miércoles, agosto 29, 2007

Inteligencia creadora

Menos mal que el mundo no se encuentra en manos de bárbaros que sólo pretenden formar parte del Guiness y menos mal que contamos con la Cultura. La Cultura entendida de forma seria, la Cultura que, a decir de muchos, es una de las pocas cosas por las que merece la pena vivir: la música, el arte, la literatura, la arquitectura, etc. Menos mal que los gestores y representantes de esa Cultura se dedican a pensar su profesión para poder hacer un uso adecuado de sus conocimientos, si no con consecuencias benefactoras en la práctica de su quehacer (a lo mejor sería mucho pedir), sí al menos consecuencias interesantes desde el punto de vista del Pensamiento. Menos mal, pues. Porque si hay algo que debemos presuponer de los gestores culturales de altas instancias o la los creadores con elevadas dosis de responsabilidad es, por lo menos, que saben de lo que hablan.

No hace mucho le hicieron una entrevista a Lisa Dennison, la directora actual del Guggenheim de Nueva York. Tras 27 años de fidelidad al citado museo se vio el año pasado recompensada con su dirección. Por otra parte sigue siendo chief curator de la fundación que lleva el mismo nombre y responsable de crear la colección de todos los museos Guggenheim, así como de toda la programación de exposiciones.

Dice la buena de Lisa en un momento de la entrevista: “Me considero una persona afortunada por venir del campo de la teoría, porque hoy muchos directores de museo salen de las business schools. Los museos se están convirtiendo cada vez más en simples negocios”. ¿Ven ustedes? ¡Menos mal!. Lisa sabe cuál es el estado de la cuestión y pone el dedo en la llaga: el Conocimiento debe imponerse a la zafiedad populista y la condescendencia mercantilista. Y parece tenerlo claro. Así, después de la enumeración de exposiciones blckbusters que la periodista le cita de memoria (motos BMW, Armani, etc., todas pensadas para el Gugghy), la buena de Lisa demuestra que si algo debemos presuponer de los gestores culturales de altas instancias o la los creadores con elevadas dosis de responsabilidad es, por lo menos, que saben de lo que hablan. Y por ello contesta: “Sí, es difícil dibujar esa línea... Creo que la pregunta es, ¿deben los museos hoy pensar como un tipo de empresa? Sí, porque son instituciones muy caras, el mantenimiento y los programas también lo son”.

El arquitecto Richard Gluckman, especializado en museos y remodelador del Museo Whitney, Warhol y O’Keeffe parece tenerlo más claro desde el principio, por eso decía en otra reciente entrevista, “si los museos no compiten con el ocio, tienen los días contados”. ¿Ven ustedes? ¡Menos mal! Gluckman sabe que las cosas no siempre son como a uno le gustaría que fueran. Es pragmático y no quiere ni engañarse a sí mismo. Y por ello se pone al día cobrando mucho dinero por hacer que los museos se parezcan cada vez más a un parque temático. Su inteligencia es pues indiscutible y demuestra que sabe perfectamente de lo que habla. Sobre todo cuando ante la pregunta “Cuando diseña un espacio para artistas, ¿en qué piel se pone, en la suya o en la de ellos?”, el bueno de Gluckman responde sin pensárselo dos veces, "Depende de si el artista está vivo o muerto. Trabajar con un artista muerto es mucho más fácil”. Menos mal, ya digo.

