domingo, marzo 28, 2010

(El) Arte y (su) Técnica

Dijo el conspicuo Harald Szeemann respecto a su 49ª Bienal de Venecia, “La novedad este año es la incorporación a las actividades del bienal de arte del teatro, la música, la danza, el cine y la poesía” (El País, 2-6-01).

Es bien sabido que el Arte, en su evolución progresiva dictaminada ya en el origen mismo del concepto Arte, determinó sustituir progresivamente el uso adecuado de la técnica por la preponderancia de la Idea. O sustituir la necesidad de Belleza por la necesidad de una Historia Universal; o sustituir la necesidad del talento y las cosas bien hechas por la necesidad del genio y su sinceridad; o sustituir la técnica aplicada y el oficio artístico por el pleno derecho a ejercer la libertad. Es por esto que la pincelada y su dominio entendidos como necesarios (pero no suficientes) para conformar Arte iban a dejar paso, con el tiempo, a la eliminación de su dominio primero (primeras Vanguardias) y a la eliminación de la propia pincelada después (Dadaísmo).

No se trataba de que la pincelada cubista pudiera o no constituir Arte en función de una determinada maestría, sino de que el Arte pudiera quedar constituido a partir de cualquier tipo de pincelada (o cosa); no se trataba de que las rayas de Mondrian estuvieran mejor o peor hechas (técnicamente), sino de que expresaran su capacidad mística (y la del mundo occidental al completo). No se trataba, en definitiva, de que las pinceladas estuvieran mejor o peor hechas (de ahí que desaparecieran con el Dadaísmo o el Expresionismo Abstracto), sino de que demostraran lo maravillosa (y creativa) que es la Libertad. Se trataba, a diferencia de épocas anteriores, de que el fin Arte fuera incierto (como cuando el artista le daba una vuelta de rosca a la tradición) y a la vez totalmente imprevisible (como cuando el artista le da una vuelta de rosca “partiendo de cero”). Única forma, todo se ha de decir, de poder conseguir que Arte pudiera ser cualquier cosa, fin último de la Modernidad.

Todo sobrevino ante la necesidad de un mundo más justo, más libre, esto es más democrático: ¿por qué tiene que tener más derecho a ser artista aquel que posee condiciones o aptitudes (innatas o adquiridas) que aquel otro que, careciendo de esas condiciones es tan ser y tan humano como el primero y por lo tanto con los mismos derechos?, se preguntaba a sí mismo el Espíritu Moderno.

No hay posibilidad de que la técnica medie en la consideración de Arte, porque la transmutación de algo en Arte es absolutamente independiente de la excelencia que de ella se haga uso. La cuestión es que el colchón roto (roto por mí) que tengo en mi casa no es Arte por mucho que lo señale y me empeñe e mostrarlo a los directores de galerías de Arte; o mejor, el colchón roto que tengo en mi casa no es Arte mientras sea yo (y gente tan poco adecuada como yo) quien lo señale. El merodeo de un león sobre su presa es una técnica (aunque invariable e impersonal) porque depende de su ejecución el que coma más o menos, o incluso el que sobreviva o no. Pero no lo llamaríamos técnica si en su intención de comer algo, el león sólo pudiera conseguirlo debido a la suerte, o a la casualidad, o a sus buenos contactos, o a lo que decidieran los chimpancés del otro lado del planeta. La técnica es por definición lo contrario de la contingencia. Puede contar con la contingencia pero no puede fundamentarse en ella. Es decir, puedo ir a Nueva York y pasear el colchón roto por el Soho para tentar a la suerte, pero no puedo creer que el estatus del colchón roto dependa de ella.

La verdad es que no cabe mayor libertad para el artista. Pero tampoco peor infortunio, puesto que todo artista en estas circunstancias no podrá dejar de ser más que el simple producto de la contingencia publicitada. Un ser sin voluntad propia.

La Historia del Arte nace precisamente cuando, dada la intuición acerca de la imposibilidad del propio Arte que toma por objeto, se comienza a promocionar la Idea en detrimento de todo lo que la pudiera minimizar, es decir, nace cuando se comienza a promocionar lo intangible y por ello superior (lo divino, la Idea) sobre lo mundano (la técnica, siempre profana); nace cuando se comienza a sustituir la cada vez más cuestionada capacidad de comunicación por la siempre eficaz e indiscutiblemente libre capacidad de expresión; nace, en definitiva, cuando se comienza a eliminar la excelencia en la técnica como medio de consecución de un fin. Lo decíamos antes, no se trataba de que la espiral de Smithson estuviera mejor o peor hecha, sino de que representara el espíritu de la época en la que se produjo. Su aspecto no era más que pura anécdota y su ejecución un asunto despreciable. De hecho, poco importa qué tipo de excavadora se utilizó para realizar lo que ahora, además, no existe.

Así, si lo que trataba el bueno de Harald era mezclar todo para que todo tuviera el mismo valor (estatutario) porque en eso creía, entonces Harald hacía el ridículo, pues los marchantes y los coleccionistas saben que la representación de una obra de Arthur Miller no tiene el carácter sagrado (mercantil) que sí posee un cuadro de Stella. Aunque sólo sea porque el primero necesita de un público (por lo que la técnica es decisiva) y el segundo de un comprador (al que la técnica se la trae al pairo). Si lo que pretendía era simplemente incorporar las artes al Arte por hacer simplemente otra cosa “diferente”, entonces Harald daba muestras de un aburrimiento atroz, un aburrimiento inocuo a la par que infantil.


Nota. Y aquí retomamos de nuevo la frase de Vázquez Montalván: “la realidad es la realidad como el fútbol es el fútbol”. Así “el arte es el arte como el teatro es el teatro”. Por lo que cuando se habla de Arte se está hablando de aquello que normalmente (tanto vulgar como eruditamente) se entiende por Arte y no de lo que se entiende, por ejemplo, por cine o por literatura o por teatro. Es decir cuando se habla de Arte se está hablando de lo que hablan las revistas especializadas en Arte y no de lo que hablan las revistas especializadas en cine, teatro o literatura; se está hablando de lo que es el objeto de esas revistas especializadas en Arte, que no es, precisamente, objeto del análisis cinematográfico, literario, etc. Así, cuando se habla de Arte se habla de lo mismo que hablan los expertos en su correspondiente sección de Arte del suplemento cultural de turno, y no de lo que se habla en la sección de teatro de ese mismo suplemento; se habla de lo que “estudian” los alumnos de Bellas Artes y no de lo que estudian los alumnos de cinematografía; se habla de aquello que vamos a ver con la premisa de que es Arte y no de aquello que vamos a ver al cine o al teatro. No se trata de dudar del componente creativo del cine o del teatro (ni por tanto dudar de que sean artes), sino más bien, de atenernos a lo que los medios nos conculcan en la divulgación de la noticia del Arte (ya sea del Arte actual ya sea del Arte histórico).

