viernes, julio 23, 2010

El sujeto del hoy (o Elogio de la parsimonia)

Si nos atenemos a una lógica pretérita, esto es, periclitada, podría decirse que se corre sólo para adelantar el momento de la llegada (o de la entrega, o de la cita...). Así, antes se corría -se aceleraba el ritmo normal y habitual- sólo para adelantar un momento en el tiempo. Siendo esa aceleración la consecuencia vinculada a una necesidad concreta y coyuntural; una aceleración inevitablemente unida a la Realidad donde el correr sería coyuntural. Pero si nos atenemos al estado actual de las cosas esa lógica es tan obsoleta como la propia necesidad de una lógica. Y ya sin lógica que medie en nada podemos decir que hoy en día se corre sólo por correr, sin necesidad de encontrar unos objetivos concretos que pudieran justificar tales prisas. Hasta anteayer las prisas sólo eran propias de despistados o de descerebrados. Hasta hace bien poco se requería siempre un móvil para correr, por lo que su consecuencia no dejaba de ser una respuesta coherente a la misma causa que habían propiciado las prisas. Esto sucedía, por ejemplo, cuando llegar tarde era un signo de mala educación.

Ahora las cosas no son así. Ahora el correr no es tanto un fin en sí mismo (concreto y coyuntural) como una inevitable forma de vida. Lo veo desde hace años en mis alumnos, que siempre son jóvenes y que lo son permanentemente, pues yo crezco pero ellos siempre tienen la misma edad. Sus prisas, que son vitales, ya no tienen nada que ver con hechos nimios, como lo es, por ejemplo, el llegar puntual, o incluso el entregar un trabajo "a tiempo". De hecho siempre corren pero llegan tarde a todos sitios. No, los jóvenes del hoy viven como marcan las pautas de Internet, la Televisión y la tecnología: a toda hostia. Cuando quieren saber algo no buscan bibliografía y acuden a la Biblioteca o la librería, simplemente se enchufan a la Wikipedia desde su trono (permanentemente conectado a millones de tronos)y solucionan su problema deprisa.

Es decir, corren porque no hay necesidad de no hacerlo. Son rápidos porque no hay necesidad de no serlo. O dicho de otra forma, porque han llegado a una conclusión “revolucionaria” sin haber tenido premisa “revolucionaria” alguna y por tanto creen, en su lógica pero perversa ingenuidad, que “ser libre es, sólo, estar informado”. El verdadero Conocimiento, tan alejado del hecho meramente informativo, es una pérdida de tiempo en una sociedad donde mandan las prisas, la velocidad. Allá donde no hay verdad de ninguna clase o estatus lo rentable ya no deviene jamás del sosiego, la reflexión, el análisis y la prudencia, sino más bien del movimiento continuo, de la ansiedad.

Su máxima: Hay que tener prisa porque no hay necesidad de no tenerla. O porque no tenerla sólo será indicio de un asegurado fracaso. El tiempo necesario para adquirir Conocimiento ha demostrado ser, ya en demasiadas ocasiones, una rémora; esto es, un hándicap. Los movimientos lentos sólo propician la pérdida de tiempo y perder el tiempo es como tener un agujero en el bolsillo. Así, al parecer, uno gana tiempo sólo cuando corre, aunque lo haga en detrimento de unas pérdidas (la del sosiego, la serenidad, la reflexión) que a nadie preocupan, más bien al contrario, porque nadie quiere tener un agujero en el bolsillo, aún a costa de poder ganar en sosiego, en madurez. La velocidad lo es todo pero ya no para llegar antes a un lugar sino para llegar antes a un objetivo indescriptible por mostrenco impuesto por la ansiedad que impone el espíritu de nuestra época.

En un mundo regido por el relativismo furibundo sólo el correr parece tener sentido, pero lo que alcanza el éxtasis del sentido es el no dejar de hacerlo. Hasta el punto en que el máximo sentido del sujeto del hoy se encuentra ya no en el correr sino en el correr por correr. No se trata de llegar antes a una cita, sino de llegar a un Todo inasible e inalcanzable por extraordinariamente fantástico. Siendo el Todo lo más parecido a la NADA. El sujeto del hoy vive la insatisfacción de Aquiles persiguiendo permanentemente aquello a lo que nunca dará alcance. Porque correr por correr lleva parejo una indisociable consecuencia: la de no poder parar, la de no conocer pausa. La de no conocer sosiego. Si alguien iniciado en el mundo de las prisas se parara un día a reflexionar, un solo día, perdería inexorablemente todos los “beneficios” obtenidos en su movimiento continuo. Por eso las prisas son ya un indisociable signo de nuestro tiempo, una marca, un estigma. Los que renuncian a ellas son sujetos anacrónicos: obsoletos. Y por eso el sujeto del hoy nunca consigue nada que le satisfaga, es un sujeto insatisfecho por necesidad. Movimiento continuo a toda hostia para conseguir NADA.

Nota. Recomiendo escuchar el tema Slow blues de Count Basie. Da perfecta cuenta de a qué me refiero cuando hablo de serenidad, parsimonia y satisfacción. Podrá encontrarse en YouTube marcando las palabras clave citadas.

miércoles, julio 21, 2010

La verdad después de todo

Dice la Ministra Aído (El País, 18-07-2011) que los países que están primeros en el ranking de competitividad son los países que están primeros en el ranking de igualdad de género. Y no seré yo quien lo discuta, más bien podría decir que estoy absolutamente de acuerdo con lo que no es más que una evidencia. Así la afirmación de Aído carece, en sí misma, de ideología por mucho que ella crea lo contrario, pues ejerce una comparativa basada en lo cuantitativo. Si acaso se encuentra trufada de “otra” ideología, la que sólo quedaría clarificada ante el análisis de lo que a un político no le interesa, lo cualitativo (ética). Veamos.

