domingo, mayo 27, 2007

Terror...

No se lo podía creer. No podía creer que le estuviera sucediendo a él. Si no llega a ocurrirle a él, él no habría creído nunca que tal cosa pudiera suceder.

Todo comenzó cuando un día, bajando las escaleras de su casa, notó un minúsculo latigazo en la coronilla de su cabeza. Inmediatamente después oyó el portazo.
Se echó mano a la cabeza y se encontró mojado el cuero cabelludo. Humedad viscosa. No supo qué pensar y por eso mismo no quiso darle más importancia.

Cuando al día siguiente se encontraba sobrepasando el rellano del segundo piso volvió a sucederle la misma historia, la misma historia del día anterior. Bajaba de su cuarto piso y sobrepasado el rellano del segundo alguien salía de su casa le escupía a traición y se escondía. Esta segunda vez pudo ver cerrarse la puerta. Se tocó la coronilla y recogió las babas de aquel segundo escupitajo.

No supo qué pensar pero la idea de lo sucedido no le abandonó durante toda la jornada. Pensó pedir explicaciones a su vuelta a casa, pero la mezcla de perplejidad y de incredulidad se aliaron con pequeñas dosis de pereza y cobardía. No pudo casi dormir.

Como si los dos días anteriores hubieran sido el producto de una pesadilla decidió bajar las escaleras de su casa como si nada pasara. Pero sucedió de nuevo. La misma historia: él sobrepasa el rellano y cuando todo parece transcurrir de forma normal se gira discretamente y se encuentra al otro, a su vecino, escupiéndole a la cabeza sin dejar de mirarle a los ojos. Inmediatamente después, el portazo. Regresa unos peldaños y llama al timbre de la puerta. Le abre, sonriente, el agresor, un tipo fuerte y sin duda cínico. Le pide explicaciones y el tipo se las da: “te escupo -le dice-, porque eres la perfecta representación del mal de nuestra sociedad actual. Te crees muy listo pero conmigo has dado en piedra. A mi no podrás engañarme: sois vosotros los que nos tenéis subyugados a los que tenemos que hacer esfuerzos por sobrevivir a diario. ¿ O es que te crees que no sabemos de dónde ha salido tu Mercedes? Y encima os creéis respetables sólo porque lleváis una vida social que encubre vuestras miserias humanas. Tu Mercedes es el símbolo de la alineación de los otros, de nosotros, los trabajadores que os lo pagamos. Ya te digo, a mí no vas a engañarme”.

No supo qué contestarle. O mejor, después de ese discurso comprendió, en milésimas de segundo, que todo lo que pudiera decir sería perfectamente infructuoso. Sobre todo porque tal discurso (arcaico: ese plural "os creéis") no podría sostenerse ni con alfileres: si el discurso trataba de ser, digamos que político, no había forma de entender por qué había cogido de cabeza de turco a un vecino y no a un mandamás, o a un político, o a un gran empresario. Y si el discurso pretendía representar (de forma irresistiblemente infantil), digamos que a una ideología anticapitalista, lo que carecía de sentido por completo es que se cebara con un tipo que mostraba su poder viviendo en el cuarto piso de una finca sin ascensor.

El caso es con una invariabilidad enfermiza le empezó a escupir a diario. Él pasaba, el otro salía, él intentaba esquivar y el otro escupía. O: él pasaba, el otro salía, el se parapetaba y el otro escupía. La cuestión es que no siempre acertaba con el salivazo pero indefectiblemente se producía la agresión. A diario. Él intentó hablar en más ocasiones con el agresor, pero la respuesta era siempre la misma: “a mi no me engañas, tienes que pagar las consecuencias de tu desprecio a la sociedad. Sólo te cabe una solución: vender el coche y comprarte un utilitario, un coche que carezca de ostentación”.