lunes, agosto 27, 2007

Kobayashi

Los estadounidenses están que echan chispas. Una vez más un extranjero ha vuelto a imponerse sobre todos los expertos americanos en una materia, una materia de índole nacional. Después de muchísimos años de tradición, y después de un aprendizaje que sólo tuvieron ellos debido precisamente a esos años acumulados en forma de tradición, ha llegado un nipón y les ha arrebatado a todos los estadounidenses la posibilidad de ser los mejores en aquello que, por tradición, merecería tener un representante autóctono.
Pero no, ha llegado un japonés de 70 kilos, musculado y barbilampiño y ha conseguido erigirse en el número uno del evento que anualmente es convocado desde Coney Island. De nada les han servido sus entrenamientos diarios ni sus ejercicios mandibulares a todos esos energúmenos que se reúnen cada año con la intención de reivindicar la primacía de una idiosincrasia. Después va y llega un “maldito cabeza de limón” y les deja a todos con la boca abierta. Nunca mejor dicho.
Y claro, los estadounidenses se quejan de no tener un representante genuino. Y claro, los japoneses están la mar de satisfechos con su campeón. Y claro, el campeón es un ídolo nacional en Japón. Cuando vuelve a su país después de una gesta es aclamado, vitoreado y agasajado. No le faltan mujeres a su alrededor y podría conseguir el trabajo que quisiera porque lo que vende es Japón Vencedor. Y los estadounidenses, como respuesta, se compran un rifle y suplican ayuda a Charlton Heston.
Kobayashi, que así se llama el ínclito, ha vencido durante 5 años consecutivos el concurso que consiste en comer todos los perritos calientes que se puedan en un tiempo de 12 minutos. Y Kobayashi ha desbancado por quinta vez a una pandilla de energúmenos que se atragantaban de carne inverosímil y rebañada de mostaza. Con los ojos desorbitados. 59 perritos calientes en 12 minutos.
Muatatis Mutandi. Menos mal que el mundo no se encuentra en manos de bárbaros que sólo pretenden formar parte del Guiness y menos mal que contamos con la Cultura. La Cultura entendida de forma seria, la Cultura que, a decir de muchos, es una de las pocas cosas por las que merece la pena vivir: la música, el arte, la literatura, la arquitectura, etc. Y menos mal que los gestores y representantes de esa Cultura no pretenden formar parte de ningún Guiness y se dedican a pensar su profesión para poder hacer un uso adecuado de sus conocimientos. Menos mal, ¿no? Menos mal que a los gestores culturales de cada comunidad no les preocupa cocinar la paella más grande del mundo (por ejemplo) y se preocupan por saber de lo que hablan y por ahondar conocimientos sobre aquello que gobiernan, ¿no?

domingo, agosto 26, 2007

De vuelta del País Vasco (4ª y última parte)

Guggenheim Inside

Por fin Kiefer, verdadero motivo del viaje por el País Vasco.

Lástima que haya tenido que ser en el Guggenheim, con esos espacios caprichosos y escorados. Y estéticamente tecnologizados. Y lástima también que hiciera sol.

Sé que se trata de una cuestión demasiado personal, pero los brillos no me parecen adecuados para vivir la experiencia de ver a Kiefer, uno de los poquísimos artistas que han sabido combinar con extraordinaria mesura la tradición y la modernidad, espectacularidad y sencillez, ambición y humildad. En la experiencia de ver a Kiefer no debería haber destellos circundantes.

Kiefer es un pintor sobrio, casi opaco. Sus enormes pinturas son siempre el producto de lo mismo. Porque siempre hablan de lo mismo: de aquello de lo que Kiefer no puede dejar de hablar. Sus paisajes son una forma de reivindicación de la memoria, la memoria como forma de conocimiento. Su vinculación a los poemas de Paul Celan en este sentido resulta perfecta respecto al cometido y se muestra óptima en sus resultados. El diálogo entre texto (explícito e implícito) e imagen rara vez adquiere visos tan emocionantes.

Los cuadros, tremendos, se echan encima del espectador con el fin de provocar en ellos la experiencia de lo sublime. Las dimensiones y la texturas se conjugan para crear sensaciones ambiguas y desconcertantes. Los cuadros parecen estar hechos para ser vistos desde lejos debido a la inmensidad de las dimensiones, pero pronto nos damos cuenta de que algo falla en esta larga distancia. Cuando nos acercamos los cuadros parecen estar hechos para verse de cerca, pero pronto nos damos cuenta de que algo falla en la corta distancia. De cerca nos introducimos en sus hipertexturas, pero resulta imposible ver la totalidad de la visión teatral; de lejos observamos el clasicismo de la visión teatral, pero no podemos vivir la experiencia de las hipertexturas, las que confieren modernidad al clasicismo, las que confieren concepto a la forma, las que confieren humildad a la ambición.

La obsesión del artista por el plomo sólo puede entenderse y juzgarse a partir de los resultados obtenidos. Y en esto Kiefer se muestra impecable, pues toda justificación se hace absolutamente innecesaria. Los cuadros tiene plomo, son de plomo, como los libros, como las camas, como la memoria, como el pasado, como la muerte. Nada que ver con la obsesión del recalcitrante Beuys acerca de la grasa y el fieltro, obsesión que servía más a fines estratégicos que expresivos.