El término competitividad sólo puede entenderse bajo el aspecto inflexible de los Números, de ahí que todo quisque tenga claro cuáles son los países primeros en el ranking de competitividad. Los Números vienen determinados de forma exclusiva por el Dinero y no por la calidad de vida (véase Japón). Y el Dinero viene determinado por las Grandes Empresas y por las Multinacionales cuyo poder determina, a su vez, los presupuestos, las actitudes, los programas y las acciones de los principales Partidos Políticos, de los principales Gobiernos. En fin, la competitividad debería ser la pesadilla de todos aquellos que creen profundamente en la Política Social, pues la Ley del más Fuerte crea ante todo sumisión y esclavitud. Y con toda seguridad la competitividad debe ser el sueño de todos aquellos que creen fervientemente en la justicia de los mercados, esa justicia que se encuentra fundamentada en la Ley del más Fuerte.

Y, en efecto, los primeros en el ranking de competitividad son los primeros en el ranking de igualdad de género. Que son los países que, sobre todo de un tiempo a esta parte, prestan Dinero a los países depauperados (“menos competitivos”) y masacrados por unos presidentes corruptos que a su vez se encuentran apoyados protegidos y financiados por los países más competitivos; un Dinero que los países “menos competitivos” sólo podrán devolver con las sangre de unos ciudadanos moribundos y genuflexos. En efecto, los primeros en el ranking de competitividad son los primeros en el ranking de igualdad de género. Que son los países que actúan creyendo en la justicia de los mercados, esa justicia que se encuentra fundamentada en la Ley del más Fuerte. Así es como el Mundo se encuentra inexorablemente dirigido, ahora más que nunca, por los países más competitivos (que lo son, entre otras cosas, por su abuso inmisericorde de los países “menos competitivos”). Y esos países tan competitivos están gobernados en una progresista paridad, que por algo son los más competitivos. Qué malas son a veces las coincidencias. ¿No?

Post Scriptum. En una tertulia televisiva (20-07-2011) la escritora Reyes Monforte quiso contar una anécdota proveniente de su propia experiencia; una anécdota que hilaría con el que era motivo de la discusión que en ese programa mantenía dividida la opinión, el de la prohibición del burka en instancias públicas (y sabemos de la negativa de la Ministra a legislar su prohibición). Por lo visto la escritora coincidió en una cena privada y restringida con la Ministra Aído. En ella los invitados iban siendo atendidos y servidos por camareras ataviadas con su correspondiente uniforme. Considerando que su responsabilidad mesiánica no le permite bajar la guardia, no tardo Aído en manifestar sus quejas sobre algo que como mujer le ofendía. Y así dio cuenta a los compañeros de mesa del desagrado que, como mujer, le producían las cofias de las camareras. Según Reyes Monforte, Aído expresaba su malestar ante lo que para ella no era sino un signo de sometimiento. En el fragor provocado por esa comprometida opinión creó ciertas expectativas en los comensales. La propia Reyes Monforte quedó desconcertada ante el final de su reivindicativo discurso, pues cuando todo hacía presagiar que Aído acabaría proponiendo la supresión del elemento anacrónico y disonante ésta concluyó: “deberían ponerle la cofia también a los camareros”. Éste es, al parecer, el sentir verdadero de quienes dicen poseer ansia de justicia.

lunes, julio 19, 2010

A 9 de Julio de 2011 (la Guerra)

+Ayer la prensa volvía a la carga para decir exactamente lo mismo que ya lleva dicho en otras muchas ocasiones. Mejor: volvió a la carga diciendo lo que en torno al asunto siempre ha dicho. Un extenso reportaje publicado en El Mundo concluía con lo que, a tenor de lo publicado por las estadísticas desde hace ya muchos años, viene siendo COMÚN en la prensa aún a pesar de los matices que cada vez diferencian la noticia devenida del estudio estadístico; ayer: “una de cada cuatro adolescentes tiene posibilidades reales de ser maltratada por un hombre”. Una de cada cuatro, como siempre, pues. (Ver "Lógico odio al hombre en De un espectador cansado, Krausse, pág. 219). Podría decirse que en la noticia el mensaje es perfectamente unívoco y sus objetivos se cumplen ante la falta de verdadera reflexión y análisis. Así, lo que se trasluce de esta noticia, en este “decir lo mismo de siempre” o en este "decir siempre lo mismo", es un mensaje que nadie se atreve a cuestionar: la mujer es (sólo y siempre) una víctima, pues aún cuando 3 de cada 4 mujeres se libren del mal ninguna se librará del hombre, única causa posible del mal. Así pues sabemos, en definitiva y gracias a la prensa y a las encuestas, que una de cada cuatro niñas de ahora sufrirá en el futuro, con toda probabilidad, maltratos en su relación afectiva con un hombre. Sabemos, por tanto, que el hombre acechará y que la mujer será sólo su víctima.