viernes, marzo 26, 2010

Nota aclaratoria

Viene a ser habitual que la gente reduzca el tema del Arte sólo al producto mismo que lo representa. Y viene también a ser habitual que el espectador no experto centre todo su desconcierto (que muchas veces se torna en rabia debido a la incomprensión que le suscita) sólo en ese mismo producto. Olvidando que el Arte es el conjunto indisociable de elementos formado por: marchantes, directores de museos, casas de subastas, expertos (críticos, filósofos), coleccionistas, obras de Arte y artistas (sí, también artistas). En efecto, toda esa gente que debido a su incertidumbre protesta contra el Arte (Moderno y Contemporáneo) suele centrar sus iras sólo contra el producto. Y en los medios de comunicación hay casos constantes de intelectuales que creen ser políticamente incorrectos (y valientes) cuando se atreven a hablar públicamente del engaño que les parece el Arte Contemporáneo. Creo que, en cualquier caso y a pesar de todo, se necesita muy poco valor para decir lo que uno piensa en materia estética.
Como habrá observado el lector de este blog apenas se hace uso del Juicio de Valor en materia del producto Arte (Contemporáneo).

Así, en contra de lo que viene a ser habitual, aquí rara vez se cuestiona el producto (en genérico), pues el producto está ahí para que cada uno elija la relación que quiere mantener con él. En este sentido para mí el producto Arte es equivalente al producto Embutidos, por ejemplo. Puedo posicionarme respecto a una butifarra determinada en función de si me gusta más o menos atendiendo a la cantidad de cebolla que contenga. Y todo sin necesidad de quejarme de la inmensa mayoría de butifarras que, según mi parecer, no dan a la cebolla la importancia que se merece. Tampoco me quejo de las casas de subastas ni de lo que dicen los coleccionistas, pues pienso que las primeras están en su derecho legítimo de velar prioritariamente por sus finanzas y los segundos están en su pleno derecho de gestionar como quieran su aburrimiento, su inseguridad y sus estipendios. Tampoco me quejo de los marchantes porque también pienso que existe cierta coherencia entre lo que saben y lo que hacen. Y tampoco hablo de los artistas (a no ser que se comporten como expertos) porque bastante tienen con ser los artistas, esto es, las marionetas (unas con un poquito más de dignidad que otras) de todo el entramado de poder.

Aquí sólo me interesan los expertos, que pueden ser y son los críticos y los directores de museos. Y sólo me interesan ellos porque son los que con su PALABRA legitiman un producto que, como es sabido, es consecuencia de la Pura Contingencia. Así, no se trata tanto de cuestionar el producto cuanto de analizar los discursos que, con toda probabilidad, impiden el verdadero ejercicio de la Libertad… del espectador. En resumidas cuentas, no se tratará tanto de saber si Verde sobre morado (1961) de Mark Rothko es una buena obra de Arte o una tomadura de pelo, algo absolutamente irrelevante, cuanto de analizar las formas y las consecuencias de afirmaciones del tipo: “Ésta es una obra maestra absoluta, una de las mejores en la producción de Rothko. [...]. Ésta es una obra exigente para el espectador. Le pide muchas renuncias y le clava en una especie de inmovilidad.” (Tomás Lloréns. El País, 27-7-2002).

Por ejemplo, Félix González-Torres elaboró en 1991 una obra que se llamó Lover Boys y que consistió en el amontonamiento de 160 Kg. de caramelos azules y blancos en la esquina de una habitación (para el consumo de los invitados). La obra fue vendida en subasta (año 2000) por un valor de 456.000 dólares. Pues bien, no es de mi interés cuestionar el valor ni estético ni epistemológico ni ontológico de la obra siempre en función del gusto (por mucho que haya leído sobre Arte será mi gusto lo que determine mi opinión). Y mi opinión respecto a la obra es, como espectador que soy, absoluta y perfectamente irrelevante. A mí lo que verdaderamente me interesa es la PALABRA a través de la cual puedo (debo) yo saber qué es Arte y por qué. Me interesa la afirmación de Nancy Spector, comisaria de Arte Contemporáneo del Museo Guggenheim, respecto a la obra: “La elegancia de su obra invita a la contemplación, e incluso a la ensoñación. La provocación de la obra reside en su carácter de final abierto, su rechazo a imponer un significado cerrado”.

Don Thompson, en su interesante libro El tiburón de 12 millones de dólares se pregunta acerca de los factores que confieren valor a las Obras de Arte, su respuesta (de economista y coleccionista) es: “[el valor] es determinado en primer lugar por los principales marchantes, después por las casas de subastas de marca, un poco por los conservadores de museos que albergan exposiciones especiales, muy poco por los críticos de arte y prácticamente nada por los compradores [y por algunos pocos artistas que logran promocionarse a sí mismos]”. Así, los que con su discurso hacen el caldo gordo a los verdaderos beneficiarios son los que a mí me interesan, aunque apenas influyan en el valor de cambio que alcanza el producto Arte. Quizá por eso me interesan. Son los que corroboran la idea de Arte a partir de unos objetos que nacieron necesariamente de una estrategia pura de marketing. Nacieron como Arte a partir del marketing y sólo su valor mercantil corroboraría el éxito de la empresa. Fíjense de todas formas que Thompson apenas habla de artistas (si es que no son, además, promotores), pero sobre todo fíjense más en la frase y verán que de lo que no habla es espectadores.

Hago esta nota aclaratoria por dos motivos: uno para aclarar (valga la redundancia) lo que aún viene siendo malinterpretado por muchos de mis pocos lectores. Y dos para prevenir a los lectores de este blog de lo que les espera, pues conforme más escribo sobre el tema más descubro lo que queda por escribir. Necesito dejar constancia de que me interesa todo aquello que me pueda permitir COMPRENDER, porque lo que es sentir ya siento ante lo que como Arte se me ofrece; porque lo que es gustar ya gusto de lo que como Arte se me presenta. Lo que quiero, en definitiva, no es sentir o gustar de lo que se me ofrece, pues ya lo hago, sino COMPRENDER, algo que sólo será posible a través de los expertos, esa especie de electrones que giran alrededor de un núcleo; es decir esa especie de comparsas que giran alrededor de un magnate.

sábado, marzo 20, 2010

Expertos en arte (y espectadores acobardados) V

Cuando veo en invierno un tullido por la calle mostrando su desgracia a la intemperie me sobrevienen ciertas preguntas. Cuando abro una manzana y la encuentro llena de gusanos también me sobrevienen interrogantes. Cuando me quedo encerrado en el ascensor me hago preguntas. Como también me las hago cuando me entero de que un hombre ha muerto porque, paseando por la calle, ha sido alcanzado por una maceta. Me hago preguntas ante la impotencia del dolor, así como ante la risa que producen los tropezones de la gente. La diversidad de opiniones ante la globalización me plantea preguntas, pero no menos de lo que me las plantea el hecho de no saber en qué consiste la globalización. Entrar en un hospital me hace formularme ciertas preguntas. Salir del teatro también. Incluso me las hago cuando no tengo otra cosa que hacer. Así, ad-libitum.

