domingo, junio 13, 2010

Cautivos del mal

Vivimos los restos. O mejor, somos los restos del acontecer de los últimos 20 años. También, claro, de toda nuestra historia, pero sobre todo de los últimos 20 años. Hemos ido creando desde 1992 (Guerra del Golfo, Primera crisis económica mundial, Inicios de Internet, Fin de la Historia, Muerte del Arte, de la Novela y otros, Movimientos migratorios a gran escala, Recomposición de grupos terroristas internacionales, etc.) las condiciones en las que ahora, por fin, nos movemos como peces en el agua. Peces moribundos en aguas pútridas. Los sujetos de los países civilizados somos, ya, el perfecto producto de una voluntad colectiva. Una voluntad que siendo colectiva no deja de ser, a su vez y valga la paradoja, el producto de irresponsabilidades tan individuales como individualistas. Todos somos, por fin, lo mismo. No ha sido Dios sino nuestro individualismo quien ha conseguido hermanarnos.

Y las soluciones que nos han ido proponiendo para sobrevivir a todo ese caos no han servido para nada. Seguramente porque, como en seguida veremos, ninguna de ellas tenía en cuenta el verdadero carácter actual del alma humana. Todos los “sanadores” han ido fracasando porque desconocían las verdaderas cualidades del actual alma humana. La filosofía New Age y la Autoayuda no han servido más que para precipitarnos en el foso. Por ejemplo, llegaba alguien y usaba todo un formato libro para decirnos: “somos lo que comemos”. Y vendía en una semana más libros de los que Camus vendió en toda su vida. Ante este complejo lema filosófico-gastronómico la gente respondía, masivamente, abriendo la boca en gesto sorpresivo y comiendo legumbres a manta. Pero la insatisfacción permanecía.

Después llegaba otro y usaba otro libro entero para decirnos: “somos lo que leemos”, y la gente se ponía a leer cuentos, también con la boca abierta (esta vez para poder entender mejor por su falta de costumbre). Y mientras, otro que vestía una túnica naranja, insistía en que “somos pura energía” y recomendaba alimentar nuestra subsidiaria estructura física con brócoli y sirope de arce. Da igual que las excéntricas frases fueran dichas, al alimón, por empresas hortofrutícolas, intelectuales orgánicos (orgánicos respecto a sus intenciones avida dolars) y aburridos monjes tibetanos. La cuestión es que llevamos cerca de 20 años usando los libros como supositorios. Y haciéndoles mucho caso a horteras lemas naifs inventados por empresas de marketing que sólo querían medrar. Unos lemas que sólo han dado muestras de ineficacia, pues no han sacado a la gente de su desconcierto y de su infelicidad. Todo el acontecer real de los caóticos hechos, en su digna persistencia, no pensó desaparecer nunca a partir de cosas como el yoga, el tai chi, la meditación, las verduras, la danza del vientre, la música relajante o las castañuelas.

En los restos, todos los posibles lemas han sido sustituidos por una máxima instalada en el sujeto del hoy de forma silenciosa, pero tácita: “sálvese quien pueda”. Una máxima que nadie se atreve a considerar, pero que se encuentra ahí, de forma subliminal, colgada de nuestras orejas: siendo susurrada a todos los individuos de las sociedades civilizadas. Individuos que por seguir a rajatabla esa máxima (la única demostradamente eficaz para los intereses particulares de todos sus seguidores) han ido deshumanizando las relaciones con sus semejantes. Así, es cierto que por fin nos encontremos hermanados todos los seres humanos, pero a la manera de Caín.

En cualquier caso, nadie nos dijo nunca algo tan sencillo y tan monstruoso como que en realidad “somos quienes queremos” y tampoco que lo somos muchas veces incluso en contra de nuestra voluntad. En efecto, una cosa es que, debido a la inercia de nuestros intereses más individuales, seamos lo que no hemos podido dejar de ser y otra que nos sintamos satisfechos de ser quienes somos. Es decir, yo me encuentro definido por mis actos con independencia de que estos sean a veces éticamente reprobables. La frase (“somos quienes queremos”), todo se ha de decir, es políticamente incorrecta en estos tiempos de relativización absoluta (valga la paradoja). Y la relativización hiperbólica es una fuente maldad ya que, precisamente, es por ella por la que no hay forma cabal de distinguir niveles, estadios, categorías, valores, virtudes. Gracias a la instauración del relativismo no hay posibilidad de distinguir con claridad lo bueno de lo malo. De eso se trataba. Y por eso, en esas estamos. Ya lo decía Gombrich, aunque para otros efectos: ¿Qué sentido puede ya tener la palabra Grande ante la publicidad de un producto que ofrece tres tamaños distintos, Grande, Jumbo y Mamut? Y quien dice Grande dice Bello, Bueno, Virtuoso.