+Ayer una de esas periodistas sin rostro y con cámara al hombro que tan de moda están la televisión entrevistaba a una mujer/paciente en pleno momento de atención “médica”. El programa se dedica a recorrer centros de estética para saber de los motivos que inducen al individuo a acudir a ellos. La paciente es una mujer de entre 45 y 50 años y se encuentra haciéndose una reducción de grasas. La invisible pero locuaz periodista le pregunta acerca de sus motivaciones y la mujer, que se encuentra tumbada y medio somnolienta, gira la cabeza cortésmente para contestar, “lo hago para gustar a mi marido, quiero seguir gustándole a mi marido”. La respuesta parece ofender a la entrevistadora pues como un resorte replica a la entrevistada, “¿así que esto lo haces para gustarle a él, lo haces por él y no por ti misma?”. Ante la contundente ideología manifestada en la réplica la paciente duda, balbucea, no sabe qué decir, se siente acorralada, pasan apenas unos segundos que parecen una eternidad, no sabe si ser Mujer o ser la mujer de su marido, la cámara sigue ahí y ella opta por confirmar su verdad. La mujer se está quitando grasa del cuerpo porque quiere seguir gustándole al hombre que ama.

+El domingo pasado era entrevistada Isabel Allende en el programa televisivo Página 2. Después de explicar la trama de su última novela el simpático presentador le dice algo así como que en el fondo se trata, una vez más, de una novela de amor. A lo que la best seller Allende responde, “por supuesto, en todas mis novelas hay siempre amor porque a la mujer la moviliza el amor, si hay algo que movilice a la mujer es el amor; al hombre lo movilizan otras cosas, la ambición y cosas así, pero lo que moviliza siempre a la mujer es el amor”.

Mutatis mutandi. Todo el mundo conoce la historia de Tiger Woods, uno de los mejores deportistas de todos los tiempos. Poco después de descubrírsele un affaire amoroso extramatrimonial el mundo comenzó a caérsele encima. Comenzaron a salir por todos sitios mujeres que decían y demostraban haber mantenido relaciones sexuales con el deportista. Desde la aparición de la noticia, en menos de una semana ya eran 13 las mujeres que habían contado a los medios de formación de masas sus intimidades con el deportista. La prensa, cómo no, trató a esas mujeres casi como a heroínas que se atrevían a contar una verdad. Y por todos los lados del mundo las mujeres se mostraban satisfechas ante el desenmascaramiento de un traidor. Nada se decía sobre todas esas mujeres que pasado un tiempo “denunciaban”. Nada sobre todas esas mujeres que antes de "denunciar" quisieron (y lo consiguieron) acostarse con un deportista famoso; nada se decía acerca de todas esas mujeres que por deseo propio habían querido mantener relaciones sexuales con un deportista famoso y millonario.

Nada se dijo acerca de todas esas mujeres que en su momento se acostaron con el objeto de su deseo, que era, casualmente (¿), un hombre famoso, millonario, casado y padre de familia, y nada se dijo sobre los motivos que habían inducido a todas esas mujeres a contar después y públicamente sus relaciones íntimas, las relaciones derivadas de su deseo y voluntad. Nada se dijo sobre las motivaciones que pueden llevar a una mujer a acostarse con un famoso millonario casado (al que después podrían denunciar), nada se dijo sobre las motivaciones que pueden llevar a una mujer a contar sus intimidades sexuales con un hombre después de haber mantenido con él unas voluntarias y desinteresadas relaciones sexuales. Nada acerca del deseo (tan extendido, como puede verse en el caso) de tantas mujeres hacia hombres famosos o hacia hombres millonarios. Nada se dijo sobre la, a todas luces monstruosa, necesidad de contar públicamente unas relaciones sexuales íntimas que habían sido el producto del deseo, la voluntad y el ejercicio de la libertad, sobre todo cuando NADA se gana en la narración. Nada se dijo acerca de las mujeres que, sin un porqué sensato, se sumaban al linchamiento público de un hombre público con el que habían mantenido relaciones privadas (por voluntad propia).

Primero comenzaron siendo tres las mujeres que comentaron al mundo sus relaciones íntimas con el tigre, tres que “denunciaron” al tigre. Pero, ¿qué es exactamente lo que “denunciaban”? Nadie nunca nos lo dijo. Después fueron trece. Y cuando superaron la veintena el número pasó a ser lo de menos. La Mujer, una vez más, era la víctima. Pero no la mujer del propio Woods, sino la Mujer. Tal fue el planteamiento del linchamiento. Así, cuando se interpretaban como “denuncias” las narraciones de todas y cada una de las mujeres que iban surgiendo, lo que se iba cavando no era la tumba del pobre tigre sino la de los hombres todos.

Por cierto, de la noticia y su desarrollo sólo supimos una parte, la que precisamente nos fue dada por lo noticiado. Y dejamos de saber todo lo que no “trascendió”, que coincide con ser, además, eso de lo que nunca se hacen eco las estadísticas. Es decir, sólo supimos de las mujeres que “denunciaron” al tigre por ...? y sólo supimos a través de ellas; no de las que no “denunciaron”. ¿O es que el tigre sólo aceptaba tener relaciones sexuales con mujeres solteras?

Da capo. Creer que la Realidad es la que definen los medios es la Única Realidad posible hoy en día. No se trata de creer, como ciertos analistas sicotécnicos del lenguaje, que el acontecimiento no existe sin el señalamiento del mismo lenguaje. Pero tampoco podemos ignorar la retroalimentación que media entre la noticia y la configuración del individuo del hoy. Si el amor se encuentra fuera de los intereses de ese individuo del hoy es debido a lo lejano que se encuentra de sus particulares y zafios intereses, pero también debido al acoso y derribo que sufre desde todos los medios de comunicación que no escapan a una demoledora corrección política.

