sábado, junio 16, 2007

Tesis (atrevida)

Rothko es, como todo el mundo sabe, algo más que un pintor; es un MITO. Algo que se debe, en muy buena medida, a su suicidio. A su “oportuno” suicidio. Un suicidio que se produce, paradójicamente, cuando el pintor contaba con el mejor contrato económico conocido de toda la generación de pintores abstractos. Así que, quede claro desde el principio: no fue la penuria económica lo que indujo al pintor a quitarse la vida.

¿Pudo haber sido el sentimiento de incomprensión? A tenor de su éxito cabría decir que no. Entonces ¿a qué pudo deberse?

Se han publicado recientemente escritos suyos. Ha sido un buen momento para intentar encontrar razones, las razones de su suicidio. Razones de peso, se entiende. Las que se les escapan a todos esos exégetas que cuando hablan del mito no aciertan a entender su suicidio, el suicidio que lo convirtió en mito.

Aquí dos pistas que provienen de esos escritos:

“Detesto toda la maquinaria de popularización del arte: universidades, publicidad, museos.... y a los vendedores de la Calle 57”.
“Pinto cuadros muy grandes porque quiero ser íntimo y humano”.

Así, Rothko parece ser el único que no sabe que la historia en la que vive inmerso, la del arte, debe su existencia precisamente a aquello que detesta. Y que por lo tanto él no existiría sin sus progenitores, sin sus creadores. El arte sólo ES en la medida en que existe toda esa infraestructura que detesta.

Por tanto ya sabemos algo: Rothko, el gran Rothko, es, además de ingrato, BOBO

Además sabemos que pintaba cuadros grandes porque no cabían en casi ninguna casa probablemente habitada por proletariado, pero sí en las casas de los amigos de los vendedores de la Calle 57. Que le pagaban cantidades astronómicas para que no se ocurriese pintar miniaturas.

Repetimos: ¿Pudo haber sido el sentimiento de incomprensión lo que le indujo a suicidarse? A tenor de su éxito cabría decir que SÍ.
Se suicidó, no tanto porque no soportara toda la "maquinaria de popularización del arte", cuanto porque en realidad la amaba más que a su propia pintura. Incomprensión, pues, pero incomprensión hacia sí mismo. A quien detestaba era a sí mismo: por pintar, sólo, aquello que le exigían los vendedores de la Calle 57 y al tamaño que le exigían los museos, pero sobre todo por tener que creer que esos tamaños respondían a un deseo de ser íntimo y humano.

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