Además la muestra nos ofrece la posibilidad de ver la pieza que al parecer ha realizado para el Gugghy. Una escalera truncada que lleva a ninguna parte, una escalera babeliana despedazada que tanto sirve para subir al infierno como para bajar al paraíso, una escalera cuyos fragmentos se encuentra numerados con algún fin supongo que esperanzador, una escalera que trepa por las paredes desnudas sobre las que intenta sujetarse, una escalera sin continuidad inteligible, una escalera aparentemente inocua pero peligrosa, una escalera innecesaria que desde el final nos lleva al principio, un principio incierto, sin solución de continuidad. Una escalera de eterno retorno. Una escalera muy peligrosa. Una escalera sublime.

sábado, agosto 25, 2007

De vuelta del País Vasco (3ª parte)

Guggenheim

Desde aquellos primeros pensadores que dieron vida a las categorías estéticas lo sublime se ha venido asociando siempre al asombro. Tal asombro se correspondería con un estado del alma atracado de horror. Bajo mi punto de vista, y matices al margen, seguiría vigente tal concepción de la categoría. Menos afortunada me parecería ya la obsesión de Burke por asociar, a su vez, lo sublime a lo grande. Particularmente no creo que lo grande tenga que ser, por ley, cualidad necesaria para que se de lo sublime. O mejor, no creo que lo grande sea necesario para provocar la pasión del horror. Sí, sin embargo, lo sublime (provenga o no de la naturaleza), entre otras cosas porque queda lejos de toda adjetivación positivista.

Cada vez que me enfrento al Guggenheim me lleno tanto de él, de él como objeto monstruoso (en todas sus posibles acepciones), que no puedo razonar sobre la experiencia de mirarlo. Experiencia que se traduce, básicamente, en un enfrentamiento. Lo pequeño de mi ser contra lo mastodóntico de una construcción. Lo profano de uno de los millones de visitantes frente a lo Sagrado de la Institución. Y es precisamente el propio objeto, la monstruosidad del propio objeto, la que absorbe mi capacidad de raciocinio. Por lo que no sé qué pensar del Gugghy. No sé qué me parece, qué me provoca la experiencia de mirarlo.

Podría, en todo caso, repetir lo que en su momento dije: “De lejos es como una gran escultura brillante y espectacular; como el juguete de una sociedad infantilizada. De cerca es como un monstruo que atrae y repele simultáneamente; como ese juguete terrorífico que todo niño ha conocido”(De un espectador expectante Ed. Fundación José Luis Cano).

El interior es otra cosa. Toda la duda que surge ante el coloso se disuelve ante sus entrañas. Toda la duda que emerge ante la efectividad de la función simbólica del coloso se disuelve ante la clara ineficacia de la función propia del museo, de todo museo. O por decirlo llanamente: el caos de distribución espacial del interior del museo impide aquello que por definición todo museo pretende. Por lo que en su función fracasa. La carencia de proporciones en los espacios interiores y el caos en la distribución de los mismos acaba por ensombrecer todas la expectativas producidas por la grandeza exterior.

Dice Diderot, “Se dice de San Pedro de Roma que sus proporciones son tan perfectas que el edificio pierde a primera vista todo el efecto de su grandeza y de su extensión, de manera que se puede decir de él: Magnus esse, sentiri parvus (que es grande y que parece pequeño). Y, claro está, lleva razón el enciclopedista, una cosa es el tamaño del todo y otra el tamaño de las partes; una cosa es pues el tamaño y otra la proporción. Sin proporciones todo tamaño sería insuficiente. Dice Burke, “Los proyectos que sólo son grandes por sus dimensiones son siempre signo de una imaginación ordinaria y baja. Ninguna obra de arte puede ser grande sino en la medida en que engaña”.

Ghery, preocupándose por lo espectacular ha priorizado el culto a lo sagrado en detrimento de lo profano. Y ha sido un éxito, y me remito de nuevo a lo que en su momento dije, “Desde dentro es como un gran Parque Temático cuyo contenido sería, como en todo Parque Temático, lo de menos. Controlar el ocio es la forma más actual de controlar a la sociedad. Hace tiempo que lo saben las clases dirigentes. El opio del pueblo se encuentra en el ocio del público. Y cuanto más desmesurado es eso público mejor (eso, en cursiva: intangible pero monstruosamente real).

viernes, agosto 17, 2007

De vuelta del País Vasco (2ªparte)

Chillida Leku: encuentros y ajustes

Chillida Leku. El lugar de Chillida, “a tan sólo 10 minutos de San Sebastián” como reza la publicidad. Trece hectáreas de terreno que circundan el caserío de Zabalaga, edificio del siglo XVI.

La restauración del edificio ha querido mantener la esencia de la construcción, y si bien es cierto que los cambios de distribución de espacios han sido importantes no es menos cierto que se ha conseguido preservar perfectamente tal esencia. Y a pesar de la unificación de alturas con nuevo lucernario cenital se vislumbra el alma del edificio. Es más, todo el espacio interior se encuentra gobernado por esa esencia.