Si a alguien (una periodista, por ejemplo) le ofende la incontrovertible muestra de amor de un ser (una mujer, por ejemplo) a otro ser (un hombre, por ejemplo) es porque, por fin, ha triunfado el Mal. Si la prensa publica la noticia, cualquier noticia, sólo desde su posibilidad más rentable es porque el Mal se ha instalado (a través de la Opinión Pública) en una sociedad que reclama rentabilidad hasta de sus particulares emociones. Si las mujeres no se sorprenden ante la monstruosidad que emana de una afirmación (sobre los hombres, en este caso) pronunciada por una sensible y amorosa escritora de best sellers (pongamos Isabel Allende) es porque, efectivamente, están en Guerra contra los hombres. La normalidad con la que masivamente se aceptan frases como la de Isabel Allende sólo demuestra que el Horror se ha instalado definitivamente en el imaginario popular.

viernes, julio 16, 2010

España

Nada entre sus manos

Cada año, indefectiblemente, aparecen en los telediarios unas curiosas imágenes que son extraordinariamente similares a las del año precedente. Son imágenes que aparecen hacia el final de todos y cada uno de esos telediarios que han necesitado mostrarlas, una vez al año, a lo largo de tantos años. Así cada año: sobrepasado el tiempo dedicado a los deportes, que suele obtener el 70% de la totalidad del telediario, el presentador pone cara de avestruz y nos insta a ver las imágenes pertenecientes a un concurso anual que se celebra qué importa dónde. Levanta ligeramente un hombro, tuerce tibiamente la cabeza hacia el mismo lado y con una sórdida sonrisa el presentador nos adelanta que se trata de imágenes que no debemos perdernos. Así aparecen ante nuestros ojos unos tipos que, con movimientos realmente compulsivos, rascan el aire a la altura de su ombligo con la mano derecha mientras mueven los dedos de su mano izquierda con el brazo levantado. Hacen, pues, como que tienen una guitarra en sus manos, pero no, no la tienen, y esa parece ser la gracia: se trata de un concurso que consiste en ver quién simula mejor el acto de tocar una guitarra; en ver quién hace mejor el como si. En realidad no hay nada entre sus manos por lo que sus gestos y movimientos sólo son la patética representación de una posible representación. Decía que las imágenes eran extraordinariamente similares todos los años. En efecto, todos los tipos que aparecen en esas imágenes hacen movimientos muy parecidos, todos los años; todos hacen como si y por eso sus movimientos parecen parecidos. Así, unos tipos (subnormales pero sin grandes pretensiones, digo yo) de no se sabe dónde organizan un concurso anual para majaderos qué importa dónde y resulta que aquí no nos conformarnos con darle cobertura en uno de esos cientos de miles de programas dirigidos a analfabetos funcionales sino que decidimos darle el lugar que se merece, el telediario. Siendo lo importante aquí el aquí:

España, “Menudo país de mis huevos” (Leopoldo María Panero)
“España es el inmenso cadáver de Dios” (Leopoldo María Panero)
“España es un país sin dinero pero con estatuas de dioses” (Leopoldo María Panero)
“País de violadores y asesinos llamado España, donde la locura es la única virtud, en el sentido que nos libra de todo lo demás” (Leopoldo María Panero)
“España es un abuelo parlanchín que muere todos los días sin llanto” (Leopoldo María Panero)
“España es un inmenso cenicero, país de amargura y resentimiento” (Leopoldo María Panero)

Por mucha energía y buena voluntad que le ponga Manolo Escobar.
Un día antes de que comenzara el último Debate sobre el estado de la Nación.

miércoles, julio 14, 2010

Autobiografía sin vida (Félix de Azúa)

Una breve historia de la humanidad (o del ser humano) es lo que nos propone humildemente Félix de Azúa en su libro más preclaro. Un historia que nace de la visión particular (sentida) de otra historia, la de la producción simbólica de los seres humanos habitantes de la Tierra. Una historia que avanza al compás de cierto terror, pues cada paso que damos en el control del mundo a través de las representaciones simbólicas nos va despegando de la tierra. Del terror, pues una vez dejadas claras las diferencias que median entre “lo de dentro” y “lo de afuera” (pág 32 y sucesivas) sólo podemos concluir, después de todo, con que “Ahí fuera ya no queda nada” (pág 112). Es la nada con la que se enfrenta de Azúa en su libro más desconsolador y desesperanzador. La vida es esplendor y nada.

En efecto, para de Azúa todo control provenido de un ejercicio representacional “exitoso” implica por fuerza una pérdida. Cada toma de posesión que acompaña todo éxito representacional nos va despegando de la Tierra. A través de la inevitable tendencia (humana) hacia la abstracción. La historia de la producción simbólica implica una historia de desencantamiento constante. Para un niño troglodita crecido rodeado de pinturas rupestres, un caballo (real) es la copia del original (la pintura cavernaria). A partir de ahí de Azúa va analizando todas esas abstracciones que han ido restando consistencia a eso que llamamos “nuestra vida”. La luz multicolor filtrada por las vidrieras de las construcciones góticas condena toda una forma de vida en la que ya no cabe vivir sin pensamiento. La luz gótica unida a la gramática renacentista hace que los espacios sean “cada vez más controlados, dominados, asfaltados y abstractos e intercambiables”. La pintura doméstica holandesa del XVII fue un “ataque feroz, despiadado contra lo más humilde”. Y aquí lo importante es el “contra”, pues convirtiendo un vaso de vino en un signo perfecto condenado a la eternidad se generaba una nueva abstracción que degradaba nuestra consistencia. Después sólo hubo que establecer un ritmo para el ejercicio de la abstracción. Y esa es la historia de la producción simbólica de la humanidad. Vale la pena leer el libro para que sea el propio de Azúa quien con su particular prosa erudita nos la cuente. Según el autor se comienza haciendo ejercicios de abstracción con los dioses, los signos celestes, la luz y los objetos cotidianos y se acaba haciéndolo con “cosas” tan dispares como las revoluciones, los sucesos, la soledad y el propio arte. Magistral, por cierto, la explicación del arte moderno a través del concepto “estado de ánimo único”, en el que el ánimo no puede ser otra cosa sino una mercancía.

