se había enamorado de un compañero astronauta y no soportó la idea de que éste no fuera sólo suyo. Y fue a cargarse su competidora más inmediata. Más de mil kilómetros de tirón y con los pañales puestos.

Es muy probable que Nowak fuera la perfecta representación de la mujer contemporánea, una mujer de nuestro tiempo, independiente, suelta, desprejuiciada valiente, incorformista, volcada en su faceta profesional, reivindicadora, natural a la hora de hablar de sexo anal, capaz de comportarse como cualquier hombre estúpido en, pongamos por caso, una estúpida despedida de solteras.

Es muy probable que Nowak fuera la perfecta representación de la mujer contemporánea: independiente... pero pendiente, en última instancia (¿o en primera?) de encontrar a alguien que pudiera proporcionar estabilidad a felicidad exultante y estricta (y por tanto distorsionadora) que se experimenta con tanta independencia.

Nota. Supongo que todo el mundo sabe que la historia de esta astronauta es estrictamente verídica. Ella hizo, no hace más de una semana, lo que en el texto se describe y comenta. Ahora está arrestada y punto de serle realizados nuevos tests psicotécnicos. Que seguramente saldrán impecables y corroborarán el equilibrio emocional que se le exige a una profesional de la estratosfera.

viernes, marzo 16, 2007

Pornografía y obscenidad

Ha vuelto a suceder. Sucede cíclicamente y lo hace casi con frecuencia regular. Aburrido pues. Ha vuelto a emerger la polémica que suscitan esas obras de arte que para muchos no son sino pura pornografía. En todos los medios, en todos los telediarios, en todas las tertulias radiofónicas. La diferencia, para mí, es que esta vez soy parte involucrada: yo fui el comisario de la exposición (comisariado compartido con Eulalia), promotor y acicate del catálogo de marras. Además de introductor del mismo, entre otras cosas, porque se hacía gracias a la exposición que yo mismo había promovido. Una joya de catálogo en cualquier caso (quien lo quiera que me lo pida, los vendo baratos y ¡se acaban oiga!), encuadernado en tela y con lomo rojo, como los misales de antaño.

Quien siga este blog sabrá de mi debilidad por el autor, que hace lo que hace por su imposibilidad de hacer otra cosa. Quien lo siga de verdad sabrá que le tengo dedicados varios posts en los que indago acerca de la experiencia estética, la que experimento cuando veo sus fotos, sus “originales”, en vivo y en directo y de golpe.

La polémica que surge ante la posibilidad pornográfica de algunas obra de arte siempre viene asociada, o al sexo o a la religión (además de lo de ls subvenciones). Pues bien, Montoya las ha hecho coincidir para mayor escarnio del bienpensante. Siempre he pensado que es mejor tener una idea fija que no tener ideas y a mí me parece soberbia la idea fija de Montoya, que hace lo que hace porque no puede dejar de hacerlo. Algo que nada tiene que ver con el arte de hoy en día, en el que todos los artistas hacen exactamente lo que toca hacer y “hablan” de lo que toca hablar (el problema de los géneros, de la identidad, de los mass media, de la lingüística, etc.), consiguiendo ser de todo menos originales.

El jueves hablé con Montoya y se encontraba desolado, cansado de toda la movida que se había montado a su alrededor. Me decía que sólo quería que le dejaran en paz, que le dejaran hacer sus cosas con tranquilidad, la tranquilidad con la que hace todo Montoya. Ésta es la gran diferencia que media entre el artista mediático (y posmoderno) y el creador auténtico (artista o no). Al primero le habría venido muy bien la polémica y por tanto la saborearía como el detonante de su futuro. Es más, con mucha probabilidad, habría sido el propio artista quien habría provocado tal polémica en un alarde de conocimiento estratégico. Y me acuerdo de Andrés Serrano y su Cristo en piss. Andrés Serrano, por ejemplo, ha declarado en más de una entrevista que él no es fotógrafo, que él es el artista y que quien hace las fotografías, sus fotografías, es un técnico. Montoya dejaría de hacer fotos si no fuera él mismo quien controlara hasta el último parámetro.