Así, y después de todo, sólo “somos quienes queremos (ser)”. No quienes nos gustaría ser, sino quienes acabamos siendo. “Por sus actos los reconoceréis” se nos decía en antaño, y no deja de ser cierto. Somos quienes somos por lo que hacemos y no por lo que podríamos hacer. La película Cautivos del mal da perfecta cuenta de cómo las debilidades humanas nos conforman. O mejor: da perfecta cuenta de cómo los seres “normales” tienen todos un demonio dentro pugnando por salir al exterior en algún momento. Los tres personajes reunidos por el productor Peebbles (Walter Pidgeon) desprecian al odioso Jonathan Shields (Kirk Douglas) porque, según ellos mismos, los utilizó con fines espurios; es decir, lo desprecian porque, según ellos mismos, los utilizó para conseguir su particular objetivo, los utilizó para medrar. Lo que demuestra la película a base de tres historias contadas en flashbacks es que los tres personajes fueron siguiendo a Shields en función de sus propios intereses y que fue precisamente Shields quien les fue proporcionando lo que necesitaban para lograr ese fin, que a la postre no es otro que conseguir sus particulares intereses dentro de sus profesiones respectivas. Se nos presenta a Shields como un ser egoísta y despiadado por oposición a tres seres “normales” que se sienten usados por el malvado, pero poco a poco vamos descubriendo que los tres seres “normales” han ido concediendo ante todo aquello que pudiera acercarles a su objetivo, haciendo lo que fuera menester y creyendo fervientemente en aquello que sólo formaba parte de su fantasía.

Un perfecto engranaje de ocultaciones, falsas verdades, mentiras piadosas, sinceridades maléficas, en donde todos los personajes se mueven sinuosamente en torno a sus primordiales intereses. Lo que les hace actuar de determinada manera a la actriz Georgia Lorrison (Lana Turner), al escritor James Lee Barrow (Dick Powell) y al director Fred Amiel (Barry Sullivan) no son, después de todo, las pautas impuestas por Shields, sino su misma ansia de medrar a costa casi de lo que sea. Ninguno de los tres hubiera llegado a nada sin la “ayuda” de Shields y ninguno de los tres supo renunciar a su “ayuda” por miedo a no recibirla de otra parte. Lo único que diferencia a Shields de sus amigos es la premeditación y por tanto sus actos, que se sitúan en función del uso de una estrategia. Pero por otra parte es también el único que se conoce a sí mismo y así el único que no se engaña a sí mismo. Él es malo y lo sabe, por lo que su maldad contiene siempre un límite; es cautivo del mal. Los otros tres, más “normales”, son los que descubren el mal porque les cautiva y les acoge. Pero nunca son conscientes de ello. Para ellos el mal siempre está afuera, en gente como Shields.

Los personajes de Cautivos del mal son la perfecta representación del sujeto del hoy. Son personas que priman sus particulares intereses por encima de cualquier sentido de la ética que les pueda impedir alcanzar sus objetivos. Son, ya, el perfecto producto de la voluntad colectiva de los países civilizados. Una voluntad que siendo colectiva no deja de ser, a su vez y valga la paradoja, el producto de unas irresponsabilidades tan individuales como individualistas. Todos somos, por fin, lo mismo. No ha sido Dios sino nuestro individualismo quien ha conseguido hermanarnos. Todos somos Caín. No son pues sólo los políticos los que nos pervierten con sus malvados actos. Somos nosotros también quienes les hemos dado a los políticos las pautas de comportamiento. Ellos pueden ser Shields, pero nosotros somos Georgia, James Lee y Fred. En todo caso existe una perfecta retroalimentación entre el cautivo del mal y el cautivado por el mal. Todos son, en cualquier caso, quienes quieren. Todos somos quienes queremos.

Y en efecto; en los tiempos actuales resulta difícil encontrar una máxima más REAL que el “sálvese quien pueda”. Una máxima con la que se nos insta a diario, y a todos, a salvarnos... si podemos. Un lema instigado y propagado, sin alharacas, por quien nos lo susurra al oído, uno a uno, a todos los individuos de las sociedades civilizadas; “quien pueda, que se salve”. No se trata, pues, del arcaico y novelesco “sálvese quien pueda” gritado (por un héroe ebrio de impotencia) a instancias de la desesperación provocada por factores ajenos a nosotros mismos. No, esta vez se trata de un “sálvese quien pueda” susurrado por alguien que al parecer carece de rostro; o mejor: que sólo lo adquiere ante un reflejo especular. Una Medusa que emerge ante la desesperación provocada por nuestra inconsecuencia. Nosotros somos Medusa. Y la máxima nos guía en todas y cada una de nuestras decisiones. Como les guía a Georgia, James Lee y Fred, que tan prontamente juzgan a los demás como tan prontamente se olvidan de juzgarse a sí mismos.

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