sábado, enero 22, 2011

Del miedo y la hipocresía

Son tantas las veces que me he definido como un cobarde (en este blog) que, aunque sea por una vez, estoy dispuesto a considerarme, si no un valiente sí al menos un atrevido (ingenuo). Para situar la historia en la que pretende demostrar mi valor necesito primero remitirles a dos recientes posts que se centraban en las consecuencias producidas por un tipo de sujeto, el contemporáneo, que se caracteriza por su connivencia con la corrección política; unas consecuencias que se derivaban, fundamentalmente, de decir públicamente cosas contrarias a las que se piensan. El sujeto del hoy, venían a decir los citados posts, se ha habituado a vivir sin soltar el clavo ardiendo por el que se sujeta, y aunque tal actitud propicie dolor no estará dispuesto a soltarlo si en ello le va el vivir “descolgado”. Así, lo que trataban de demostrar esos posts es que la corrección política ha calado tan hondo en la vida social que puede afirmarse, sin temor al equívoco, que ya son muy pocos los que pueden permitirse el lujo de decir públicamente lo que piensan. Lo que a su vez puede ser expresado de otra forma; haciendo uso no tanto de la actitud activa (“decir”) como de la actitud pasiva (“callar”). De esta forma, el ciudadano del hoy se caracteriza tanto por decir lo que no piensa como por su tendencia a NO decir (públicamente) aquello que pudiera perjudicarle en su objetivo, ya sea éste el perverso de medrar o ya sea el simple de sobrevivir.

Pero empecemos por el principio y centremos el asunto. Como en alguna ocasión ya he comentado soy un compulsivo comprador de libros. Ahora puedo apostillar, además, que desde hace 25 años soy absolutamente fiel a una concreta librería situada en el centro de Valencia. De hecho, puedo estar en La Central de Barcelona sosteniendo libros con una mano mientras con la otra sujeto el teléfono a través del cual los encargo a “mi” librería. El dueño es un tipo especial con el que mantengo una extraordinaria relación. Trabajé para él 5 años dirigiendo la programación de la galería de fotografía que alberga en su espacio, la galería que a mediados de los ochenta hizo famosa la librería. Trabajar 12 horas al día fue la clave para que mi amigo pudiera sobreponerse a la jauría de las macrosuperficies con sus best sellers. Para definir su ideología, ideología que mantiene firme desde la época del colegio, sólo puedo decir que se trata de un madrileño que recién llegado a Valencia (a mediados de los setenta) se puso enseguida a defender la cuatribarrada mientras aprendía el catalán y hacía pintadas contra la Guardia Civil.
Hace unos meses tuvo la ocurrencia de realizar una publicación que conmemorara los 25 años de intensa actividad de la librería-galería. Pidió colaboración a multitud de personas que de alguna forma habían estado vinculadas al negocio, ninguna de ellas con el estrecho nivel de relación que a mí me había unido a él. Mi colaboración fue solicitada más que por un motivo por múltiples de ellos; yo ayudé en los inicios, colaboré directamente en varios proyectos y trabajé formalmente para la empresa. Pasados unos días de la petición ya le hice saber que, si bien faltaban unos meses para llevar a cabo los preparativos de la edición, yo ya había escrito mi texto y que el mismo llevaría una nota en la que exculparía a la librería de toda opinión por mí expresada. El caso es que por unos motivos o por otros (que realmente desconozco) la cuestión es que la publicación está en imprenta y mi texto no ha entrado. ¿Malos entendidos? Puede. Pero puede que no sólo. Este es el texto que debió publicarse:

Railowsky. Tesón y constancia
Me acuerdo de sus inicios porque yo fui de los que ayudó a rascar la vieja pintura humedecida del espacio recién adquirido por sus tres propietarios y socios. 1985.
Han pasado ya 25 años desde entonces y al frente del negocio se encuentra, solo (ante el peligro), uno de aquellos tres pioneros suicidas, Juan Pedro Font de Mora.
Hace pues 25 años se abrió en Valencia una librería especializada en cine, fotografía y periodismo, y que contendría en su interior una de galería de fotografía. ¡Qué fantástica y bella inconsciencia!
Hace 25 años todos sabían de las pocas posibilidades de futuro que tenía un proyecto de estas características en lo referente a las dos vías de negocio, pero sobre todo en lo que respecta a la galería de fotografía. Primero por encontrarnos en España, lugar que ha demostrado, siempre, un profundo y furibundo desprecio hacia la fotografía. Y segundo por encontrarse ubicado el proyecto en Valencia, ciudad cansina caracterizada por combinar estupendas y minúsculas arrancadas de macho con espectaculares y grandilocuentes paradas de burra. Las primeras siempre realizadas por gente de casta (en el primer IVAM y en la primigenia Sala Parpalló) y las segundas siempre instigadas desde unos ineptos poderes fácticos; los que acabaron imponiendo en Valencia veleros y coches en detrimento de programas culturales serios. Los que acabaron dejando que el IVAM pareciera una enorme falla, con ninot indultat incluido.
La opción de Railowsky fue la de caminar por senderos alternativos y pedregosos. Y la de vivir emboscados ante el fagocitador mundanal ruido. Y consiguieron en unos pocos años (allá por 1990) un prestigio internacional infrecuente en empresas tan económicamente poco ambiciosas. Mientras que en España se seguía despreciando todo lo que pudiera vincularse al gelatinobromuro de plata. Porque el coleccionismo en España se ha interesado por la fotografía sólo cuando otros países se la han impuesto. Y de ahí que, por hacer extensivo el problema, el mercado del Arte en España sea el de un miserable pero significativo 0,6% respecto al mercado mundial. Hay, por poner un ejemplo, más galerías de fotografía en un solo barrio de París que las habidas en España durante toda su historia.
En cualquier caso, insisto, Railowsky consiguió en unos pocos años un prestigio internacional poco frecuente. Y la explicación es exageradamente sencilla: un gusto REAL por el objeto expositivo y el justo ánimo de lucro. Así: mucha honestidad. Y trabajo a manta. Cualidades que se encuentran, como bien es sabido, en las antípodas de lo que se enseña hoy a las nuevas generaciones que viven ya sólo de forma on-line.