Comenzó entonces su periplo kafkiano: reunión de vecinos, administrador de la finca, abogados, etc. Pero la conclusión que sacaba era siempre la misma, la que se reduce a una frase hecha: “los problemas de vecindario tienen mala solución”. Claro, a él eso no le servía de nada. Es más, su insistencia llegó ser una gran molestia para quienes no querían mezclarse en problemas ajenos. Y la ley no tenía pruebas ante una tal infracción que se producía, según cuenta el agredido, sin motivos de ningún tipo. Además algo complicaba las cosas de sobremanera: se trataba de un tipo que se llevaba bien con todos, especialmente con los niños de los otros vecinos, para los que siempre tenía un detalle. En fin, todo el mundo se desentendía de un problema “personal” del que se carecía de pruebas.

Sólo le quedaba comentarlo a sus allegados esperando que alguien le ofreciera una solución. Y sólo había dos tipos de repuestas: la de quienes creían que la clave estaba en el diálogo y la de quienes saben que no hay coche que cambiar. Es decir, sólo había dos tipos de posibles soluciones: la que se sustentaba en un entendimiento que se debía presuponer de un diálogo y la otra, la de quienes saben que diálogo no significa comunicación y aún menos cuando para el diálogo se exige claudicación.

miércoles, mayo 16, 2007

(des)creación

El clarinete es un instrumento con una extraña historia dentro de la música de Jazz, decía en el anterior post. Y es cierto: comenzó siendo la parte más importante de reducidas formaciones improvisadas (allá por sus orígenes), pasó después a ser el instrumento idóneo para dirigir el swing de las big bands más populares y de ahí pasó, sin más, a desaparecer. El saxo, con ese sonido roto que tanto gusta a los que siempre están dispuestos para el alcohol y las drogas, fue quien se quedó con todo el protagonismo del entonces nuevo jazz, el be-bop. Y así les fue a sus acólitos..

Quizá se debiera a su sonido poco agresivo, o quizá se debiera a que, después de todo, esa falta de agresividad del clarinete no coincidía con los parámetros (necesariamente revolucionarios) de unos músicos que eran, ya, más artistas que otra cosa. El caso es que poco más allá del swing el uso del clarinete es, para el jazz, un capricho excéntrico de algún músico despistado cuando no nostálgico. Ni siquiera Count Basie, el más clásico y elegante (por sobrio) de los modernos le dio una oportunidad. Sólo el Duke contó siempre con él, y no con uno sino con dos, dos clarinetes extraordinariamente diferentes entre sí (Hamilton y Procope), pero el Duke no era un músico de Jazz, era un dandy cachondo y muy religioso: un músico a secas.

En ese lapsus temporal de inexistencia clarinetística hubo algunos músicos que decidieron investigar el instrumento por otros caminos. Puesto que los grandes productores de entonces no mostraban interés por el instrumento los clarinetistas más insobornables decidieron buscarse la vida y se dedicaron a hacer “cosas raras”. Uno de ellos fue Tony Scott, que se dedicó a viajar y a conocer las músicas de otros países para crear con ellas posibles sinergias. De Marruecos a la India, de la India a Japón... Y de la experiencia excéntrica salió una música híbrida extraña. Por decirlo de forma grosera y dicho así sólo para entendernos: hizo, avant la lettre, una suerte de new age. En cualquiera de los casos (y por aclarar), hizo una música cuya mejor fortuna fue la de no ser popular en su tiempo, y su peor fortuna la de parecerse tanto a una música pastosa y blandengue que se puso de moda 30 años después de ella.

Así, mientras en 1964 los más prestigiosos músicos de jazz de aquel entonces consumían sus vidas en garitos ahumados (que por algo eran artistas) y en piscinas de alcohol, Tony Scott grababa su Spirit of zen en compañía de Shinici Yuici y Hozan Yamamoto. Y lo hacía sentado sobre el suelo, como mandan los cánones japoneses: él al clarinete, Yuize al koto, y Yamamoto al ahakuhachi.

Y ¿cómo se compenetraron? Pues muy sencillo (¿): los tempos, los ritmos y las armonías serían orientales (escalas chidori), pero la forma de abordar las piezas sería estrictamente jazzística. Por decirlo de otra forma: la condición que propuso/impuso Scott a sus colegas fue que se dejaran llevar por todo lo que sabían y lo que sentían y que improvisaran absolutamente.

