domingo, marzo 25, 2007

Dolor y pasión

Sucedió hace ya casi 5 meses.

Allí estaba él, como todos los viernes y sábados, y a la hora de costumbre, apostado en la barra de aquel bar. Allí estaba él, al que a partir de ahora llamaremos el lacónico. Pero no tanto porque lo fuera, cuanto porque lo pareciera. Allí estaba viendo pasar el tiempo con su vino de rigor, mirando a su alrededor, observando.

Observando el entorno se encontraba el lacónico cuando se posicionaron junto a él tres mujeres extranjeras y evidentemente embriagadas. Debían ser muy graciosas porque todo lo que se decían entre ellas les provocaba estruendosas y chirriantes carcajadas.

Se trataba de tres mujeres bien distintas en todo, al menos en lo que respecta a las apariencias. Cada una con su peculiar tamaño corporal y cada una con su particular tono de voz; cada cual con su específica forma de estar. Las tres, en cualquier caso, extravertidas y sin vergüenza. Una, alta, de pie, bien formada, morena, con timbre de voz extremadamente agudo y facciones muy angulosas en rostro; otra, la más mayor, sentada en una banqueta, muy bajita, relativamente seria –por comparación-, poco habladora y mostrando abundancia pectoral; y la otra, la más sociable, la más guapa, la más inquieta, con timbre de voz grave y seductor, gruesa y con ojos muy bellos.

Allí, digo, estaba el lacónico repartiendo miradas escrutantes con el mismo ánimo de siempre y allí estaban ellas posicionadas junto a él y pendientes de sí mismas y de su alrededor. En esas estaban cuando, como era de suponer, llegó el momento en que los intereses de él y ellas acabaron cruzándose. Así fue que la última mujer descrita no tardó en dirigirse claramente al lacónico preguntando nombre y la procedencia. Ultimadas las presentaciones de rigor entraron los cuatro en animada pero casi ininteligible conversación. No tanto debido al alcohol como al idioma: ellas hablaban sólo inglés y el lacónico se expresa con mucha dificultad en ese idioma.

Pasado un tiempo, quizá muy breve, ella, la que a partir de ahora llamaremos la simpática, preguntó a bocajarro al lacónico sobre su estado civil. La réplica de la simpática cuando el lacónico se autorizó como soltero fue sacar la cartera para enseñar la foto de su marido, al que dijo querer con locura y con el que, según sus palabras, pensaba acabar el resto de su vida. Por no agobiar al lector con detalles innecesarios diré que, aproximadamente 30 minutos más tarde, el lacónico tenía la lengua de la simpática hurgándole, casi casi, en el estómago. Así: besos de la simpática al lacónico que podían formar parte de una película de ciencia ficción de serie B. Y todo allí mismo, junto a la barra del bar donde ella acababa de enseñarle a él la foto del amor de su vida. No había nada que entender para el lacónico, sólo tenía que dejarse llevar. Después de unos cuantos besos el lacónico se despidió de ellas no sin antes haber intercambiado teléfonos (sólo con la simpática).

La primera cita, una semana después, se produjo con carabina y a instancias de la simpática, que fue quien llamó al lacónico para proponer esa cita. Han pasado aproximadamente 5 meses desde entonces.

Ahora las cosas son como son. Se habrán visto, desde aquella primera cita con carabina, unas 11 o 12 veces. Y después de todas esas veces las cosas son como son.

Hace apenas dos días, allí estaba él, el lacónico, esperando la llegada de su nueva amante. Y por allí estaría ella, acudiendo a la cita. Él en casa y ella llegando; él, sabiendo que después de 5 meses las cosas habían llegado demasiado lejos en lo que respecta a las, llamémoslas “formas”. Ella, deseando reencontrarse con las sensaciones proporcionadas por su último gran descubrimiento. Él, pues, con ganas pero con pereza; ella con deseo.

Hace apenas dos días, pues: ella llama al timbre; el lacónico acude a abrir la puerta con todas las luces de la casa apagadas. Sabe lo que tiene que hacer. Sin mediar saludo alguna la coge del pelo la tira contra el suelo y comienza a arrastrarla por el pasillo hasta desembocar en el salón, donde está previsto que suceda el resto. La simpática comienza a gemir y a decir de forma repetitiva y desquiciada “yes, yes...”.

Por volver ahorrar al lector de detalles diré que, efectivamente, la “sesión” (así podría llamarse) se desarrolló de forma parecida a como se venía desarrollando desde aproximadamente 5 meses: con una especie de, llamémosla violencia. Porque en cualquier caso se trataba de violencia. Porque, por mucho que la violencia tenga mala prensa, no toda violencia es mal recibida, sobre todo para quien la desea.

Allí estaba el lacónico haciendo lo que sabía que tenía que hacer a una simpática enloquecida por el placer que le proporcionaba el dolor que le era infligido. Gozando ella en cualquiera de los casos. Cosa que él no podía decir de sí mismo. Quizá disfrutando él en alguna medida. Pero nunca gozando. Desde luego no gozando en la medida en la que la simpática era capaz de gozar ante esas medidas pero impresionantes agresiones. Porque eran agresiones por mucho que a ella le gustaran y por mucho goce que le pudieran proporcionar.

Al lacónico no le hacía falta entender. Sólo tenía que saber lo que tenía que hacer. Se trata de una especie de don al que no todo el mundo tiene acceso por mucho esfuerzo que pueda hacer y por mucha voluntad que ponga. Y el lacónico, al que no le hace falta entender, lo tiene. De hecho la simpática se lo recordaba constantemente en los pocos momentos que dedicaban a comunicarse verbalmente: le decía lo extraña que se sentía por haber descubierto, en ella, esa sórdida fuente de goce que proviene del maltrato físico y del dolor. El lacónico tiene ese don de saber qué es lo que quieren sus amantes. Y aun cuando a veces no cumpla con las expectativas de esas amantes, y aun cuando no siempre haga lo que de él se espera, el lacónico sabe qué es lo que tiene que hacer en cada caso. Y lo que más ocupa al lacónico con determinadas amantes es dar eso que le demandan de forma más o menos explícita. Así es él.

Cuando no se ven se mantienen comunicados a través de sms que deben ser, a exigencias de la simpática, violentos. De tal forma ella puede alcanzar sus orgasmos sin la presencia física del lacónico. En sus masturbaciones. Él sabe lo que ella quiere y él se lo proporciona; a distancia o sin ella.

Ella no podrá estarle nunca lo suficientemente agradecida. Había sido gracias a él por lo que ella había descubierto el pleno conocimiento de su cuerpo y de su goce. Y lo habrá hecho a partir de experiencias con las que ella, la simpática, no había contado JAMÁS.

Él acabará, en breve, cansándose de lo que no ha sido sino un papel, un papel circunstancial. Ella vivirá, a parir de ahora, sabiendo con mayor precisión que antes, qué es lo que desea.

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