viernes, noviembre 30, 2007

Sorolla en LA FUNDACIÓN Bancaixa, 1ª parte

Premisa I. No resulta fácil hablar de arte cuando se dan cita dos o más personas. Rara vez se produce la comunicación. Por ejemplo, para poder avanzar en una conversación sobre un tema concreto de arte (una exposición, por ejemplo) habría que ponerse de acuerdo sobre qué es el arte y qué es lo que de él se espera. Si no hay acuerdo previo: desastre. No todo el mundo lo entiende de la misma manera ni busca en él lo mismo. Alguien puede acercarse al arte buscando placer estético y otro puede acercarse buscando la expresión de una emoción, o incluso la expresión de un concepto nada emocionante. Ante una misma obra un espectador podrá sentirse inquietado y por tanto gratificado debido a lo que del arte espera, mientras que otro podrá sentirse ofendido en la medida en que no se ajuste a sus estrictos parámetros basados en la belleza. Nos importará muy poco saber que el arte comenzó a desligarse de la estética desde su mismo advenimiento y nos importará menos saber que el formalismo es sólo una (de entre casi cientos) de las formas posibles de acercamiento al arte a través del juicio. La cuestión es que no resulta fácil hablar de arte entre dos o más personas. Sobre todo, y paradójicamente, si el arte en cuestión pertenece a un pasado, pues en él se junta la opinión en presente de lo que se encuentra justificado por su valor histórico. Una opinión que puede vincularse, o no, a ese pasado. Un arte (el juzgado) que pudo no ser (o sí) representativo de la época en la que se realizó. Muy complicado.

Premisa II. Voy a empezar esta premisa por lo que debía ser el final de la misma. Para evitar dudas. Allá voy: siempre he dicho, quizá a modo de boutade, que si verdaderamente existiera un paraíso y por tanto fuera ahí donde nos tuviéramos que reencontrar todas las buenas personas después de haber criado malvas, ese paraíso debería ser como un cuadro de Sorolla y por tanto digo, “me gustaría morirme en cuadro de Sorolla”. Ya sé que esto le sonará muy raro a mucha gente (incluso a muchos de los que creen conocerme), pero es estrictamente cierto que los cuadros de Sorolla son para mí paraísos absolutos. Llevo años frecuentando todas las pocas exposiciones que de él se hacen y comprándome todos los libros sobre su figura. Cuando miro atentamente algunos de sus cuadros muevo la cabeza de un lado para otro de un modo casi preocupante. Más o menos.

Pocos pintores tienen el don del talento pictórico. El mundo de las vanguardias, por otra parte, se pasó cien años intentando democratizar este talento (que sólo unos pocos poseían) con los resultados que todos conocemos. Se trataba de que la autenticidad del sujeto se impusiera sobre algo tan poco democrático como lo es la posesión de un don. Los pintores vanguardistas no tenían que ser juzgados por pintar mejor o peor, sino por sus dosis de originalidad, por su innovación, por su radicalidad, por su irreverencia, por su compromiso social, en fin, por su autenticidad. Así pues, lo primero era, para los modernos, anatemizar a los artistas que tuvieran facilidad para pintar. Como le sucedía a Sorolla. Si además lo que pintaban no se ajustaba a los parámetros de una Historia entendida de forma lineal (y evolutivo-progresiva), entones, sólo entonces... al desguace. “¿Luecitas y playitas habiendo tantas cosas que tomarse en serio, por ejemplo, epatar a la burguesía?”, que diría un moderno ceñudo y estirado.

Sorolla fue, en este aspecto y debido a ese don, ninguneado por la elite intelectual de su momento. Era, cómo decirlo, demasiado frívolo para esa generación tan sombría y con tan poco sentido del humor. Desde entonces y de manera obstinada Sorolla ha ido siendo relegado al cajón de los “innecesarios”, esto es, al cajón de los que entienden la forma, la luz, la técnica, la composición, etc como conceptos inextricablemente unidos al concepto arte.

Recuerdo que en una ocasión fui a ver una exposición de Sorolla con mi madre. Ella nunca ha olvidado aquel día, que por cierto me recuerda frecuentemente. Y todo porque le hice ver una pincelada roja intensa sobre la nariz de un bebé. Le dije que para poner aquel pegote intenso y rojo en la nariz de un bebé había que estar loco o ser un genio. Un genio de los pinceles, claro, de la pintura, que no del arte. “El arte, mamá, -le dije a mi contrariada madre- es otra cosa (distinta de esto) que ahora no merece ser protagonista de nuestra visita cultural. Nada tiene que ver Sorolla con Duchamp –continué-, motivo por el cual tenemos que conformarnos con hablar de belleza, de técnica, de luz, de maestría... de pintura, no de Arte”. Ella me contestó, “¿quién es ése otro que dices?”.

En cualquier caso, es absolutamente cierto que si uno descontextualizaba el rostro del niño de la luz ambiental, ese niño se convertía en un auténtico monstruo amorfo y hasta agresivo. Y es absolutamente cierto que ni uno solo de los sorollistas que le intentaron imitar se atrevió a tanto siquiera una vez en sus vidas. (Por cierto, no sé qué le ha hecho más dado a Sorolla, si el descrédito promovido por los intelectuales de su momento o los sorollistas que le sucedieron).