A la vista quedan todos los pilares de madera y toda la viguería de roble que permite la grandiosidad del espacio interior. El cruce de vigas que se unen a un pilar y comunican con otro anticipan a Piranesi por la maraña de encuentros. Todos los pilares se reparten la fuerza necesaria y todos se encuentran con la horizontalidad de las vigas comunicantes. Pero cada pilar tiene, en Zabalaga, su particular e indiscutible estilo propio (como el de tantas construcciones antiguas de la zona). En todos y cada uno de esos encuentros entre pilar y viga se vislumbra la esencia de la construcción, la esencia del caserío, la esencia de una construcción profana, la esencia de una construcción humana. Una construcción hecha a la medida del ser humano.

De los pilares centrales emergen ramificaciones oblicuas que puedan canalizar de forma óptima el peso de la viga situada en la horizontalidad, la que permite ubicar el forjado. Cada una de esas “cuñas” se encuentra con el pilar de forma diferente, pero en todos los casos han necesitado empotrarse las unas contra el otro de forma en que el empuje hacia arriba fuera óptimo. Para ello se tuvieron que hacer cortes y secciones en la viga de roble que fueran adecuándose a una junta improvisada pero eficaz. Dependiendo de la ubicación cada viga requirió un corte personalizado. Así, la multiplicidad de los cortes produce una maraña de encuentros inverosímiles. Además, muchas de esas vigas se retuercen en discreto pero expresivo espiral por lo que el encuentro entre vigas, pilares y cuñas se hace no sólo más difícil, sino casi imposible.

Resulta francamente emocionante imaginar el levantamiento de la construcción a base de una relativa improvisación. Los encuentros y los ajustes en la viguería (que fueron necesarios para crear un espacio tan grande) dan cuenta, sobre todo, de una dimensión humana, la dimensión humana que emerge de lo profano. Y como dice Jean Galard, “La conciencia de lo profano es una consecuencia del culto a lo sagrado. El arte ha inventado nuestra vulgaridad”.

Nota. Dentro del recinto Chillida Leku había, también, una sala de proyecciones pequeñita y una tienda de souvenirs llena de llaveros, pañuelos, servilleteros, camisetas, bolígrafos, posavasos, relojes, colgantes, etc..

domingo, agosto 12, 2007

De vuelta del País Vasco (1ª parte)

Kursaal
Como hace años tuve la oportunidad de ver la exposición de los proyectos que se presentaban a concurso con el fin de rellenar el Solar K en Donosti ya tuve la oportunidad de decir lo que pensaba al respecto (De un espectador expectante Edit. Fundación José Luis Cano). En la introducción de aquel texto recordaba cuáles fueron las bases del concurso: “Con La adjudicación del Solar K el Ayuntamiento de Donostia pretendía encontrar el proyecto que mejor pudiera “impulsar ahora la Donostia-San Sebastián del próximo siglo en una Europa nueva”. Esto era en 1.991 y la propuesta (o consulta técnica, como el Ayuntamiento prefería llamar) formulada a los seis arquitectos contaba con dos partes: una, de carácter obligatorio, consistente en la realización de un proyecto para un Auditorio, un Palacio de Congresos, una Sala de Exposiciones y un Aparcamiento; y una que consistía en la recomendación de otros usos básicos de libre elección, tales como un Área Comercial, un Hotel de cuatro estrellas, una Piscina Cubierta, un Conservatorio y un Espacio para Servicios y Oficinas. La exposición mostraba los seis proyectos con profusión de planos y con sus maquetas correspondientes. Cualquier visitante podía hacerse una idea más o menos cabal del aspecto externo de cada una de las propuestas, bien fuera por los planos, bien por la claridad que ofrecían las maquetas, o bien por los textos que junto a cada uno de ellos aparecía a modo de explicación. Los seis arquitectos eran Mario Botta, Norman Foster, Arata Isozaki, Rafael Moneo, Juan Navarro Baldeweg y Luis Peña Ganchegui. Casi nada”.

Han pasado 17 años desde aquella exposición de proyectos y unos 7 desde que visité la obra acabada y escribí el texto sobre el Kursaal. He vuelto a San Sebastián y no puedo evitar el querer saber qué es exactamente lo que pienso del mastodonte. Quiero saber qué es lo que pienso con independencia de saber -o no- de dónde me adviene ese saber. Porque delante de él no puedo dejar de ser quien soy. Hago esfuerzos por abordar la experiencia como si nada supiera del proyecto, pero nada, me es absolutamente imposible desligar mi experiencia de lo que sé, de lo que sé del maestro Moneo y de lo que sé sobre el proyecto. Algo, por cierto, de lo que me debería estar agradecido el maestro, pues si por algo se caracterizan los artistas (y los arquitectos oficiales lo son como el que más) es por explicarse, por hacerse entender; por su necesidad de justificar, en definitiva, la imposición de un mastodonte en la vía pública..