Lo decíamos en otro post: la posibilidad de formularse preguntas forma parte de la condición humana. Por otra parte, el Arte podrá constituirse con el fin de plantear preguntas al espectador, pero no dejaría de ser más que una posibilidad entre las infinitas posibilidades. Y aún cuando admitiéramos que todo Arte nace de la intención de formular preguntas, nada ni nadie podrán garantizar que la recepción sea la pretendida en las intenciones. El Arte puede serlo por poder invocar la interrogación, pero no puede constituirse en la obligación de hacerlo. Es decir, el Arte no se da por plantear preguntas, por mucho que algunas Obras se las planteen a algunos espectadores. No se da por plantear preguntas de la misma forma que tampoco se da por ser bello y mucho menos por la intenciones de los autores. En Arte, lo sabemos, no puede haber condiciones previas y mandatadas por las que poder estipular lo que puede serlo y lo que no. Y vimos también en otro post lo que decían al respecto a todo ello Lars Nittve, Borja-Villel, Calvo Serraller y Juan Manuel Bonet.

Quizá se deba a que los expertos hayan creído de verdad que la metodología (premisas y conclusiones, argumentaciones…) de la Filosofía sea equiparable o extrapolable a la del Arte. Quizá porque el Arte ha llegado a creer, por ingenuidad y prepotencia, que se encuentra en un plano similar al de la Filosofía (error que ya apuntó Schlegel). Gadamer, por ejemplo, llega a la conclusión sensata y muy razonada en Verdad y método de que tener experiencia no significa alcanzar una nueva verdad, sino aprender a plantearse nuevas preguntas. Pero después llegan los expertos en Arte, ansiosos de intelectualizar el “objeto ininteligible”, ansiosos de encontrar una explicación adonde asirse, y nos dicen “la intención del artista no es abastecer de respuestas a las preguntas ya hechas sobre lo cotidiano, sino al contrario, añadir nuevas preguntas a las antiguas, precisando así los problemas, fracasos y contradicciones del mundo actual” (María de Corral. El Cultural 25-10-00).

Para aceptar tan bienintencionada (pero auto-des-responsabilizadora) opinión de la experta deberíamos aceptar: primero que las intenciones, del artista o del experto, son definitorias en el arte y aportan verdaderamente el sentido pretendido. Lo cual, como bien sabemos, es absolutamente falso, pues el contenido (el significado ligado al sentido) de una Obra es ajeno a la voluntad del autor; segundo que los problemas, fracasos y contradicciones del mundo actual no son conocidos antes de que alguien nos los muestre artísticamente. Lo cual es más que discutible (otra cosa sería analizar la diferencia que puede haber entre conocer los problemas del mundo a través de nuestra experiencia y conocerlos través de la experiencia de otro, que además nos presenta esos problemas en forma de pregunta artística); tercero que no existen preguntas mal formuladas. Lo cual es falso: hay muchas preguntas mal formuladas y el arte no tiene por qué escapar a esa máxima; y cuarto que la comunicación entre autor y receptor es efectiva y eficaz. Lo cual resulta desmentido por todos los estudios interpretativos que se han tomado la molestia de analizar el Arte Moderno. Y además este cuarto nos devuelve al primero, al de la futilidad de las intenciones del autor.

Siendo así, ¿qué significado puede tener la afirmación que reza: “la función del Arte es plantear preguntas? Respuesta: Ninguno. Quizá por eso, en un artículo que recababa la opinión de varios expertos, decía Soledad Lorenzo (conocida por ser, posiblemente, la que más Arte Contemporáneo vende de España): “Lo importante es que el ser humano siga haciéndose preguntas” (El País, 26-8-00). Intelectualidad (compleja) a raudales, como puede observarse en los expertos en Arte.

En un mundo donde los marxismos y posmarxismos han hecho de los relativismos puro fundamentalismo, los expertos se esfuerzan por aparentar “buen rollo” y transigencia. Veíamos en ese otro post la tortuosidad que emanaba de la afirmación de Vicente Todolí cuando fue nombrado nuevo director de la Tate Modern: “Yo no soy quién para decidir qué es arte y qué no es arte, pero sí para decidir lo que me interesa y lo que no” (El Cultural, 16-1-03). La tortuosidad derivada de una inquietante suma de buenrrollismo (“no soy quién…”) y cinismo (“pero sí para decidir…”). Por otra parte Joao Fernandes, director del Museo Serralves de Oporto dice, “Me interesa que el museo se afirme como un concepto de interrogación continua de su relación entre la plástica y la sociedad” (El País, 16-6-03). Pero no siendo suficientemente filantrópico con esto decide ir un poquito más lejos y a renglón seguido nos dice (respecto al tema que trata todo este post) lo siguiente: “Un museo no es una fábrica de teoría, sino un laboratorio de experiencias que permite a cada uno confrontarse y desarrollar las teorías que quiera sobre el arte”. El ínclito Bonito Oliva dice: “Hoy el artista se plantea el problema de la comunicación. Se trata de comunicar, pero, ¿qué? La informática comunica productos espectaculares, simplificados; el arte, en cambio, crea productos complejos que plantean preguntas más que ofrecer respuestas” (El País, 9-2-00). Y por si faltara poco, el arquitecto más teórico –y por tanto más artista- de todos dice, “Un edificio debe plantear preguntas no responderlas” (Peter Einsenman. El País, 23-3-02).