Un libro, eso sí, de lectura necesariamente lenta y pausada pues el autor ha decidido no conceder ni un ápice. Autobiografía sin vida es un libro agónico surgido de la impotencia y el autor ha ido siendo devorado por las palabras surgidas (desde fuera) de su desbordante cultura (interior), la que encubre pero no disimula. En contra de lo que ha dicho algún despistado se trata de un libro difícil; es el libro de quien “sabe que la suya es una tarea imposible, pero que se empeña en ella porque es una tarea ética”. Pero no es difícil, por ejemplo, debido a una “gramática continental”, sino debido a la sustitución de ciertas palabras o ideas (que hubieran podido ser fácilmente reconocibles) por figuras retóricas muy selectas. Con una excéntrica adjetivación que además añade más (sin)sentido si cabe.

De la impiedad. Llegado el final del libro el autor expone, según un discurso estricto que lleva años elaborando, su más triste teoría. La literatura ha quedado separada de la poesía (única forma real de conocimiento) a través de, cómo no, un ejercicio de abstracción. La poesía es algo que queda SÓLO para quienes, como los adolescentes, AÚN no saben hablar, mientras que la literatura ha quedado inevitablemente en manos de Josef K.

Y, en efecto, cuando leo este grito sordo y ensordecedor que resuena de la lectura de este desesperanzado libro Autobiografía sin vida veo, sin mirar, a un hombrecillo que espantado se lleva las palmas de la mano a la cara provocando ondas inaudibles pero coloristas; es decir, veo, sin mirar, un munch. Quizá porque, entre otras cosas, todos mis recuerdos están fundamentados en mi imaginación. Y quizá también porque las imágenes que me han ido adviniendo desde mi nacimiento han forjado mi vida. Y para acabar, un consejo a mis pocos lectores: lo mejor que se puede hacer una vez acabada la lectura del libro es hacer un bucle volviendo a la página 11.

Nota. Quien haya cometido el error de comprar el libro de Félix de Azúa en la FNAC habrá recibido un CD de regalo. Pues bien, mi consejo es que, pase lo que pase, NO lo vea. Resulta sumamente más productivo leer algo sintiendo que uno no acaba de entender muy bien las intenciones del autor que escuchar (viendo), como diríamos en Valencia, la “explicación de la falla”.

jueves, julio 08, 2010

Misantropía (e intenciones de uso)

Vengo de pasar unos cuantos días retirado. De eso se trataba cuando hace unos días salí de mi casa, de mi ciudad: de retirarme. Para hacer prácticamente lo mismo que hago gran parte del día en mi ciudad y en mi casa, pero en un sitio más aislado, más tranquilo. Sin internet, sin prensa, sin televisión… sin cobertura. Hay gente a la que le gusta viajar para conocer nuevos mundos, a mí me gusta hacerlo para vivir en otro sitio con la misma rutina de siempre. Porque lo que más me gusta del mundo es la rutina. Repudio las ansiedades que generan los viajes y me desagradan el bullicio, la fiesta, “la noche”, el ruido y el ajetreo en general. No me gusta viajar (en sentido literal) precisamente por eso, porque todo viaje lleva incluido ruido, desasosigo, ajetreo. Lo que me gusta es estar en otro lugar, estar unos días en otro sitio. El mismo viaje es el precio que hay que pagar para poder estar en otro lugar. Retirado. Para hacer lo mismo de siempre.

Esta vez me ha bastado un lugar cercano a San Sebastián, rodeado de abrumadora vegetación y de, quizás, demasiados animales. Todo, lo suficientemente apacible como para poder hacer lo que apenas es nada, siendo para mí el todo. Esto es, lo suficientemente apacible como para poder hacer prácticamente lo mismo que hago todos los días en mi ciudad, en mi casa. Hay gente a la que le gusta ir a sitios apacibles para hacer senderismo, rafting, montar a caballo, subirse a una bicicleta, conducir quads, o para, simplemente, reconciliarse con la naturaleza. Son gente a la que, generalmente, le gusta, también, el bullicio y la fiesta, la noche y el baile. Y por eso, cuando viajan a un pueblo acarician a un ternero, pero cuando viajan a una gran ciudad compran souvenirs en la tienda del museo. Siempre, eso sí, pertrechados con una cámara omnipresente que registra todo.

El lugar (leku) escogido esta vez ha sido perfecto por lo bien que representaba mi más incorregible contradicción. Se trataba, por una parte, de un lugar muy solitario (en carretera cortada), pero por otra, muy cercano a Donosti (la gran ciudad). Lo que nos permitía, a M y a mí, salir en búsqueda de la alimentación más oportuna dependiendo del momento y de nuestro estado de ánimo. Sin M nada sería lo mismo.