Shinichi Yuize era por aquel entonces un más que reconocido compositor que jamás pensó que la música podía improvisarse. Ser un excelente intérprete al koto podía ser una anécdota al lado de lo que significaba ser el compositor de unas piezas que requerían ser interpretadas con precisión. Así es la cultura japonesa: si uno quiere aprender a pintar acuarela debe pasar unos cuantos años para aprender a coger el pincel. Así que, quien entonces lo tuvo verdaderamente difícil fue Yuize, porque lo que tuvo que hacer para afrontar su cometido fue des-crear.
En efecto: para Scott se trató de un juego, un juego estético con aires místico-espirituales; para Yamamoto fue otro juego, complejo pero juego, pues ya llevaba varios años colaborando con músicos occidentales de variado pelaje; pero para Yuize se trató de un verdadero sufrimiento. Tanto que nunca se atrevió hacer en público lo que sólo se atrevió a hacer en grabaciones restringidas y limitadas. Para poder cambiar su registro tuvo que abandonar toda su tradición, todo su saber, toda su verdad, una verdad que por fuerza debía ser Verdad. Pero renunció a todo ello y decidió deshacerse de todos sus principios, de todas sus normas, de toda su historia, de toda la Historia. Se trataba de algo muy superior a la mera improvisación; había que improvisar sobre una base mental extraordinariamente estricta en la que improvisar era, más que un juego, un sacrilegio. Tuvo, en definitiva, que olvidarse de la creación y tuvo, en definitiva, que des-crear. Tuvo, en definitiva, que DES-CREER.
Así, mientras todos creaban porque en nada creían más que en sí mismos (ese es el mundo de la improvisación y la renuncia a lo estipulado) uno de ellos descreía a fuerza de descrear.

domingo, mayo 06, 2007

Pseudoexperimento y Jazz

Hace poco no sé quién ha realizado una pruebecita con no sé muy bien qué fines. Las conclusiones, claro, tampoco sé bien en qué han consistido. La cuestión es que pusieron a un violinista prestigioso a tocar en la calle, es decir, lo pusieron a tocar de “incógnito”. Y lo que sucedió ante el experimento no pudo ser mas que lo que era previsible: durante todo el día sólo fue reconocido sólo por una persona y sus emolumentos dieron para medio bocadillo. Y aun siendo previsible, todos los comentaristas del incidente se han echado las manos a la cabeza y han abierto la boca.

Más allá de análisis sociológicos realizados para cubrir 2 minutos en un telediario, nadie ha analizado las consecuencias de la pruebecita desde el punto de vista de la interpretación musical. Lo han hecho, sólo y lógicamente, desde el punto de vista de la espectacularidad de lo noticiado. Y así, las conclusiones son esas: las que se sorprenden ante lo que era previsible. De locos, claro, pero es así como funcionan los media.

La llamada música clásica adolece del mismo mal del arte, el de haber eliminado al público y haber dirigido su producto sólo al experto. Nada nuevo digo con esto, sólo lo repito a instancias de las conclusiones que se extrajeron de una pruebecita que se realizó no sé bien con qué fines. Barico, en su extraordinario libro El alma de Hegel y las vacas de Wisconsin (Ed. Siruela), dejó bien claro que la llamada música clásica (o culta, o seria, no sé a cuál más absurdo calificativo) cavó su fosa cuando se distanció de quien pagaba por ir a los conciertos.

La cuestión de interés respecto al experimento es pues otra y por tanto la duda es: ¿qué es lo que tenía el público que haber hecho ante el intérprete?, ¿cómo debió responder para que pudiéramos entender que respondió correctamente? (puesto que las conclusiones que se extrajeron es que el público no supo, no entendió, no agradeció, ya fuera porque ese público pudiera ser ignorante, ya fuera porque la música clásica es en sí misma dinasáurica o anacrónica), ¿la respuesta correcta era mostrar interés?, ¿interés respecto a qué: respecto a la belleza de la música, respecto al virtuosismo del músico, respecto a la interpretación, respecto a la adecuación interpretativa de una concreta pieza musical, respecto al reconocido músico por reconocido, respecto a lo sorprendente de su ubicación urbana?