Y volvemos, para finalizar, a hacernos la pregunta de antes pero cambiando un término: ¿qué sentido puede tener la afirmación que reza: “la función del Arte es plantear preguntas”? Respuesta: todo mientras la estrategia contenida en el mismo aserto se demuestre perfecta para evitar las explicaciones convincentes que el espectador demanda. Explicaciones, claro, que nunca llegan al espectador, pues la estrategia del Arte (de los expertos) consiste en que sea el mismo Arte el que plantee preguntas.

miércoles, marzo 17, 2010

Impotencia/prepotencia

La humillación no es tanto algo que se inflige cuanto algo que se siente. Puede existir, desde luego, voluntad de infligirla, pero si alguien se niega a sentirse humillado de poco le valdrán las intenciones al canalla. Así, la humillación es más un sentimiento que una actitud y por tanto se encuentra más cercano al que la sufre que al que la inflige. Yo sentí cierto tipo de humillación (menor) cuando rondaba los 20 años y el sentimiento se encontró relacionado con el asunto del Conocimiento. Del Conocimiento ligado a mi propia coyuntura vital del momento en relación al pasado. Es decir, del Conocimiento ligado a mi propia experiencia. Se trató, como digo un sentimiento y llegó, lógicamente, provocado por la experiencia vital del otro. No puede haber sentimiento de humillación sin el otro, ese otro que lo induce, que lo provoca, haya o no voluntad de infligirlo. Y todo sin olvidar que el sentimiento de humillación es eso, un sentimiento, y que por ello es indiscutible más allá de poder ser desmedido o (in)evitable.

Me explico: en aquella época y desde los 17 años el cine ocupaba gran parte de mi vida. Acudía a las salas con una frecuencia casi enfermiza: machacaba los bonos de la Filmoteca y era asiduo a los cineclubs donde alternaban rarezas con películas de culto. Leía las dos únicas revistas de cine que había y viajaba ex profeso a Madrid para ver todo lo que se proyectaba en los Alphaville o en el Azul sin discriminación alguna. Vi en la Filmoteca Valenciana ciclos completos de Aldrich, Dreyer, Bodganovich, Rosellini, Welles, Antonioni, etc., etc., films inéditos de Buñuel y de Bergman, rarezas de Altman, curiosidades de deindependientes americanos… Y tengo para mí, que quienes antes de los 20 años habíamos visto Bolow up (Antonioni), Persona (Bergman) o Roma (Fellini) éramos jóvenes como mínimo diferentes. Más incluso que aquellos que habían leído Rayuela o Pedro Páramo.

Con todo ello, me resultaban francamente enriquecedoras las conversaciones con aquellos amigos que compartían mi afición aun cuando en ocasiones tuviéramos muy distintos puntos de vista. Ahí es donde, precisamente, se encontraba la causa del enriquecimiento, en lo que podría denominarse argumentación necesaria, en la argumentación necesaria de un sentir estético. Puede decirse que ante la necesidad de argumentar los conocimientos sobre la materia crecían exponencialmente. De hecho el Conocimiento provenía no tanto del mirar cuanto del mirar analíticamente (estéticamente, poéticamente…). Recuerdo discusiones memorables (y algunas furibundas), algunas en relación a lo concreto (Grupo salvaje) y otras más orientadas a lo genérico (Cine americano, Eric Rhomer). Y recuerdo cómo esas diferencias, aun en el fragor de la acalorada discusión, nos amigaban al tiempo en que dilataban nuestros particulares saberes. Y recuerdo cómo en la argumentación las diferencias se difuminaban porque las posiciones tendían a la comprensión del otro. Toda esa forma de mirar (cine) se encontraba, epistemológicamente hablando, bastante alejada de una mirada naif o primitiva, pues el ansia de Conocimiento se encontraba en un plano confluyente con el ansia de placer, tan propia de quien va al cine buscando sólo entretenimiento. En resumidas cuentas, esa forma de mirar (cine) me resultaba enriquecedora debido, precisamente, a la comunión de experiencias que compartíamos unos cuantos amigos.

El caso es que por aquella época me relacionaba mucho con unas primas de mi edad con las que compartí toda mi adolescencia. Una de ellas comenzó a aficionarse al cine por aquella época, así que sabiendo de mi interés por él trataba a menudo de introducirlo en el tema de conversación. Yo, intuyendo el peligro que tal situación auguraba, intentaba esquivarlo siempre, pero cuando éste se hacía inevitable trataba de apartar comentarios que pudieran parecer eruditos o pedantes. Vano esfuerzo, pues antes o después llega el momento de la verdad, aquel que enfrenta dos grados, dos niveles que son conciliables sólo cuando ambas partes son sabedoras de su particular grado. Lo cual no fue el caso.

En efecto, en una de las primeras aproximaciones que tuvimos mi prima se vio obligada a interpelarme a bocajarro: “¿pero tú quién te has creído que eres?, ¿acaso crees que tú estás en posición de la verdad?, ¿acaso crees que tu gusto vale más que el mío?, ¿cómo te atreves a menospreciar mis opiniones?”, etc. La cuestión es que yo me había atrevido a calificar de mala una de las películas que a ella le había entusiasmado. Yo quise apaciguar sus ánimos pero la suerte estaba echada y no fue posible la marcha atrás. Y el que más perdió fui yo: primero porque me sentí aturdido ante la asertividad de su desprecio y no supe qué argumentar a mi favor, pues nada se me ocurría que no pudiera empeorar las cosas; y segundo porque ella hizo partícipe a su-mi familia de aquella primera discusión y desde entonces ya no me ha abandonado el estigma de raro. Que así es como se estigmatiza generalmente a los jóvenes que se apresuran a romper el ciclo natural. Y es cierto que ante su perorata me sentí humillado, pues con todo no supe (¿) defender mi posición.

La ruptura no careció de lógica ya que su planteamiento vital ante el cine poseía demasiadas diferencias respecto al mío. En primer lugar, ella era lo que podría denominarse una aficionada al cine de estreno, por lo que no existía interés alguno por el pasado, y tampoco existía en ella intención alguna de Conocimiento, por lo que todo análisis se le hacía innecesario. En cualquier caso, insistamos en ello, fue ella la que venció, pues el hecho acaecido sólo podía narrarse públicamente (popularmente) desde su punto de vista. Según su narración era yo el que con mi afirmación la insultaba, pues ella estaba en su derecho de gustar de lo que fuera y yo no tenía ninguno derecho menospreciar ese gusto. Naturalmente yo no menospreciaba su gusto, pero eso es algo que jamás habría podido hacer entender a quien de entrada no admitía diferencia de grados en la capacidad analítica (no tanto del cine como de la propia experiencia) y por tanto tampoco entendía, ni quería entender, de grados de excelencia en la ejecución de un producto (en este caso cinematográfico). O sea, ella jamás habría admitido que yo NO menospreciaba su gusto. De hecho, el gusto de cada cual es lo de menos ante lo que resulta verdaderamente importante: el análisis y la consecuente capacidad de Conocimiento. Lo que Stanley Cavel llama intelecto sensible. Se trataba en definitiva del enfrentamiento de dos actitudes arquetípicas: la de quien quiere entender la vida y la de quien pasa por la vida.