Esfuerzo vacuo, como digo, el de intentar juzgar dejando de ser quien soy. No puedo juzgar desde el sentimiento porque toda afirmación que hiciera sería descatalogada por quienes necesitan ser juzgados con conocimiento de causa, y esto lo sabe todo el que haya hablado alguna vez con arquitectos: no permiten ellos, jamás, que nadie juzgue arquitectura si no demuestra los mismos conocimientos previos que confiere la profesión. No puedo, pues, juzgar desde el sentimiento. El problema es que cuando juzgo desde la razón, cuando viendo (y sintiendo) juzgo por lo que sé, que no es otra cosa que lo que debo saber, pues lo que sé lo sé a través del mismo Moneo, cuando juzgo, digo, desde la razón, la razón que confiere objetividad, entonces y sólo entonces, ME DA LA RISA. Y no puedo parar de reír.

Recordemos que el Proyecto se llamó Rocas Varadas y que en la Memoria del Proyecto que presentó a concurso el maestro decía que sus “dos prismas sugieren la presencia de dos masas rocosas varadas en la desembocadura del río”. Insisto: ME DA LA RISA, “dos masas rocosas varadas”. ¡Tan enormes y tan blancas y tan de vidrio, dos masas rocosas varadas... hay...!

De todas formas, el mismo Moneo, en una entrevista que concedió a la revista Diseño Interior nº 10 (1.991) decía respecto al proyecto que le acababan de adjudicar: “Veo este proyecto como un enfrentamiento directo al paisaje hecho en el momento en el que uno entiende que el modo de construir en ese accidente geográfico no es extendiendo la ciudad, de forma que ésta tome posesión del accidente, sino respetando su condición de tal y haciendo que la forma arquitectónica sea capaz de no cambiar demasiado la condición geográfica del lugar”. ¡No cambiar demasiado la condición geográfica del lugar! Ay.

En cualquier caso, Donosti es, por fin, una ciudad del XXI. El Inevitable (ver post anterior) tiene múltiples recursos: en esta ocasión se sirvió del evento (cinematográfico y, sobre todo, internacional, pese a quien pese) para crear la arquitectura emblemática y nos mostró, de nuevo, cómo nada tiene que ver lo adecuado al contexto con lo oportuno al texto; es decir, cómo nada tiene que ver el hecho de que la construcción fuera adecuada (o no) en ese lugar con el hecho de que fuera perfectamente oportuno realizarla en nombre del progreso.

sábado, agosto 11, 2007

La ciudad y el Inevitable

Si por algo se miden hoy en día las ciudades es por su arquitectura. O mejor, si por algo las ciudades son (o no) es por su arquitectura. Así, ahora, una ciudad sin arquitectura significativa es una no ciudad. Paradójicamente no hay ciudad allá donde sólo hay lugar, por muchos que sean los que habiten ese lugar y por mucho que a esos habitantes los queramos llamar ciudadanos. En nuestra Era las “cosas” adquieren valor exclusivamente a través del ranking. Para existir hay que estar en él. Así son las “cosas” dentro del inevitable Liberalismo. Todo lo demás es morralla.

Sólo habrá ciudad, pues, allá donde haya arquitectura significativa, emblemática. En un lugar puede haber arquitectura más o menos representativa (lo folklórico), pero allá donde no haya arquitectura significativa, oficial, institucional, enorme, desproporcionada, cara, controvertida, megalómana, y autista no podrá haber ciudad. No lo permitiría el Inevitable. De ahí que todas las ciudades pierdan el culo por contratar los servicios de arquitectos hipernarcisistas con el fin de que elaboren proyectos que deban ser tan definitorios como definitivos. Cuesten lo que cuesten. Valencia, por ejemplo, no fue ciudad hasta que llegaron los costillares de Calatrava. Ahora ya no es el objetivo de algún viajero curioso, excéntrico o despistado, sino el objetivo de un turismo amorfo y acéfalo.

