domingo, octubre 28, 2007

Historia de un idiota contada por él mismo

Su cabellera larga, roja y rasta atrajo mi atención. Su rostro lánguido y blanquecino más.

La abordé en mitad de la calle, le dije que me gustaría hacerle unas fotos y añadí que preferiría hacerlo con la naturaleza de fondo. Mostrando cierta ilusión y sin desconfianza ninguna me contestó que le parecía bien y me puso en antecedentes: algo acerca de unas cabras. Debido a la pobreza de su español (era alemana) no la entendí demasiado bien, así que le pedí el teléfono y quedamos en que la llamaría cuando pudiera.

Lo hice unos días después del encuentro y quedé para ayer por la mañana, sábado soleado para más señas. Una casa en las afueras.

Recónditas afueras de difícil y complicado acceso, como pude comprobar mientras me perdía dos veces antes de llegar a la, llamémosla ya, su morada. Me recibieron primero dos gallinas, unos patitos y un número indeterminado de perros ladradores. Después apareció ella, con su andar bailarín y su media sonrisa rafaelesca. Me saludó, y me invitó a acompañarla cruzando un terreno sembrado de comida y de mierda de animal. Intuí que no valía la pena esquivarlo y camine por encima de todo ello como si nada pasara. Igual que hacía ella, pero yo apretando los dientes y ella con estupenda naturalidad.

Me presentó a su chico, una especie de ser que apareció tras las cabras, tras el rebaño. Encantador y seductor. Pelo largo y apretado dentro de un gorro multicolor. Una perfecta barba de ermitaño y unos ojos tan azules y tan sinceros que podías verle el cogote a través de ellos. Me dijeron que habían preparado una comida campestre aprovechando que tenían que sacar las cabras a pastar. Me gustó la idea y me apunté rápidamente. Quizá demasiado rápido.

Mientras se preparaban para los efectos y hacían el atillo de la vitualla me invitaron a un té. En ese momento comprendí que por mucho que yo quisiera disimularlo me encontraba a un abismo de ellos. Comprendí que todo lo que pudiéramos hacer juntos sería para disfrutarlo esa sola vez. Ya digo, nos separaba un abismo: cuando les advertí que justo a su lado había una araña marrón colgada de su tela estuvieron a punto de presentármela. Por lo visto, hacía varios días que procuraban sentarse en la mesa de tal forma que aquella no se incomodara. Poco después comprobé que tenían otra araña justo al lado del cabezal de la cama. Bueno, de eso... lo que fuera eso donde dormitaban. Un abismo.

Salimos en manada: 49 cabras, los dos perros pastores y nosotros tres. En menos de 20 minutos comprendí el error que había cometido por no haber calculado la importancia que tiene un pastoreo. Sobre todo si es de cabras. “A lo hecho, pecho”, me dije. “Y a disimular, tontaina”, me seguí diciendo. Lo cual, claro, iba siendo cada vez más difícil pues el terreno se iba complicando a medida que nos alejábamos de la morada y su letrina. Lo que, a su vez, incrementaba mi sensación de desconcierto. Y digo desconcierto por decir algo.

Debo decir que yo no me considero un patoso, pero al lado de ellos parecía, en serio, un auténtico inútil. Llevaban lo que para mí era un ritmo endiablado. O al menos eso me parecía a mí cada vez que había algo que trepar. Me faltaban manos y piernas para poder subir. Y cosas a las que agarrarme. Y ellos, sin embargo, lo juro, subían sólo con sus piernas. Ella tuvo de darme una mano al menos dos veces. Trepaban mientras daban órdenes a sus cabras con sonidos irrepetibles. Y les hacían más caso que a mí mis alumnos.

Justo al lado de lo que ellos llamaban la acequia había un extraño agujero vertical que al parecer comunicaba con una especie de charca pequeña y semioculta. Me dijeron que el agua era fantástica y refrescante. Yo me acerqué y pensé que si bajaba por ese agujero muy probablemente haría el ridículo a la hora de salir de él, así que decliné la invitación. La perplejidad se apoderó absolutamente de mí cuando vi entrar al pastor en el insondable agujero: lo hizo sin perder la verticalidad en ningún momento. Minutos antes había imaginado cómo habría entrado yo allí y todo lo que se me ocurría requería de varias manos y agarres. Él, sin embargo, entró en ese agujero como si fuera Jesucristo. Pero un Jesucristo cachondo.

Cuando las cosas parecían que no podían empeorar las cosas empeoraron. Para comer nos sentamos debajo de un árbol. El único que al parecer se percató de que el suelo estaba plagado de cardos y pinchos fui yo, naturalmente. Tuve que sacar un libro de mi pequeña mochila y ponérmelo debajo del culo. Nunca he agradecido tanto la presencia de un libro en mi vida. Y Pepe, que así se llamaba la cabra más vieja y por tanto más valiente, me daba golpes en la nuca mientras intentaba comerme una ensalada de lechuga y tomate con las manos. “Se me han olvidado las servilletas”, dijo ella, y los dos rieron. Yo también (aunque no supiera por qué), pero sin dejar de mirar a Pepe de reojo.

En fin, pocas veces en mi vida he conocido a alguien que tan claramente haga aquello para lo que ha nacido, en este caso el pastoreo, algo, por cierto, que se hace exactamente igual que hace millones de años. Yo, con embargo, aún no tengo claro a qué dedicarme cuando sea mayor.

1 comentario:

Lourdes Castillo Blasco dijo...

Gracias Alberto, aún me estoy riendo.
Un beso
Lou