¿Pornografía?: en absoluto. ¿Obscenidad?: por supuesto. ¿Arte?: Usted mismo. ¿Belleza?: a manta. Otra cosa sería el tema de la financiación del catálogo, el de las subvenciones. Se acaban, de verdad.

domingo, marzo 11, 2007

Algo personal (y por tanto irrelevante)

Es cierto, mi obsesión con la novela es algo enfermiza. Supongo que como cualquier obsesión. Pero no es menos cierto que se encuentra justificada.

Si lo que quiere alguien es entretenerse que vaya al cine. O a Port Aventura.

Yo puedo ponerme (en casa) una película 15 veces para ver una sola secuencia. Esa secuencia me vale por, digamos tres novelas. Tres novelas que podían ser las últimas que he leído. Que las he leído, eso sí, por curiosidad; una curiosidad malsana. Me vale por tres novelas en lo que respecta a las ganancias, que no son sino lo que me mueve a ver una película o leer un libro, sea o no del género del romance. Las ganancias.

Una novela (actual) me cuesta de leer por buena que sea. Seguramente porque lo que espero de ella ahí no se encuentra. Seguramente porque la novela (actual) es un artefacto muerto. Como bien sabe, pongamos por caso, uno de los mejores escritores de nuestro país, además gran novelista: Eduardo Mendoza (por hablar de alguien que sabe lo que dice y que dijo lo que dijo respecto a la novela: que está muerta). Yo me río mucho con sus mal llamadas novelas menores. Que las leo. Y que me gustan más que la mayoría de sus columnas. Si bien es cierto que con lo que más he disfrutado es con las entrevistas que le he leído. Es uno de los mejores escritores que conozco.

El gusto es así de caprichoso. Y de tonto. Y de inexplicable. Se dice que hay comparaciones improcedentes. Pues bien, cuando quiero entender acudo al cine... y disfruto aun cuando no sepa qué es lo que he entendido. Pero cuando quiero aprender busco un libro que carezca de personajes. Aunque después pueda decepcionarme, aburrirme, molestarme... Y aunque no sepa qué es exactamente lo que he aprendido. Y aunque no sepa, ni remotamente, si aprender conduce a felicidad alguna.

En cualquier caso, es muy probable que mi opinión carezca de importancia. Lo que desde luego es seguro es que carece de relevancia (este blog no lo leen más de 20 personas). Y carece de relevancia, con toda probabilidad, porque habrá motivos más que suficientes para que así sea.

De todas formas, lo que el 90 % de los lectores buscan en la lectura es entretenimiento. Que por eso leen novelas. Así, como decía en un post reciente, si alguien quisiera influir en la sociedad lo que tiene que hacer es escribir historietas. Si lo que quiere es hacer proselitismo o quiere difundir algún tipo de ideología, lo que tiene que hacer es inventarse unos personajes y moverlos de aquí para allá. Que seguro que tiene muchas más posibilidades de éxito que si escribe un libro de pensamiento.

Ejemplo. Yo llevo años recortando reseñas literarias que hacen referencia al problema de los nacionalismos y puedo decir, sin miedo a equivocarme, que todas esas reseñas hacen referencia a libros que son críticos con cualquier deje de ideología nacionalista. Es decir, todos los libros que se reseñan en los medios defienden el sentido común oponiéndose a toda suerte de megalomanía paranoica. Cuando uno después acude a las librerías comprueba que, efectivamente, la cantidad de reseñas publicadas respecto a una sola forma de entender el problema se corresponde, con exactitud, con lo publicado sobre ese mismo tema. Así, una aplastante mayoría de lo publicado respecto al problema de los nacionalismos toma partido descarado por la sensatez.

¿Cuál podría ser la conclusión de todo ello en vista de lo visto (de la política de nuestros gobernantes)? Pues que muy probablemente haga falta un fabulador que escriba un best seller sobre, pongamos por caso, el problema del nacionalismo vasco. Parecería mentira si no fuera porque se corresponde perfectamente con la realidad: todo lo publicado es estrictamente antinacionalista (y sensato) pero después los gobernantes van dando paso a un mundo de estúpidos micromundos. ¿Para qué han servido entonces todos esos libros y todos esos pensadores que han sabido razonar con lucidez encontrando argumentos indiscutibles? Respuesta: para nada.