La llamada música clásica adolece del mismo mal del arte, el de haber eliminado al público y haber dirigido su producto sólo al experto. Pero además cuenta con otro mal, el de no haber solucionado el tema de la interpretación de forma convincente. Una partitura musical admitirá muy diversas interpretaciones pero éstas nunca dejarán de ser, salvo experimentos iconoclastas, interpretaciones que deben ajustarse a unos muy estrictos y matemáticos parámetros (que para eso son intérpretes los que sólo eso son). Es decir, podrá un violinista ser visceral y pasional y otro violinista ser frío y distante tocando la misma pieza de Paganini (24th Caprice For Solo Violin). Y lo harán, valga la redundancia, en función de su propia interpretación. Pero en cualquier caso su interpretación podrá ser cuestionable en función de haber captado mejor o peor (¿) el alma de una pieza que tuvo unos fines muy concretos y un autor que lo fue en una época y un contexto muy concretos. Hasta aquí, la pruebecita y mi desconcierto ante lo que se pretendía con ella.

Mutatis mutandi. El clarinete es un instrumento con una extraña historia dentro de la música de Jazz. Comenzó su andadura siendo fundamental en los pasacalles de la originaria música Dixieland, pero eso era en los momentos en los que el saxo apenas tenía cabida, la percusión la ejecutaba un tambor y los bajos una tuba. Aún así salieron por entonces clarinetistas que, además de tocar con un peculiar estilo que los distinguía, sacaron del instrumento un sonido diferente. Y con todo ello pudieron otorgar al instrumento las connotaciones que requiere una historia que basa la evolución de los intérpretes en la excelencia de su creatividad pura. Como es sabido hasta el Jazz más simple, que es el originario, se basa el la constante interpretación de lo que no son más que unas pautas. Así, la pieza que se ejecuta se ejecuta siempre de forma diferente.

Nada tiene que ver el sonido que Jimmy Noone producía con su clarinete que el que afloraba en los solos de Johnny Dots, ambos músicos pertenecientes a la primera época del clarinete. Y por su puesto nada tenía que ver el estilo más ligado del primero con el distendido pero contundente del segundo. Hay clarinetistas (muchos) que usan sólo el registro medio y alto, como Pee Wee Russell y otros cuya originalidad consiste es usar el poco frecuente registro grave, como Tony Scott. Hay clarinetistas que abordan las notas ligándolas como norma, como Barney Bigard, y otros que las abordan picándolas, como Jimmy Giuffre. Hay clarinetistas con sentido popular del ritmo, como Artie Shaw y Benny Goodman, y otros con un sentido del tiempo bastante arrítmico, como Rusell Procope. Hay clarinetistas que usan cañas duras para diseminar el sonido y poder confundirlo con el sonido con una flauta o el de un saxo y otros que usan cañas blandas para localizar el soplido e incrementar la limpieza del mismo. Así, nada tiene que ver el sonido sucio de Giuffre con limpio de Darensbourg; pero tampoco el compacto que produce Albert Nicholas con el chirriante que produce Edmond Hall aun cuando ambos usen cañas blandas. Tampoco Sydney Bechet produce el mismo sonido que Procope aun cuando usen los dos el registro grave, ni se parece el estilo de Giuffre y el de Woody Herman, ni por sonido ni por concepto. Ni el de estos al de Hamilton. Ni ninguno al de Mezzrow. Y así sucesivamente.
Si me hubieran colocado a Sandy Brown en la esquina de mi casa tocando el clarinete no lo hubiera reconocido por muchos cds que tenga de él, pero me habría quedado absorto y habría subido a mi casa diciéndome a mí mismo, a quién si no: "no somos nadie".