(Por cierto, esa voluntaria ignorancia epistemológica de quien admite tenerla se encuentra siempre estrechamente vinculada a la maldad cuando tal ignorancia es usada para intentar anular a quien carece de ella (en base a un reivindicado relativismo cultural). Por eso precisamente son tan peligrosos los ignorantes (o los incultos) cuando a su condición se suma la del complejo de inferioridad).

Su gusto era indiscutible a la par que legítimo y en mi afirmación nada había de argumento ad-hominen. Lo que sucede es que su argumento SÓLO se sustentaba por su particular gusto personal, con lo que ello suponía: el rechazo de todo posible canon configurado por los sucesivos análisis eruditos de todos aquellos que habrían elaborado una para ella innecesaria Historia del Cine. No cabría la posibilidad de que hubiera películas mejores o peores, pues tal hecho podría concebirse como un insulto para quien no participara de alguna afirmación. Porque en realidad, y aun cuando ella creyera lo contrario, la discusión nunca se redujo a una cuestión de gustos. De hecho, y como le insistía, yo puedo disfrutar de una mala película porque el placer es algo que adviene muchas veces ante lo insospechado y nada tiene que ver con dogmas. De lo que se trataba era, precisamente, de desvincular el gusto, siempre tan etéreo, de cualquier afirmación que tuviera en cuenta los grados de excelencia, que SÍ existen. Por lo que la susodicha película podía ser mala con independencia de que pudiera gustarle.

Pero nada, no había nada que hacer, nuestro encuentro era imposible: respetando su gusto yo hablaba desde el intelecto vinculado a la experiencia estética, mientras ella hablaba de emociones vinculadas a su gusto personal pero sin respetar mis conocimientos. Yo hablaba de excelencia trascendente, por lo que mi discurso se basaba en el intelecto, mientras ella hablaba de sensaciones, por lo que su discurso se basaba en lo sensible. Pero como decía Schiller, “Vulgar es todo aquello que no atañe al intelecto y que no despierta otro interés que no sea el sensible”. Siendo vulgar un adjetivo que se asocia a lo necesariamente mayoritario, es decir, a lo popular.

Podrá parecer mentira pero todos estos recuerdos me han venido despertados por una discusión radiofónica mantenida entre Arcadi Espada y Julia Otero (a partir de unas declaraciones de Rosa Díez). Pues bien, no se trata tanto de exponer el caso para tomar partido (quien quiera que acuda a youtube y lo busque) cuanto de expresar mis conclusiones respecto a este paradigmático enfrentamiento entre dos modos de expresión ideológicas: el de quien se encuentra del lado del intelecto (y cuyos análisis se encuentran razonados en una estructurada cadena causal de pensamientos elaborados) y el de quien se encuentra del lado de las emociones (y cuyos análisis se fundamentan en una necesaria intuición). El primero, por forzosamente minoritario, es impopular, y el segundo, por forzosamente populista, es demagógico. La incomunicación entre ellos suele ser total. Y quien suele vencer es, generalmente, el segundo.

jueves, marzo 11, 2010

Expertos en Arte (y expectadores acobardados) IV

Dos premisas. El término Arte es indefinible en la medida en que toda posible definición sería reduccionista en cuanto a sus posibilidades reales de efectividad. Cualquier definición negaría el mismo fundamento del Arte, el de representar el verdadero producto de la Libertad. Y por otra parte están los expertos, que son quienes nos dicen (a los espectadores) dónde se encuentra el Arte y por qué lo es, en todos los medios de comunicación posibles, especializados o no.

Del experto. El experto es, en definitiva, la persona que con sus argumentos nos orienta (a todos, a todos los no expertos) en la difícil tarea de tener la necesaria y suficiente sensibilidad respecto a lo que como Arte se nos presenta. Si alguna forma hay de saber qué es eso del Arte, esa forma se encuentra plenamente vinculada a los expertos y a los medios a través de los que nos comunican dónde está y por qué lo es. Si el Arte fuera otra cosa distinta a lo que nos dictan los periódicos y revistas especializadas, a través de las opiniones de los expertos, no tendría sentido la existencia de toda esa información. Ni la de los mismos expertos.

De la in-definición del Arte. Pero, de la misma forma que no sabemos qué es el Arte (en cuanto a su posibilidad de definición se refiere), lo que también deberíamos saber es lo que no es. O sea: precisamente porque sabemos que el Arte no puede quedar definido con nada que lo limite en su capacidad de dar cuenta del Todo (el de todo lo que conforma el Arte), sabemos que toda definición sería engañosa cuando no directamente falsa. Aceptar una definición, cualquiera que fuere, significaría negar aquello que tan perfectamente representa el Arte, la Libertad (la posibilidad del Todo); significaría negar lo que no sólo es un logro de la evolución del Arte, sino aquello que otorga sentido a que éste sea lo que es; significaría negar aquello que otorga sentido a que todo pueda valer; significaría negar la misma Libertad sobre la que se ha fundamentado toda esa evolución. Resumiendo: si no podemos saber qué es el Arte (en base a una definición), por las mismas razones sabemos qué no puede serlo. Así que, si aceptamos que nada puede definir el Arte tenemos que aceptar que toda definición que se haga de él será engañosa si no falsa.

Es más, la imposibilidad de definición proviene de la necesidad de cumplir a rajatabla el fundamento del proyecto moderno; en este sentido, es cierto, toda acotación (“Arte es...”) sería reduccionista y por tanto no daría cuenta real de lo que el Arte representa. Por ejemplo, si alguien dijera públicamente que Arte es experiencia, sabríamos que nos está diciendo una tontería pues Arte no puede ser experiencia de la misma forma en que no puede ser cualquier otra cosa (como definición). No puede ser experiencia de la misma forma que no puede ser intensidad, por ejemplo. Sería tan vago y tan cursi como por ejemplo decir, para otros menesteres, “we can”. Vago porque decir “we can” es, en verdad, decir nada; y cursi por lo vergonzante de la pretenciosidad. “We can”, ¿qué? Experiencia, ¿de quién?, ¿qué intensidad? En cualquier caso, podría aceptarse que el arte es experiencia, pero sólo si aceptamos que por ello los expertos son absoluta y perfectamente innecesarios, puesto que la experiencia de todo espectador sería legítima hasta el punto de hacer innecesaria la presencia del experto. Se diera donde se diera tal experiencia.

