domingo, marzo 11, 2007

Algo personal (y por tanto irrelevante)

Es cierto, mi obsesión con la novela es algo enfermiza. Supongo que como cualquier obsesión. Pero no es menos cierto que se encuentra justificada.

Si lo que quiere alguien es entretenerse que vaya al cine. O a Port Aventura.

Yo puedo ponerme (en casa) una película 15 veces para ver una sola secuencia. Esa secuencia me vale por, digamos tres novelas. Tres novelas que podían ser las últimas que he leído. Que las he leído, eso sí, por curiosidad; una curiosidad malsana. Me vale por tres novelas en lo que respecta a las ganancias, que no son sino lo que me mueve a ver una película o leer un libro, sea o no del género del romance. Las ganancias.

Una novela (actual) me cuesta de leer por buena que sea. Seguramente porque lo que espero de ella ahí no se encuentra. Seguramente porque la novela (actual) es un artefacto muerto. Como bien sabe, pongamos por caso, uno de los mejores escritores de nuestro país, además gran novelista: Eduardo Mendoza (por hablar de alguien que sabe lo que dice y que dijo lo que dijo respecto a la novela: que está muerta). Yo me río mucho con sus mal llamadas novelas menores. Que las leo. Y que me gustan más que la mayoría de sus columnas. Si bien es cierto que con lo que más he disfrutado es con las entrevistas que le he leído. Es uno de los mejores escritores que conozco.

El gusto es así de caprichoso. Y de tonto. Y de inexplicable. Se dice que hay comparaciones improcedentes. Pues bien, cuando quiero entender acudo al cine... y disfruto aun cuando no sepa qué es lo que he entendido. Pero cuando quiero aprender busco un libro que carezca de personajes. Aunque después pueda decepcionarme, aburrirme, molestarme... Y aunque no sepa qué es exactamente lo que he aprendido. Y aunque no sepa, ni remotamente, si aprender conduce a felicidad alguna.

En cualquier caso, es muy probable que mi opinión carezca de importancia. Lo que desde luego es seguro es que carece de relevancia (este blog no lo leen más de 20 personas). Y carece de relevancia, con toda probabilidad, porque habrá motivos más que suficientes para que así sea.

De todas formas, lo que el 90 % de los lectores buscan en la lectura es entretenimiento. Que por eso leen novelas. Así, como decía en un post reciente, si alguien quisiera influir en la sociedad lo que tiene que hacer es escribir historietas. Si lo que quiere es hacer proselitismo o quiere difundir algún tipo de ideología, lo que tiene que hacer es inventarse unos personajes y moverlos de aquí para allá. Que seguro que tiene muchas más posibilidades de éxito que si escribe un libro de pensamiento.

Ejemplo. Yo llevo años recortando reseñas literarias que hacen referencia al problema de los nacionalismos y puedo decir, sin miedo a equivocarme, que todas esas reseñas hacen referencia a libros que son críticos con cualquier deje de ideología nacionalista. Es decir, todos los libros que se reseñan en los medios defienden el sentido común oponiéndose a toda suerte de megalomanía paranoica. Cuando uno después acude a las librerías comprueba que, efectivamente, la cantidad de reseñas publicadas respecto a una sola forma de entender el problema se corresponde, con exactitud, con lo publicado sobre ese mismo tema. Así, una aplastante mayoría de lo publicado respecto al problema de los nacionalismos toma partido descarado por la sensatez.

¿Cuál podría ser la conclusión de todo ello en vista de lo visto (de la política de nuestros gobernantes)? Pues que muy probablemente haga falta un fabulador que escriba un best seller sobre, pongamos por caso, el problema del nacionalismo vasco. Parecería mentira si no fuera porque se corresponde perfectamente con la realidad: todo lo publicado es estrictamente antinacionalista (y sensato) pero después los gobernantes van dando paso a un mundo de estúpidos micromundos. ¿Para qué han servido entonces todos esos libros y todos esos pensadores que han sabido razonar con lucidez encontrando argumentos indiscutibles? Respuesta: para nada.

Así, por resumir: mi obsesión antiromacera se encuentra justificada, pero mi afición al pensamiento se muestra un poco tontaina, ya que el pensamiento se demuestra muy poco eficaz. En efecto, si ni yo mismo sé si el pensamiento (literario) me aproxima a la felicidad y además se demuestra pertinazmente ineficaz en sus fines, puede concluirse con que deberemos esperar a ver qué pasa con la novela del inteligente Juaristi, ya que con su bucle sólo pudo rizar un rizo. Hay que joderse.

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