Pero la gula del Inevitable no tiene límites y por eso se conforma con unos aperitivos. Una vez solucionado el tema de la Creación de la ciudad viene la segunda parte, la de la necesidad de eventos que justifiquen el despilfarro constructivo: ferias, olimpiadas, bienales, circuitos, copas davis, mundiales, etc. Toda ciudad que no tenga su(s) evento(s) internacionales está condenada a vivir de sus ruinas. Valencia, por ejemplo, hasta hace dos días carecía de turismo, sin embargo ahora cuenta con la Copa América, el circuito de Ricardo Tormo y el circuito urbano de la Fórmula Uno. Y el Papa la bendice en directo y desde las gradas. Valencia pues es ya una ciudad. Como lo fue en su momento Barcelona, la Barcelona de los eventos pujolianos y maragallescos..

Y que nadie se lleve a engaños, todo lugar está condenado, con el tiempo, a convertirse en una ciudad, una ciudad contemporánea, la única ciudad posible si se pretende orillar el anonimato y la exclusión. Por eso, que nadie se lleve a engaños, lo que le ha pasado a Barcelona y a Bilbao y a Valencia les está a punto de pasar a todos los lugares. Todo es una cuestión de tiempo y el tiempo corre que se las pela. Y cuando se hayan formado verdadera ciudades en lugares como Badajoz, Zamora o Lérida les tocará el turno a lugares más pequeños con municipios que ahora nos parecen modestos. Y será por la costa por donde empiecen a surgir nuevas ciudades. Ciudades que contarán con grandes arquitecturas y con grandes eventos. Ciudades que gestionadas con insensatez tendrán, tarde o temprano, los mismos problemas que acaban teniendo todas las ciudades que han llegado a serlo por la obsesión de sus dirigentes y gracias a la contribución de unos ciudadanos adocenados.

domingo, agosto 05, 2007

Canon

A la hora de elaborar un discurso estarían, por una parte, los que generalizan, y por otra, los que dicen ser detractores de toda posible generalización.

En estas circunstancias existe una cantidad importante de intelectuales que cuando pueden renuncian del canon, de cualquier canon; esto es, de la idea de canon, de la idea de “autores canónicos” y de “obra canónica”. Los argumentos, claro, siempre deambulan alrededor de dos conceptos fundamentales: la negación de una Verdad (la que elabora el canon) y la defensa de la Libertad que reivindica la particularidad de todo sujeto expectante. Harold Bloom al paredón.

Así, según los detractores del canon, no existe criterio que pueda ser universal y por tanto toda experiencia estética se encuentra abocada a no ser nada verificable. Todo se correspondería con una simple cuestión de gusto, y ya sabemos lo que se dice del gusto y los colores. Por lo tanto, con independencia de que el gusto (de cada cual) pueda o no comunicarse sabemos, siempre según los detractores, que no hay otra cosa que eso, el gusto. Las “presencias reales” de Steiner al desguace.

A lo mejor se trata de una casualidad, pero todos esos detractores del canon son, o profesores universitarios o críticos literarios -en la medida en que hablan de libros concretos y escritores concretos. En cualquier caso escriben libros, imparten clases, dan conferencias y publican columnas de opinión.

A lo mejor es una casualidad, pero todos ellos escriben libros para que estos puedan ser considerados buenos e importantes (y si pudieran, incluso necesarios), imparten clases que exigen un determinado nivel de conocimientos en el alumnado -un nivel de conocimientos que a su vez demuestre la validez de la nota (im)puesta-, dan conferencias y publican columnas porque aspiran a ejercer cierta influencia a través de la cualificada bondad de sus discursos orales y escritos.

A lo mejor me equivoco, pero sería posible que a los detractores del canon no les mereciera mucha credibilidad alguien (¿) que prefiriera una novelita de Lafuente Estefanía o de Corín Tellado a una de la suyas. Y digo “credibilidad” porque no dudo de que sí les merecerían simpatía todos aquellos (¿) que expresaran rechazo ante una de sus novelas. Rechazo expresado, lógicamente, en función sólo del gusto personal.

A lo mejor es casualidad, pero son los detractores del canon los que suelen ser detractores de toda posible generalización. Son precisamente los que rechazan toda afirmación que pudiera parecer categórica quienes rechazan frontalmente la naturaleza del canon, que no es otra que la de fundamentar la calidad en base a unos criterios, criterios que, por otra parte, son los mismos que fundamentan toda apreciación de calidad realizada al margen del canon, o al margen de su creencia en él. O sea, los que rechazan el canon por principios usan los principios del canon. Y además lo hacen inevitablemente.