Así, por resumir: mi obsesión antiromacera se encuentra justificada, pero mi afición al pensamiento se muestra un poco tontaina, ya que el pensamiento se demuestra muy poco eficaz. En efecto, si ni yo mismo sé si el pensamiento (literario) me aproxima a la felicidad y además se demuestra pertinazmente ineficaz en sus fines, puede concluirse con que deberemos esperar a ver qué pasa con la novela del inteligente Juaristi, ya que con su bucle sólo pudo rizar un rizo. Hay que joderse.

miércoles, marzo 07, 2007

Barthes/Baudrillard

Lo he comentado en alguna que otra ocasión: decir de algo que es interesante es decir de ese algo más bien poco. Todo es interesante salvo para un cretino. Así que decir del libro de Barthes que es interesante no es decir demasiado, si bien es cierto que es interesante por varios motivos. Decir del mismo libro que es nocivo no deja de ser una bravuconada, si bien es cierto que responde a un sentir personal. Tan personal que resultaría difícil no titubear si tuviera que explicarlo con argumentos. Las cosas se dicen, no tanto porque se piensen, sino porque se saben. Y aunque muchas veces sabemos menos de lo que creemos otras veces sabemos más.

El libro de Barthes es nocivo en base a lo que ha producido su supuesto. Es decir, en base, no tanto a sus interpretaciones como a las aplicaciones de esas interpretaciones. A veces, cuando la teoría se alía con el mundo ordinario y doméstico, surgen desvaríos que viene de perlas a los especuladores, que no de ideas, sino de dinero contante y sonante. Así el librito de Barthes. Un libro interesante a partir del cual la Fotografía logró integrarse en el extraordinario mundo de las Bellas Artes. Todos los deseos de la Fotografía desde su mismo advenimiento se hicieron realidad a partir de las interpretaciones de La cámara lúcida. La teoría era, entonces más que nunca, la única capaz de sacralizar lo ordinario, y las fotografías no habían sido, hasta ese entonces, más que inevitables productos vulgares. Y además carecían de “cuerpo teórico”. O por eso mismo. Hasta que llegaron los exegetas de Barthes primero... y los buitres leonados inmediatamente después.

Nocivo en la medida en que sería nocivo Hegel, el Hegel inventor del Arte tal y como ahora lo entendemos. Nocivo en la medida en que alumbró una criatura nonata. En efecto, el Arte, tal y como lo inventó Hegel, nació con su misma imposibilidad. Y no hay más que ver la forma cómica en la que se ha ido desarrollando desde entonces. El Arte es, de esta forma, un juego macabro. Por muy cómica que sea su Historia.
De ahí que piense que maldita falta le hacía a la Fotografía entrar en los reinos del Arte. Y de ahí que me parezca tan nocivo el librito de Barthes. Responsable, por tanto. No culpable. Como Hegel con sus ocurrencias.

Ayer se murió Baudrillard. Otro tanto de lo mismo. Interesante pero nocivo. No para todos, pero sí para casi todos (los ciudadanos del mundo, claro). Decía hoy un columnista algo así como que el filósofo (cito de memoria) no tardó en denunciar todas aquellas perspectivas que se basaban en la realidad. Lleva razón el comentarista funerario, si algo obsesionó a Baudrillard fue ese original tema de la Realidad. Sus teorías acerca de lo simulácrico no pretendían otra cosa que cuestionar la cama donde nos derrumbamos cada noche. No tanto porque no fuera cama cuanto porque fuera falsa. Todo cimentado sobre una también original y combativa crítica a la sociedad de consumo. Interesante. Interesante en la medida en la que el bueno de Baudrillard era fotógrafo aficionado con ínfulas de ¿profesional?, ¿artista? Sus exposiciones iban, en cualquier caso, dando la vuelta al mundo en busca de algún comprador. Mientras la realidad nos engañaba, claro. El problema para el filósofo no se encontraba en la confusión entre medio y mensaje, sino en que el fin que se disfrazaba de medio. Nocivo, pues, no tanto en la medida de que dijera cosas interesantes cuanto en la medida en la que las Universidades se las creyeron y las conculcaron a toda una generación que ahora nos gobierna sin piedad.