Perogrullada. Hablar de Arte es asumir antes que nada y por encima de cualquier otra cosa, que sólo habrá Arte mientras haya cosas que no lo sean. Es decir, el Arte sólo puede entenderse desde la existencia de esas otras cosas que, por no ser Arte, le confieren un cierto valor a las que sí lo son. Son las cosas profanas las que confieren valor a las sagradas. Así, si aun sabiendo que la conciencia de lo profano es una consecuencia del culto al Arte un experto en Arte dijera que la función del Arte no es ofrecer respuestas sino plantear preguntas, ese experto estaría de alguna forma diciéndonos una tontería. No sé si habría mala intención, pero sí por lo menos tontería. Los expertos son quienes con sus opiniones nos orientan cada vez que el Arte es noticia (la última retrospectiva de Tàpies, la llegada de Rothko, Arte Iberoamericano, la Colección Grothe, la última en la Malborough, etc.), con independencia de que los entendamos o no y con independencia de que ese Arte nos guste o no. Nos orientan con sus opiniones legitimadoras. Así, si un experto en Arte afirmara que su función es la de plantear preguntas (en vez de orientarnos en el entendimiento y la apreciación de lo que como Arte se nos impone), lo que estaría es dando muestras de su incompetencia cuando no de su cinismo.

Podemos aceptar, por no saber qué es eso del Arte, que éste pudiera constituirse en algún caso a través de una pregunta, pero lo haríamos por las mismas razones que confieren el derecho a poder constituirse a partir de lo contrario: proponiendo algún tipo de respuesta. Es decir, el Arte podría constituirse como un modo de plantear preguntas, pero sólo por las mismas razones que podría no hacerlo. De tal forma, el Arte no lo es por plantear preguntas. De ahí que pueda resultar, como mínimo despectivo, que ante la incomprensión suscitada por el Arte el experto vuelque sus responsabilidades de intermediario en el propio espectador desorientado. Sobre todo cuando sabemos que la principal y fundamental función de los expertos es la de orientarnos con sus opiniones a los espectadores en nuestro acercamiento a la Realidad del Arte.

En todo caso, decir que el Arte debe plantear preguntas y no ofrecer respuestas ¿no sería una forma reduccionista de entender el Arte?, ¿no sería una forma de coartar la libertad de quien no se identifique con tanta interrogación? Podemos aceptar que no haya respuestas que puedan considerarse universales, pero en ningún caso ello implica que no haya respuestas, si bien pueden ser tan coyunturales como las propias preguntas. Además, el hecho de que no haya respuestas con valor universal no quita para que haya respuestas entendidas como indicios que puedan ayudarnos a sobrellevar tanta insoportable duda. ¿No?

Decir que el Arte debe plantear preguntas es tan inocuo como presuponer que el Arte lo es por ser interesante. En realidad todo es interesante salvo para un imbécil. De la misma forma, cualquier cosa plantea preguntas salvo para un cretino. Sin ir más lejos Donald Judd decía (según Olivier Mosset) que “cualquier cosa puede ser arte siempre y cuando sea interesante y que por lo tanto la idea consistía en hacer algo que no fuera interesante”. Por otra parte, decir que el Arte lo es por dejarnos perplejos, además de eliminar mucho de lo que como tal se nos presenta (y por tanto eliminar la condición democratizante sobre la que pretende sustentarse la propuesta del Arte), sería tan absurdo y reduccionista (pero menos vago) como decir que el Arte es experiencia –o intensidad-, por ejemplo. Es, si aceptáramos que el Arte, por “definición” provoca necesariamente perplejidad, debemos aceptar que, por ello, nada que se nos presente en forma de Arte podrá provocárnosla.

Vamos allá:

“La función del museo no es dar opiniones sino plantear preguntas” (Lars Nittve, exdirector del Tate Modern).

“El arte, a diferencia de otras disciplinas científicas, es algo que, más que aportarnos respuestas, cuando no es académico, nos plantea preguntas y nos deja en una cierta perplejidad”. (Manuel Borja-Villel, exdirector del MACBA y director del Museo Reina Sofía)

“Pero si me interesa la obra de Manglano-Ovalle no es por lo que tiene de precipitado a partir de la suma de tecnología punta e ideología humanitaria [...] sino porque logra emplazarse en un más allá o en un más acá decididamente poético, donde las cosas se presentan con una evidencia luminosa, que, más que darnos explicaciones, nos dejan en un fecundo estado interrogativo”. (F. Calvo Serraller).

“Yo no soy quién para decidir qué es arte y qué no es arte, pero sí para decidir lo que me interesa y lo que no” (Vicente Todolí, exdirector del Museo Serralves y actual director de la Tate Modern de Londres).

“El arte es intensidad, y es experiencia, experiencia del mundo. Algo que une a los hombres en lugar de separarlos. Un lugar donde nos encontramos mucha gente de diversa procedencia ante obras que nos interrogan”. (J.M. Bonet, exdirector de varios museos)

Así, el experto es quien reniega de las opiniones en el Arte aun cuando lo que haga sea opinar cada vez que abre la boca o señala; es quien reniega de las opiniones aun cuando la suya sea fundamental en la legitimación de toda obra de arte; se desentiende de sus opiniones, que son las que legitiman como Arte lo que era una simple posibilidad, con el único fin de desentenderse de las opiniones de otros, de esos otros que acuden a él para entender lo que como Arte les viene impuesto por el mismo experto; es el intermediario entre la obra y el espectador aun cuando su intermediación consista en decir que nada tiene que explicar ante un producto cuyo fin es provocar preguntas; es un intermediario, pues, que descarga sobre el espectador la responsabilidad de hacer lo que su propia incompetencia no le deja hacer; es quien dice que su función no es opinar pero insta a los espectadores a estar de acuerdo con él so pena de vivir en la más atroz ignorancia o de poseer la más penosa insensibilidad; es quien usa el plural mayestático para explicar lo que hay que sentir ante una obra de arte sobre la que no (se) puede opinar; es quien opina que el arte es experiencia sin decirnos en qué consiste esa experiencia aun cuando opine que sólo hay arte cuando éste nos deja en perplejidad; es quien dice lo que le interesa aun cuando eso no pueda, según él mismo, ser una opinión; es quien dice lo que es interesante aun cuando haya dicho que en el Arte no tienen importancia las opiniones; es quien dice que él no es quien para decidir qué es Arte y qué no lo es aun cuando no haga otra cosa cada vez que abre la boca o señale; es quien en público dice lo que le interesa y lo que no al tiempo que dice que no es quien ni para opinar ni para decidir lo que es o no Arte, aun cuando lo decide cada vez que dice lo que le interesa y aun cuando se pase la vida opinando (que no es otra cosa que hablar de lo que le interesa).