Nota del autor. Sólo el abajo firmante se hace responsable de las opiniones vertidas. En ningún caso Railowsky tiene por qué hacerse cargo de lo que nos son sino simples opiniones personales.

Post Scriptum. En varias ocasiones he coincidido en la librería con un cliente habitual que siempre mantiene charlas apasionadas con mi amigo y dueño. Sólo sé de él por lo que escucho de sus conversaciones, siempre marcadas por el tono machacón y quejumbroso respecto a la política cultural valenciana. Son conversaciones que se caracterizan por su espíritu crítico respecto a las políticas de gestión de nuestros gobernantes. Y, no faltándoles razón a ambos en los argumentos, y aun estando de acuerdo en los fundamentos de las críticas, no dejan de provocarme, siempre e indefectiblemente, cierto rechazo en lo concerniente a lo expresado por el susodicho cliente. Yo siempre me he mantenido al margen de las conversaciones aun cuando con la mirada el cliente haya buscado con frecuencia cierta complicidad conmigo, quizá por saberme amigo de su interlocutor.

Después de varios casuales encuentros marcados por la distancia se ha producido el encuentro del conocimiento. A mi pesar, claro. Ayer le conocí porque con toda la buena voluntad del mundo se le ocurrió a mi amigo presentarnos. No tardó ni 3 minutos en derivar la conversación hacia el tema que tanto parece apasionarle; el de la impresentabilidad de nuestros gestores culturales. Y de nuevo me sucedió: aún estando plenamente de acuerdo con los argumentos algo había en él que me molestaba, o mejor, algo que más bien me desagradaba. En seguida salió a colación el famoso tema de la destitución del director del Muvim a cargo de las instancias políticas, tema por cierto en el que los gobernantes valencianos hicieron el más espantoso de los ridículos, además de mostrar unas formas absolutamente propias de cualquier totalitarismo.

La cuestión es que queriendo ir más allá de la lógica (por pertinente) desacreditación de los políticos, el ínclito cliente mostraba un tremendo enfado hacia quienes, para él, resultaban tan canallas como estos: los periodistas. Así, se quejaba no tanto de una clase, la política, como de una ciudad entera, pues su enfado, como digo, se hacía extensible a una opinión pública que no había sido capaz de aprovechar un desafuero politizado para expulsar a los malos del poder. “Los periodistas -me decía cogiéndome el antebrazo y acercando su boca a mi oreja- son los que verdaderamente me han decepcionado. Han tenido la oportunidad de poder hacer algo en contra del poder y han preferido amarrarse a su trabajo y hacer oídos sordos. Una pandilla de vendidos”. Y, en efecto, dadas las condiciones de la queja ésta no se conformaba con el rechazo a los políticos de turno. Se mostraba indignado, en definitiva, con quienes según él nada habían hecho respecto a lo que debían. Se mostraba indignado con los no-activistas. “Sabes lo que te digo –continuó bajando el tono de voz y torciendo el gesto-, desde que sucedió aquello le he cogido manía al museo, ya no me gusta ir; es más: me da cierto asco”.

En estos momentos de la conversación yo hice memoria y le comenté que en todo caso no sólo los periodistas pudieron ser cómplices con su falta de acción, sino que, según tenía entendido, los propios artistas lo habían sido de igual forma, si no más. Y aproveché para contarle la anécdota acaecida pocas horas después de la destitución del director del museo, esa destitución que tanto le indignó y que tuvo, según él, que propiciar en muchos la necesaria queja pública y activista. Lo llamo anécdota por llamarlo de alguna forma. La cuestión es que pocas horas después de la fatídica (y politizada) destitución del entonces director e celebraban en el museo las inauguraciones de tres exposiciones. Al parecer, y según un amigo que se encontraba presente, los autores, comisarios, amigos espectadores, periodistas, etc. que habían acudido a las mismas se encontraban en una tesitura que resolvieron de forma grotesca, pues en las puertas del museo se había convocado una manifestación para quejarse de la injusta destitución. Los “espectadores” no sabían exactamente qué debían hacer y optaron por hacer las dos cosas: gritaban un rato con pancarta en mano y acto seguido entraban a tomarse un vino en honor del artista amigo. En vez de renunciar a exponer como signo de protesta habían decidido mantener la exposición como signo de indiferencia hacia los hechos.