De la misma forma que Velázquez es (como aseguraba Dalí) el pintor que mejor ha pintado el aire, Sorolla es que mejor ha pintado la luz. Una luz menos mediterránea de cuanto se cree. Es el que mejor ha pintado la luz en sí misma, la luz incidente, que no la reflejada. El cursi de Renoir, por ejemplo, sólo pintaba la reflejada y no siempre con igual tino. Y sus gorditas eran un horror.

Menos mal que no todos los burgueses adinerados de la época eran adeptos a la Gran Historia y por tanto compraban arte a partir de su gusto personal educado y refinado, y no a partir de algún marchante ambicioso y cuentista. Son los que se acercaban al arte, no tanto por su valor histórico (posible) cuanto por su valor formal, el que se adentraba en la insondable cuestión del gusto personal, que no el del Presente Histórico. Gracias a ellos Sorolla pudo, además de pintar, pintar mucho, porque esa facilidad que tenía para pintar la encauzaba hacia la producción continua y compulsiva. Era fecundo además de genial.

Por circunstancias que no vienen al caso debo decir que yo trabajé año y medio en lo que fue el Centro Cultural de Bancaja y que ahora es Fundación. Cada vez que podía me escapaba a ver, en soledad, el cuadro Triste herencia, que tenían colgado en una sala sólo transitada por personal del centro. Triste herencia, sobrecogedor cuadro, impresionismo postexpresionista (si cabe la tontería). De todas formas, y aun cuando este cuadro me parece genial, cuando digo que quiero morir en un cuadro de Sorolla me refiero, claro, a cualquiera de esos cuadros en los que el tema es perfectamente intrascendente. Sólo a ellos, y cuanto más intrascendente, mejor. Un niño asomando la cabeza por encima del agua me basta para incontrolar mi cabeza.

martes, noviembre 13, 2007

Nihilismo y felicidad

Hace muchos años tuve un amigo que a menudo aseguraba que el verdadero acceso al conocimiento se logra frecuentando y cultivando dos prácticas: la lectura de los clásicos y el género epistolar. Entendía el género epistolar como una forma de exponer lo pensado que va más allá del lenguaje oral. Y es absolutamente cierto que la única forma de acceder a un pensamiento verdadero (profundo) deviene de haber ordenado por escrito lo que sólo eran simples chascarrillos más o menos agudos. De esta forma el conocimiento, la sabiduría, sólo tiene que ver con la inteligencia de forma tangencial. La capacidad intelectiva de desarrolla en los individuos que la desarrollan. La inteligencia (mayor o menor) es sólo un parámetro que incide en toda actividad. Así, una persona puede ser muy inteligente y, al mismo tiempo, una nulidad desde el punto de vista intelectual. Otra cosa sería hablar de felicidad. Hay tontos sumamente felices. Y sabios tristes.
Aunque, si nos atenemos a la realidad más actual, sólo cabe hablar de felicidad, ya que es la búsqueda de felicidad inmediata lo que hace que los jóvenes no lean a los clásicos (ni a los clásicos ni a los modernos) y que su género epistolar quede reducido a “anoxe sali fue xaxi me encntre con javi y le conte la peli je je je x”. Todo en ellos gira en torno a la búsqueda de la felicidad, sobre todo para nunca tener que ir después en búsqueda del tiempo perdido. Los jóvenes del ahora viven una suerte de descreimiento nihilista. Y en cierto modo son consecuentes: son ya muchos años los que se les lleva inculcando que no hay verdad más verdadera que otra y que todas lo son por igual. Podrán no saber qué es el relativismo pero lo practican con desesperación.
Hace poco comentaba (en post reciente de este blog) que las cabras les hacían más caso a sus pastores que a mí mis alumnos. No pretendía hacer una gracia con la afirmación, sobre todo debido a su dosis de veracidad. A mis alumnos nadie les tose porque desde la más tierna infancia les han enseñado a reivindicarse constantemente. A reivindicarse sin fin alguno, sin fin concreto alguno. No siempre hacen lo que quieren, pero no hacen nada que no quieran. Todo nivel de exigencia hacia ellos se ha ido rebajando hasta dejarlo a la altura de sus requerimientos. Los alumnos aprenden, sólo, lo que quieren. Aunque en última instancia no sepan qué es lo que quieren.
Ese descreimiento nihilista, ese vacío de esperanza que provoca la poca fe en la justicia social, les induce al rechazo de todo esfuerzo. El esfuerzo es sólo un parámetro posible, o mejor, un miniparámetro, un parámetro casi despreciable por nimio. Nada garantiza el esfuerzo. Los clásicos están muertos, más muertos que nunca, y escribir sólo es una forma de poder comprender. Algo que tampoco garantiza nada. Así, la justa distancia que se abría entre el aprender y el comprender (en todo aprendizaje tradicional) se ha estirado ahora hasta el absurdo. No quieren aprender porque el comprender no garantiza siquiera la diversión.