Por cierto, y por hacer referencia a la última frase de Bonet, dejo al lector la capacidad de decidir qué le parecería la siguiente reflexión: “el deporte de la natación es saludable porque estira y tonifica los músculos en lugar de destrozarlos”. O esta otra: “la gastronomía es apasionante porque nos ayuda a ser más humanos en vez de incitarnos al canibalismo”.

domingo, marzo 07, 2010

Ignorancia y estupidez a día de hoy (6-3-10)

Los hechos. Si hay un objetivo previo a toda actuación periodística ese sería la fijación de los hechos. Conocer los hechos es el previo de toda información que pretenda estar a la altura deontológica de la profesión periodística. Para ello es necesario, primero creer que los hechos existen y segundo considerar que existe una forma aproximadamente objetiva de abordarlos y narrarlos. Por ejemplo, nadie puede decir que la Realidad es el producto de una convención lingüística y después posicionarse a favor de un determinado aserto debido a sus connotaciones ideológicas. Esto es: un escéptico radical debe, por principios, renunciar a la ideología.

En efecto, los hechos son los que son. Y como decía Vázquez Montalbán “la realidad es la realidad como el fútbol es el fútbol”. El hecho que aquí nos ocupa sucedió ayer y sus consecuencias formaron parte de otro hecho relevante. El hecho fue que los responsables del MuVIM (Museo Valenciano de la Ilustración y la Modernidad) decidieron retirar 8 fotografías pertenecientes a la exposición “Fragments d’un any” (“Fragmentos de un año”), exhibición que pretendía recoger las instantáneas más relevantes del fotoperiodismo valenciano.

Puede decirse de una forma menos eufemística: el hecho es que los responsables del Museo han censurado, a las pocas horas de haber inaugurado la exhibición, 8 de las fotografías expuestas. Motivo que ha dado lugar, en el transcurso del mismo día, a ese otro hecho relevante: la suspensión de la exposición “Fragments d’un any”.

La fotografía. La fotografía es la fotografía como el fútbol es el fútbol. Da lo mismo que se piense en ella en términos estructuralistas, que en términos lingüísticos, que en términos deconstructivos. Da lo mismo que se piense en ella en términos de huella (del pasado) que en términos de analogía (icónicos). Da igual que se piense en la fotografía bajo preceptos filosóficos que bajo preceptos lingüísticos si después la fotografía es la fotografía como el fútbol es el fútbol. Es entonces cuando comprobamos la futilidad del Pensamiento; sobre todo cuando de lo que se trata es de juzgar la Realidad (y no el propio Pensamiento). En efecto, comprobamos la futilidad del Pensamiento cuando, tras haber analizado el término durante años y haber llegado a conclusiones redefinitorias del concepto, observamos lo poco que ha influido en el pensar de la masa (y perdón por el término).

Ahora mismo acabo de leer un libro cuya obsesión es demostrar que la Fotografía no reproduce la Realidad, por lo que sólo puede representar un simulacro de ella (Fantasmagorías, Clément Rosset). ¡A buenas horas mangas verdes!, pues como sabemos eso es algo que vienen haciendo muchos pensadores desde que Barthes publicara su ensayo masturbatorio La cámara lúcida. Demostrar que lo fotografiado no coincide con la realidad de lo fotografiado es, a estas alturas de la corrida, como querer demostrar que los muertos de las películas no son muertos de verdad. Pero una cosa es que el Pensamiento no incida en la sociedad y otra que el Pensamiento carezca de niveles de excelencia (si bien estos sólo pueden valorarse desde dentro del propio Pensamiento). Es decir, lo que dice Rosset estaría bien si su teoría fuera la primera en llegar al espectador de a pie, pero no deja de ser una bravuconada si se lo cuenta a quien hace más 30 años que se lo sabe.

Si la Verdad siempre fue un término que excedía a la condición fotográfica, no digamos ahora, con la invención de un software de retoque que puede usar hasta un niño. El cambio de los haluros por los píxels nos aboca, entre otras cosas, a una relación con la Fotografía de máxima inestabilidad. Otra cosa bien distinta es que no tengamos otra forma de saber de la Realidad más que a través de los medios de comunicación gráficos. Entonces la fotografía puede servir para fijar un hecho. Eso sí, con todas las reservas que se quieran.

Puede que sea cierto lo que nos dicen los pensadores (que resulta absolutamente inútil valorar una fotografía por su relación con la verdad), pero otra cosa bien distinta sería valorar esa indefinición propia del medio con relación a la ética. Es decir, no sabiendo nunca el grado de Verdad que esconde una fotografía, la cuestión sería analizar y valorar (éticamente) las fotos con las que se nos pretende narrar la Realidad. Y como sabemos, la realidad es la realidad como la fotografía es la fotografía.

El miedo. Dependiendo de quién ha dado la noticia ésta se ha dado de una forma u otra. Unos han asegurado que ha sido el PP quien ha censurado las fotos y otros afirman que ha sido la dirección del Museo (seguramente a sugerencia del poder político que lo financia, la Diputación). Para mí se trata de una responsabilidad que sólo atañía al Museo, que tenía que haberse negado en rotundo ante la sugerencia política de la censura. En cualquier caso, ambos son colaboracionistas de la censura. También dependiendo de quién ha dado la noticia el segundo hecho (la retirada de la exposición al completo) éste ha tenido causas diversas: o vendría de instancias solicitadas por la Diputación o vendría de la Unión de periodistas valencianos por considerar ofensiva e inaceptable la censura de 8 fotos. Da lo mismo porque ambas son posturas consecuentes con sus propios presupuestos.

Pero, ¿qué fotos eran esas que se censuraron y por qué motivos? Para responder mejor describirlas: En una terraza hay dos individuos, Víctor Campos y Álvaro Pérez (El Bigotes) implicados en el Caso Gürtel; Camps saliendo como imputado del Tribunal superior de Justicia; Rambla y Camps abotonándose al unísono las chaquetas en un Pleno de las Cortes: Aznar investido Dr. Honoris Causa por la Universidad Cardenal Herrera, Etc. Todas ya publicadas en diversos periódicos en el momento en que fueron noticia de actualidad.

Así, ya estamos en condiciones de responder a la segunda pregunta. El motivo por los que los políticos han querido esconder esas fotografías es el miedo. Un miedo, eso sí, absolutamente estúpido. Y quizá estúpido por provenir de gente ignorante. Además, resulta de una estupidez soberana usar la censura de ese modo si los efectos conseguidos duplican (una vez más) los que se pretenden evitar. Por otra, parte sólo la ignorancia puede ser la causa de desconocer una gran máxima: “Nunca pasa nada”. El miedo derivado de una corrección política entendida a pies juntillas y sin margen para presuponer cierta sensatez en el espectador de museos; la sensatez que deviene de saber que la fotografía es la fotografía como el fútbol es el fútbol. Un miedo, pues, que proviene de la más pavorosa ignorancia, la de desconocer que la fotografía es la fotografía como la realidad es la realidad. Por mucho que filosóficamente hablando la fotografía sea incapaz de ser el doble de la realidad.