Me gusta ir de vez en cuando a un nuevo lugar, ciertamente un verdadero “no lugar” dadas mis intenciones de uso. Y no para moverme más sino para estar más quieto. Salgo de mi casa y de mi ciudad, no para conocer más cosas, sino para dedicarme más a las mías propias, a las mías de siempre. Pero guarecido. Con M. Para hacer lo mismo de siempre, pero guarecido. Cada vez me siento más alejado del lugar donde he pasado gran parte de mi vida, mi ciudad. Pero no debido a ella sino debido a mi particular percepción de ella. Cada vez encuentro más confortable los no lugares. Que me guarecen. No es el ruido de mi ciudad lo que me irrita, sino el sórdido silencio con el que ella responde al mío; un ruido, el mío, que me iguala a mis odiosos vecinos, los que abandono cada vez que me traslado a un nuevo lugar. Desprecio a mis vecinos (de siempre) porque todos ven el mismo “programa”, el mismo “partido”. Yo viajo, fundamentalmente, para olvidarme de todo lo que les caracteriza y define: sus chanclas pordioseras, sus lecturas catedralicias, sus malditas aficiones deportivas, sus vulgares fantasías, sus veraneos sudorosos, su pasión por las fiestas populares y sus conversaciones pandilleras. Sólo cuando me encuentro alejado de quienes no saben dónde estoy me siento guarecido. Y además siempre me siento alejado de quien no me conoce (aunque también calce chanclas de goma). Quizá por la ilusión de irresponsabilidad que me genera vivir casi sin ser; por la ilusión de libertad, pues. Pero para que eso suceda, repito, debo hacer, en ese otro lugar, prácticamente lo mismo que hago gran parte del día en mi ciudad, en mi casa. Me gusta estar en mi casa, pero mi casa debería estar siempre en otra ciudad, en otro lugar que no fuera “mío”. Como éste de las afueras de San Sebastián, sin internet, sin cobertura. Con M.

domingo, julio 04, 2010

El tiburón de 12 millones de dólares (Don Thompson)

Una parte sustancial de mi biblioteca se encuentra configurada por libros relacionados con la Teoría del Arte, ya atiendan a la Estética, a la Filosofía del Arte, a la Crítica o a la Historia. Si nos atenemos a los que centran su atención directa en la producción del siglo XX puedo decir que de entre todos ellos hay dos que ocupan un lugar destacado en ella por la importancia de la Verdad que de ellos se desprende: De cómo Nueva York robó la idea de arte moderno (Serge Guilbaut) y Una vida para el arte (Peggy Guggenheim). Ahora se ha venido a sumar un tercero, el que ahora es motivo de este texto: El tiburón de 12 millones de dólares (Don Thompson). Así, ocupan un lugar destacado, más por su significancia Única que por sus valores intelectuales. Por lo que podría distinguir entre libros que me han interesado mucho por el aspecto clarificador que se deriva, no tanto de las reflexiones y argumentaciones cuanto de su propio ser como artefacto transmisor de UNA idea, y libros que me han interesado por su intelectualidad (dispersa, sugestiva, lúcida, confusa, concluyente, ambigua…).

Intentaré explicarme, pero baste adelantar que este último tipo de libros que tanto me interesan están escasamente valorados por quienes se dedican, precisamente, a los menesteres propios de la reflexión, la ordenación y la catalogación (con fundamentos más o menos históricos o críticos). Y son libros que me interesan aun a pesar de encontrarse vinculados a disciplinas (como la Historia y la Crítica) de las que generalmente desconfío habida cuenta de su necesario componente mitificador. Mixtificador, pues estas disciplinas hayan su común fundamento en La leyenda del artista, esa que tan sabiamente describen Ernst Kris y Otto Kurz. O por decirlo aún de otra forma: cuando leo una Historia del Arte del siglo XX hay siempre algo en ella que me hace torcer el gesto y retroceder. Me sucede incluso ante pensadores eruditos que me merecen el máximo respeto por su pensamiento y por sus estrictas dotes historiadoras. Cuando llegan al siglo XX no pueden evitar el tartamudear; seguramente por intentar explicar lo que muchas veces no pueden entender. Eso al menos percibo yo. Y todo porque la Crítica ha tenido que ser inevitablemente el fundamento de su narración vigésimo secular. O mejor, porque la Historia del Arte Moderno no podría ser posible sin aquello que ha inventado el mismo Arte Moderno, la Crítica. Ese constructo burgués que liquidó toda posible tendencia aristocrática encaminada hacía la belleza o la excelencia.

Así, han podido interesarme las reflexiones de autores que sin duda han ido aportando nuevos y a veces insospechados giros a la forma de entender el mundo de las representaciones simbólicas fabricadas por el ser humano. Pero, curiosamente, las reflexiones que me han podido interesar rara vez provenían de la observación y el análisis de esas representaciones que asociamos al Arte Moderno y Contemporáneo. Porque en efecto, dado el giro que en cierto momento se produce en la concepción del “objeto” artístico, hay una clara diferencia entre el pensamiento producido por el arte anterior a las Vanguardias Históricas y el producido a partir de ellas. Gombrich es el perfecto ejemplo de historiador con un pensamiento seriamente estructurado que cae en la trampa puesta por el mismo Arte Moderno, y por eso aún se defiende bien con las primeras Vanguardias Históricas debido al componente metafísico que todavía puede asignárseles, pero se escamotea con eufemismos y perífrases verbales cuando pretende explicar el ulterior desarrollo de éstas. Como Worringer, Wolfflin, Panofsky, Berenson, Huyghe, Francastel, Lukacs e incluso Argan y Hauser.