Como si el hecho de cualificar, destacar o elogiar, no tuviera nada que ver con un juicio de valor que sólo existe en la medida en la que hay referentes. Como si pudiera aprobarse al alumno que dijera que nada hay que aprender una vez aceptado que todo se fundamenta en el gusto personal, y que por tanto no tiene sentido estudiar a los autores que han sido impuestos por el gusto de no se sabe muy bien quién. Como si le fuera posible dar conferencias y escribir columnas en periódicos a alguien que no ha demostrado una cierta solvencia literaria, solvencia vinculada a unos inevitables criterios de calidad, unos criterios que necesariamente existen en función de unos referentes cotejables. Como si lo inductivo y lo deductivo no fueran dos formas de lo mismo en función de una posible generalización.

Así, lo de realizar o no una lista de los 40 principales no es, ni más ni menos, que llevar a cierto límite lo que no es sino práctica común a TODOS los que expresan opinión desde la tribuna, es decir común a todos los que dictan juicios de valor sobre obras literarias en los medios de formación de masas.

A lo mejor es casualidad, pero los detractores del canon y de las generalizaciones han demostrado ser, como hemos visto, mucho más fundamentalistas que quienes interpretan las listas de la manera en las que les vienen en gana; mucho más fundamentalistas que quienes interpretan las listas en función de unos intereses que no desprecian las referencias como Forma inevitable de Conocimiento.

Quien ha leído a Francis Haskell sabe que ser prudente y cauto a la hora de juzgar el gusto de una Época no está reñido con las listas, que no son sino una versión extensiva de la creencia en la excelencia. Otra cosa sería no creer en excelencia alguna. Entonces, sólo entonces, podríamos mandar el canon a tomar por saco.

Nota. Todo viene a cuento de un artículo publicado recientemente en un suplemento cultural. El autor, una vez más, se manifestaba detractor del canon y se posicionaba en pro de una democrática Libertad en defensa del gusto personal. Todo muy bonito por cuanto se posicionaba, supongo que sin percatarse, en la Pura Demagogia. Lo que no era de prever durante toda su argumentación a la contra del canon (3/4 partes del artículo en cuestión) era que lo que le movía a escribir sobre él. Así, el motivo de este panfleto a la contra era que había sido contratado para “elaborar un canon, en compañía de una serie de críticos, eruditos y escritores...” Pues bien, dejando al margen la naturaleza de la enumeración del elenco de expertos, sólo nos cabe pensar que él ha sido elegido debido a su solvencia literaria demostrada, una solvencia que se fundamenta, seguro, en su capacidad de juicio, un juicio que se fundamenta, seguro, en un criterio plagado de referencias, referencias que han necesitado ser defendidas en función de un criterio concreto, el de calidad literaria, un criterio que requiere ser verificado para poder existir. Un criterio que existe, sólo, gracias al canon, con todos los matices que se quieran aportar al respecto.

sábado, agosto 04, 2007

Carta a Héctor (mi sobrino de 7 años)

Probablemente sea ésta una carta que leas de aquí a unos años. Si es que la lees. Ahora eres demasiado pequeño, pero te la escribo desde el presente, que ya tendrás tú tiempo de ponerla en pasado.

Te escribo para decirte que todo es, una vez más, una cuestión de formas. Es decir, queridísimo Héctor, hay problemas que no terminan nunca de resolverse debido a cuestiones formales. Especialmente en este momento histórico en el que la existencia (y la perpetuidad) de ciertos problemas puede reportar beneficios tan tremendos como increíbles si se encuentran bien gestionados.

Sé que es duro tener que admitir lo que a todas luces se trata de un auténtico barbarismo, pero es absolutamente comprobable que desde que se instaló la Corrección Política en toda posible forma de gobierno se hizo muy rentable la existencia de problemas concretos que necesariamente fueran siendo irresolubles. Necesariamente irresolubles en la medida en la que sólo esa necesidad de (i)rresolución garantizaría la rentabilidad política, esto es, económica.

En este caso concreto me refiero al de la Guerra de Sexos. Te lo escribo así, con mayúsculas, para reivindicar su existencia. Existencia tan negada por tantos. Tantos que, o bien dicen no creer en tal Guerra, o bien se posicionan en una de las partes de la contienda. Así pues: GUERRA. Jamás fue tan clara la hostilidad en TODAS las conversaciones pandilleras y corporativas. NO hay reunión de hombres en la que no se critique a las mujeres y no hay reunión de mujeres en la que no se critique a los hombres.

Tal es la pluralización. Tal es la generalización. Es así y así pasa, SIEMPRE, en todas las conversaciones corporativas: “todos los hombres son iguales” dicen ellas en tono de queja y lamento. “Todas son lo mismo” dicen ellos cabreados. Y es en la pluralización constante, repetitiva, sin contexto, genérica, brutal, inquietante y, sobre todo, significativa, donde se encuentra la GUERRA (y no en las particularidades). Después se harán excepciones y se darán matices, por supuesto, pero el uso del genérico es apabullante, monstruoso.