Las fotografías censuradas se correspondían, después de todo, con la realidad (como se corresponde con la realidad una foto de Nadal levantando un trofeo). De ahí que los pensadores hayan tenido tan poca influencia en la masa (perdón, de nuevo) y de ahí el miedo exacerbado de los políticos. No hemos avanzado nada: la fotografía es la fotografía como el fútbol es el fútbol y los políticos son gente bochornosa que no sabe que la realidad es la realidad como la ética es la ética.

Post Scriptum. No es de extrañar el uso de la censura por parte de la Institución. En absolutamente habitual. Lo que pasa es que generalmente no llegamos a enterarnos los ciudadanos de a pie (la masa) porque la censura suele producirse previamente al evento y no durante. Quien no quiera enterarse de esto peor para él, pero la censura es la primera parte del proceso de todo proyecto cultural. No se expondrá aquello que pudiera causar malestar en algún sector (por pequeño que sea) de la población. Muerto el perro se acabó la rabia. Ningún gestor cultural quiere jugarse su puesto de trabajo, por lo que la solución será, siempre, evitar aquello que pudiera causarle problemas. Así es como el miedo toma posesión de todos los actos políticos; así es como la corrección política se crece: por el miedo. Miedo a lo que tal vez podría pasar si no se cede al miedo. El miedo pues, como motor que encubre una realidad que se nos oculta, según se nos dice, para salvaguardarnos de lo maléfico a los espectadores, pero que en realidad no da cuenta más que de una dictadura, la que lucha en contra de la libertad de expresión. Miedo, además, a algo que no da miedo ni a los niños. Porque realmente los políticos actúan por miedo ante lo que en realidad sólo les da miedo a ellos.

Como digo, la censura en los lugares institucionales es habitual. Por miedo. Hace no mucho, en el mismo MuVIM se hizo la exposición de una fotógrafa cuya obra se caracterizaba por la dureza de las situaciones representadas. Tan duras eran las condiciones en las que trabajaba y los lugares que frecuentaba que la fotógrafa en cuestión salía a fotografiar con chaleco antibalas. Pues bien, varias fotos fueron previamente censuradas y la dirección del Museo consideró mejor no exhibirlas… por miedo a que… Tal es la terrible paradoja de la censura: una mujer se juega la vida con el fin de hacer unas fotografías y cuando algunas de esas fotografías pueden servir para dar cuenta de ese peligro adquirido como forma de vida y pueden servir por tanto como un documento real, como testimonio auténtico, entonces esas, esas y no otras, son las que se eliminan en pro de una supuesta higienización y dulcificación de la barbarie. Mentira: sólo es producto del MIEDO, la cobardía y el ansia de Poder. Decía al principio que lo primero es creer que los hechos existen y lo segundo considerar que existe una forma aproximadamente objetiva de abordarlos y narrarlos. La censura es una forma de negar los hechos, pues sólo cree en la objetividad de los hechos cuando es la propia censura quien configura la Realidad.

miércoles, marzo 03, 2010

Niños

Vengo de pasar 4 días en casa de la familia de un viejo amigo. Vive bastante lejos de mi ciudad, así que se trata de un amigo que veo menos de lo que me gustaría. En este viaje lo vi algo desorientado; no parecía centrarse con facilidad. En una de nuestras múltiples y apretadas conversaciones me suelta a bocajarro: “sabes, mi hija me ha hecho una pregunta que no he sabido contestar. Me ha preguntado que por qué los niños son más listos que sus padres”. Claro, mi amigo se encontraba desconcertado, no tanto por la pregunta, que también, cuanto por no saber cuál podía (¿debía?) ser la respuesta.

Yo tampoco quise darle importancia en principio, pero cuanto más estirábamos la conversación más impotentes nos sentíamos. No tengo experiencia personal en la cría de niños pero sí es cierto que uso la observancia de todo cuanto me rodea para intentar aprender algo sobre el ser humano. Antes de que mi amigo me transmitiera sus cuitas yo ya había observado concienzudamente la relación de esa niña de 10 años con sus padres. Y mis conclusiones, en efecto, se parecían bastante a las de la propia niña.

En cualquier caso hice mío su problema, por lo que ya no me abandonó durante el resto de mi estancia en su casa. Yo miraba a la niña y pensaba en mis alumnos, que tienen 9 años más, con el fin de intentar atar cabos usando cierta conjetura asociativa y retrospectiva. Me preguntaba si mis alumnos fueron ya, hace 9 años, más listos que sus padres. Esto es, me preguntaba desde cuándo puede ser cierta esa afirmación que dice que los niños son más listos que sus padres. Porque lo que no me sale es refutar la afirmación de la niña: tengo para mí que, en cierto sentido, es verdadera.

Y no se trata de que sean listos en la medida en que sepan aprovecharse de unos padres minuciosamente estudiados por ellos con el fin de encontrar su debilidad, no, que eso lo vienen haciendo todos los menores desde siempre; de lo que se trata, es que por primera vez puede afirmarse que los niños son más listos que sus progenitores. Y que por lo tanto es la primera vez que los niños lo saben. Y lo usan. Tal situación es la consecuencia de la simultaneidad de cuatro factores que han coincidido en el tiempo y en el espacio debido a la obcecación frívola de unos adultos (padres) imbuidos de relativismo doméstico. A la obcecación y a la pereza.

Los cuatro factores son: la tecnología, la televisión, la inmadurez vital de los padres y su mala conciencia. En efecto, la tecnología hace tontos a unos padres que han tenido que aprender a los 30 años lo que los niños saben desde su estancia en el útero; la televisión les enseña a los niños todo lo que pueden hacer prescindiendo de ética alguna, por lo que el papel de los padres a este respecto es de los convidados de piedra; la inmadurez de los padres crea en los niños los primeros síntomas de desprecio hacia sus educadores; y las concesiones malcriadoras de los padres, devenidas de su mala conciencia, apuntillan el desprecio.

Un niño de 10 años llega y se pone a ver la serie televisiva Patito feo, que es un culebrón en el que los niños actúan como si el sexo fuera lo que para ellos aún no es; se ha conectado la televisión y puesto la serie televisiva que ha querido y cuando ha querido porque sus padres no tienen fuerza moral para dirigir la educación de unos niños crecidos y educados en una desproporcionada autoestima y en un individualismo feroz; cuando llega el fin de semana ve a sus padres haciendo las mismas cosas (estupideces) que hace su hermano de 18 años, como si el tiempo no hubiera actuado en ellos; y por si faltara poco se ve obligado a enseñar a sus padres a instalar el nuevo programa de software.