Lo interesante

Podría decirse que a partir de 1870 (si bien la Idea comenzó 100 años antes), aunque quizá sería más exacto situarse en la época de entreguerras, “con la Iglesia hemos topado, amigo Sancho” y es así que, por ello y a partir de entonces, sólo podrán producirse en torno al “objeto” artístico actos de Fe (lo veíamos en un anterior post cuando mencionaba las distintas interpretaciones que surgían con motivo de un Picasso). Actos de Fe, pues, que expuestos como explicaciones pretendidamente convincentes resultarán más o menos interesantes y significativas (o directamente grotescas), pero que serán frágiles en cualquier caso debido a la inestabilidad derivada de la misma superstición que las ha generado. Y de ahí que, aun habiéndome interesado toda la literatura generada por el propio artefacto artístico moderno y contemporáneo, considere que apenas son 4 las cosas que han podido ensanchar mi espíritu. Quizá algo de las reflexiones generadas por el Surrealismo y alguna otra cosilla más, en donde esas reflexiones suelen superar al propio objeto que las ha generado. Por eso mi sensación es que la casi totalidad de exegetas que en el siglo XX se han dedicado a reflexionar acerca de los “objetos” que representarían el espíritu de ese siglo no han hecho otra cosa que “mover montañas”, frenética y compulsivamente. Algo que, como es sabido, sólo puede hacerse con una alta dosis de ansiedad y con una desproporcionada Fe. Quizá exagero, pero creo que no.

Greenberg, sin ir más lejos, es considerado por muchos como el último gran crítico de arte. Para mí, sin embargo, no deja de ser un tipo interesante que supo sacarle jugo a una circunstancia política. Fue más un encantador de serpientes que un pensador propiamente dicho. Sus textos son compactos, pero de la misma forma que es compacta una pastilla de jabón. Su conjunto es resbaladizo y con el uso se va reduciendo. Ese es, precisamente, el motivo por el que distingo entre textos interesantes a pesar de su aire mixtificador y textos interesantes por su espíritu desmixtificador. Lo que Serge Guilbaut consiguió con su libro fue una demostración; una demostración que desmontaba sin grandes alharacas la metodología hagiográfica que configura todas las Historias del Arte del siglo XX, esas Historias que a la manera de Hegel intentan desesperadamente entender su propio presente (buscando el “objeto” que mejor represente el Espíritu de la Época); una demostración que anulaba en cualquier caso las explicaciones que desde el mismo mundo del arte había legitimado su historia, la Historia; una demostración de que Greemberg era, antes que otra cosa, un listo. Demuestra Guilbaut que el éxito de los pintores expresionistas americanos se debió a una estrategia gubernamental generada desde los problemas producidos por la Guerra Fría. Y en este sentido Greenberg no fue sino un gran comparsa del Gobierno Americano. De lujo, eso sí, pero comparsa al fin y al cabo.

Por otra parte, también encuentro grandes diferencias entre eruditos cualificados para la abstracción en el Pensamiento y eruditos sólo dispuestos a legitimar el objeto impuesto por un “devenir” social que inextricablemente elige siempre, y bien, los objetos que deberán representar el Espíritu de cada Época. En este sentido Habría que insistir en que mi rechazo se produce siempre ante los textos que (desde un inevitable hagiografismo) han analizado y legitimado los productos concretos a través de un acto, el de historiar, que iría configurando y asentando la Historia del Arte en el mismo acto impositivo. Historiadores que actuaban como Críticos, Críticos que actuaban como Historiadores. Hay pues una abismal diferencia entre quienes hablan del producto Arte partiendo de una Idea para acabar en una abstracción, y quienes parten del “objeto” artístico concreto para acabar en una imposición. Los primeros activan el intelecto con independencia de identificación alguna por parte del supuesto lector; los segundos instalan UN pensamiento ÚNICO en función de “simples” opiniones.

Podría decirse todo de otra forma, por volver al párrafo inicial: hay más Verdad en esos tres libros citados aun cuando su valor intelectual fuera más que cuestionable que en muchos libros de Historia del Arte. De ahí que inmediatamente después avisara de que esos libros se encuentran escasamente valorados por quienes se dedican, precisamente, a los menesteres propios de la el análisis, la ordenación y la catalogación (con fundamentación más o menos histórica o crítica). Lógicamente, pues el hecho de aceptarlos les obligaría a una tarea tan y ímproba como necesariamente devastadora. Tendrían que revisar absolutamente el TODO. Comenzando por abandonar todos los prejuicios y teniendo que partir de cero.

La autobiografía de Peggy Guggenheim es también, en este sentido, una demostración; esta vez Peggy nos demuestra cómo el aburrimiento puede llegar a ser, también, sumamente rentable. Su nivel cultural, muy influido por el latir de sus inquietas hormonas, fue conformándose siempre en torno a un tálamo. Y así fue que una mujer instigada por su propio aburrimiento acabó, gracias a su relevante furor uterino, convirtiéndose en benefactora de un montón de mendigos ambiciosos y espabilados. Se trata, en cualquier caso, de uno de los peores libros que he leído en mi vida. Pero no por ello deja de ser sumamente interesante por cuanto da perfecta cuenta de cómo nace realmente una generación de estrellas. Así pues, “lo interesante” como la categoría más ubicua y más representativa de una Época que carece de reales juicios de valor. La diferencia, en cualquier caso, entre lo interesante de, por ejemplo Rosalind Krauss y lo interesante de Peggy Guggenheim, es que la primera, siendo una pensadora aceptable (aunque muy pelma) es mixtificadora en sus conclusiones y la segunda, siendo una pensadora nula y una escritora nefasta es clarificadora aun a pesar incluso de sus infantiles intenciones. Los pintores expresionistas americanos fueron el primer producto artístico devenido de un marketing de escala mundial. Y Peggy fue la contingente colaboracionista de todo un Gobierno Americano.