Los medios de comunicación, es decir, los políticos, es decir, las multinacionales, hace mucho tiempo que tienen claro como abordar el problema; a saber: haciéndolo irresoluble. Cosas de la Corrección Política, cuya única consecuencia verificable es su ineficacia. Y a las pruebas me remito y me remitiré: los problemas entre géneros no sólo no mejoran sino que van a peor. Algo que sucede, fundamentalmente, debido a ese odio intrínseco que existe en los corparativismos que potencian los medios de comunicación. Es desde hace muchos muchos años que todo lo que se publica en una ingente cantidad de medios dirigidos a las mujeres está relacionado con un desprecio enconado y no siempre subliminal hacia los hombres. Hombres que inevitablemente son la representación del machismo... imperante.

Cuando leas esto es muy probable que te suene a antigualla, de la misma forma en la que a los adolescentes de ahora les suena a antigualla “Canción triste de Hill street”, pero te voy a poner un ejemplo acudiendo a una de las series más famosas de la primera década del milenio: “Mujeres desesperadas”. Ha habido otras antes que también han ejercido mucha influencia en “la mujer de hoy”; influencia, eso sí, requerida y bienvenida por la inmensa mayoría de mujeres: “Ali McBeal” y Sexo en Nueva York”.

En el extraordinario capítulo piloto, es decir, en el capítulo donde se iban a sentar las bases del discurso, y después de la presentación de todas ellas por separado, se produce el primer encuentro de todas ellas juntas; el primer encuentro pandillero; el primer encuentro narrativamente significativo, pues es en él donde se dará la clave (el sentido) sobre todo el resto de capítulos por venir.

Después de que todas hubieran demostrado ese odio al que he hecho referencia, culpabilizando de todos sus males a los hombres, se hace un pequeño pero inteligente silencio narrativo y una de ellas dice de forma pausada: “todas tenemos momentos de desesperación, pero si les plantamos cara, entonces descubrimos lo fuertes que somos”. Ya digo, inmejorable. Por representativa.

Y la verdad es que resulta tan curiosa como reveladora, además de representativa. Dice, “todas tenemos momentos de desesperación”, algo que resulta tan neutro como poco significativo, pues eso es algo consustancial a todo ser humano, sea del género que sea y tenga la orientación sexual que tenga. Así que es en la frase siguiente donde nos damos de frente con la brutalidad de una reivindicación tan paradójica como innecesariamente agresiva, hostil y monstruosa: “pero si les plantamos cara...”. Así, ellas están desesperadas, no tanto por sus problemas (los producidos por el tiempo, por sus voluntarias decisiones, etc.) cuanto por los hombres; hombres, pues, culpables; culpables: todos, en genérico, en plural. Y además hay que plantarles cara: la lucha.

En cualquier caso, lo más crudo de la frase está por llegar. Y si no lo más crudo, sí por lo menos lo más revelador. Después de achacar toda la culpa de sus males “al otro”, actitud ella tan posmodernamente infantil, se decide, no sólo optar por la violencia contra “el otro” (hasta ahora injustificada por carecer de pruebas) sino hacerlo, al parecer, por tratarse de la ÚNICA forma posible de reconocerse, de saberse, de SER. Es decir, al parecer no hay mujer si no hay contienda. Y si la hay no la hay con plena conciencia. Para SER necesataría un contrario, pero no uno complementario sino uno al que enfrentarse: un enemigo. Tal es el sentido de la frase.

En efecto, tal y como se pronuncia la frase es en la contienda, y sólo en ella, donde se DESCUBRE una fortaleza que además de ser propia requiere un contrincante; un contrincante que debe ser reducido. Por definición y sin pruebas.

Y en esas están los media (los gobiernos desarrollados y el gran capital) querido Héctor: en entender la lucha como única forma posible de resolver el problema, un problema promovido y patrocinado por los media. Un problema que los media no están dispuestos a resolver verdaderamente. Y si algo ha quedado claro en estos últimos 25 años es que la forma de solucionar el problema no es con odios vengativos ni con corporativismos infantiloides.
Psdta. Te cuento todo esto por depositar una esperanza en el futuro. Esperanza que a mí se me quedó truncada ante aquella generación de hace 15 años, esa generación en la que ya había más mujeres que hombres realizando estudios universitarios. Yo diría, tal y como dice Doris Lessing (personaje nada sospechoso para las mujeres), que "las feministas siguen sin entender nada de nada" y, "¿por qué luchar por la igualdad despreciando a los hombres sistemáticamente?".