Como si

En las tres primeras líneas del libro El tiburón de 12 millones dólares ya deja Don Thompson expuesto el problema. A partir de entonces comienza su periplo investigatorio con el fin de averiguar cuáles son las causas del caos actual en el mundo del arte. Dice Thompson en esas tres primeras líneas: “13 de enero de 2005, Nueva York. El primer problema del agente que trataba de vender el tiburón disecado era el precio de venta, 12 millones de dólares”. En seguida el autor se formula la pregunta, “¿Por qué iba a pagar alguien tanto dinero por el tiburón?”. Su respuesta es que la marca sustituye al juicio crítico y en esta venta se habían juntado varias marcas de gran influencia en la configuración del arte: el vendedor, que era uno de los mejores coleccionistas de arte del mundo (Saatchi), el mejor agente del mundo (Gagosian), el artista de moda de los últimos años (Hirst) y dos de los coleccionistas más millonarios del planeta (Serota, Cohen).

Lo que Thompson pretende con su informado libro es, realmente, averiguar por qué el agente tenía que vender el tiburón a 12 millones de dólares, pues no habría habido (primer) problema si lo que se hubiera pretendido en la misión hubiera sido, simplemente, venderlo a una (cualquier) cifra elevada. No, “el primer problema del agente…era su precio de venta”. Inmediatamente se pone a diseccionar, capítulo a capítulo, todos esos factores que convertidos en marcas, van configurando lo que aún, al parecer, seguimos queriendo llamar arte. ¿Por qué 12 millones y no por ejemplo 2?, ¿no resulta fácil pensar que si el problema era ese precio lo lógico hubiera sido eliminar ese problema?, ¿qué hacía necesario que fueran 12?, ¿qué hacía necesario que por ser 12 el asunto adquiriera tintes problemáticos (“El primer problema…”)? La respuesta, aunque desmenuzada, en las 340 páginas de apretada información.

Thompson sabe que el mundo del arte está conformado por aquellos que lo diseñan y controlan: los agentes (millonarios), las Casas de Subastas (millonarias), los coleccionistas (millonarios), algún director de museo y algún artista espabilado (millonario); esto es: está conformado por el dinero (que non olet). Según las pruebas concluyentes del autor todo en el mundo del arte se ordena en función del dinero, nada se deja al albur de cosas tan nimias como la estética, la belleza, la bondad, la justicia o la excelencia. Todas las partes embrolladas tienen claros sus objetivos, que por otra parte no podrían ser otros: los de entender que la cifra es determinante en el factor cualitativo de la obra. No puede haber obra de arte “buena” que no sea extraordinariamente cara. “Los coleccionistas experimentados no invierten demasiado tiempo en preocuparse por el significado. Si la obra es lo bastante cara como para que lleguen a preguntárselo al marchante o al coleccionista, probablemente éstos se limitarán a inventarse una leyenda con todo lujo de detalles”.

Todas las partes involucradas aportan su granito de arena para que el arte no pueda ser más que un gran negocio. Las Casas de Subasta han convertido el negocio de compraventa en un auténtico galimatías de ingeniería financiera. Pero siendo perfectos conocedores de las motivaciones de los millonarios (gente insegura, según Thompson, que carece de tiempo para la adquisición de conocimientos) los textos de venta de sus catálogos son más que significativos. Y siguen exudando el mismo tufo que exudan los textos de todas las Historia del Arte del Siglo XX: el sulfuroso aroma de la mitificación; de la mixtificación. El libro se encuentra plagado de ejemplos que explican el proceso de ascenso del precio de una obra. En la última parte del proceso puede encontrarse, precisamente, el texto para la catalogación de la Subasta. Ante la obra de Jeff Koons titulada New Hoover, Deluxe Shampoo Polisher, el catálogo de Sotheby’s decía, “Trata de las clases sociales y los roles de género, además del consumismo”. La obra, que como sabrá el lector era una pulidora de suelos en una vitrina de cristal, se vendió a 2,16 millones de dólares. Seguramente porque al comprador debió impresionarle la acumulación de significación simbólica, pues a tenor del texto publicitario, la posesión de la pulidora servía para cuestionar la iniquidad de las clases sociales, con lo que, a través de su posesión, podría mejorar la relación con su servicio doméstico. Además con la posesión de la pulidora les daba una lección a los empleados de su empresa, consumistas compulsivos todos ellos, y se congraciaba con todas las mujeres del mundo que se quejaron algún día del despotismo autoritario de su innecesaria masculinidad.

La verdad es que sólo un ciego (o un monstruo) puede seguir ejerciendo, ante estas circunstancias, su función de crítico o historiador del Arte como si nada pasara; como lo sucedido con Warhol, Emin, Koons, Chia, Schnabel,, Hirst, Kawara, Saatchi, Gagosian, Gonzalez-Torres, Cohen y Tremaine en las subastas nocturnas de Christie’s y Sotheby’s no fuera suficiente para tener que rehacer todos los presupuestos con los que se aborda el análisis del Arte Contemporáneo. Los tres libros citados ofrecen una idea mucho más cabal sobre lo que es el arte entendido desde el propio y pertinente concepto de Historia que los mismos libros de Historia del Arte que aún fundamentan sus imposiciones dogmáticas en lo que no pueden ser sino simples opiniones. Opiniones, además y esta vez, ya no fundamentadas en la Crítica (como sucedía hasta hace poco), sino en la más pura ingeniería financiera. Sólo un monstruo podría escribir una Historia del Arte actualizada sin analizar cómo afectan todos esos datos (de estos 3libros) en la propia narración histórica de los hechos. Sólo un inepto (o un monstruo) dejaría de usar, de forma retrospectiva, las conclusiones que de esos datos se desprenden.