Yo pensaba que el cliente iba usar la anécdota para incrementar su indignación, pero no sólo no fue así, sino que quiso quitarle importancia con frases del tipo, “bueno, eso son cosas que en el fondo… pues… no tienen… ya sabes… la cuestión es que los periodistas valencianos no han estado a la altura de…”. El caso es que al cliente no parecía haberle hecho mucha gracia mi comentario y continuó hablando de otras cosas menos comprometidas. Y así hasta que comenzaron los típicos intercambios de muestras de interés por parte de ambos. “Entonces tú, a qué te dedicas”, le dije. “Soy artista”, respondió. Fue cuando mi amigo y dueño de la librería, que se había encontrado al margen de la conversación atendiendo a clientes, pasó junto a nosotros y apostilló dirigiéndose a mí, “si hombre, si lo debes conocer, es fulanito”. Y en efecto, fulanito no sólo era artista sino que había sido uno de los artistas que inauguró su exposición horas después del la injusta destitución del director del museo. Y la mantuvo durante todas las fechas programadas.

domingo, enero 09, 2011

Música

Hay gente con la mente muy abierta respecto a la Música. Es más, he podido comprobar a lo largo de mi vida que es mucha la gente que gusta de la Música así, en genérico, y que por lo tanto escucha con el mismo o similar placer música de muy diverso género. A mí, sin embargo, siempre me pasó algo distinto, más bien lo contrario: me gustó como a todos (al parecer), pero muy poco de ella. Ya de adolescente me incliné por una música que apenas podía compartir con nadie. Y además, salvo alguna rara excepción con la música clásica, prácticamente sólo me gustaba esa, la que me gustaba. Mi problema de entonces, que sigue siendo parecido al de ahora, es que cada vez que me preguntaban acerca de mis gustos musicales no sabía qué responder. Comprobaba, igual que ahora sigo comprobando, que no había respuesta que pudiera zanjar fácilmente la cuestión.

De hecho, cuando en alguna ocasión me veía sin ganas de responder in-extenso, siempre e invariablemente se hacía mi interlocutor una idea equivocada del asunto. Sigue pasándome lo mismo y, si bien es cierto que la respuesta detallada no sería la misma de antaño, el fondo de la cuestión permanece inalterable. Por ejemplificar: si ante la pregunta adolescente “¿qué música te gusta?” yo contestaba “el Jazz”, indefectiblemente el interlocutor se hacía una idea equivocada del asunto. Y no tanto por una posible incompetencia del mismo cuanto por la indefinición de lo que tal adscripción podía englobar, o incluso significar. De hecho, de la misma forma en la que decía que el Jazz era la música que me gustaba pude decir, sin que hubiera habido un ápice de falsedad en la afirmación, que el Jazz era una de las formas musicales que más odiaba. Tal era (es) el valor polisémico de la palabra Jazz. Sin ir más lejos, uno de los compañeros colegio de entonces, que continúa siendo amigo, tenía una idea del Jazz absolutamente contrapuesta a la mía. Él (como otros amigos ulteriores al colegio) escuchaba Jazz Contemporáneo y se retrotraía unos cuantos años para entenderlo. Así, el entendimiento de lo contemporáneo pasaba por entender retroactivamente el Bebop. Yo, sin embargo, sólo gustaba de los orígenes de la música negra y como mucho llegaba a algunas de las Big Bands previas a la constitución del Bebop, ese estilo atiborrado de excesos que por aquel entonces no soportaba en ninguna medida. Me costaba entender los desafueros incomprensiblemente veloces y arrítmicos de Coltrane, Young y Parker. Y sin embargo me complacía el sonido roto y quejumbroso de Ben Webster, o el sonido intelectual (sí) de los cuartetos de Benny Goodman.

Ha pasado mucho tiempo desde entonces y mis gustos han ido y venido por vericuetos a veces imprevisibles. Se han ampliado mis preferencias, si bien es cierto que no me consideraría jamás un ecléctico. Cuando ahora alguien me pregunta por mis gustos musicales ya sí sé qué responder: “me gusta Duke Ellington”. Esa es la respuesta más precisa que puedo dar. Es verdad que escucho ahora mucha más música que antaño, y es incluso probable que escuche ahora menos al Duke que antes, pero no es menos cierto que cuando escucho al Duke quedo impregnado por la esencia que la palabra música contiene. Para mí no hay nada que represente mejor el concepto de Música del siglo XX que el conjunto de sus miles de composiciones musicales, las que además tocaba en vivo aquí y allí sin descanso.

Mucha gente sigue asociando su figura al Cotton Club y entienden su música desde la perspectiva de las Big Bands, lo cual no deja de ser una simplificación recurrente que denota cierta ignorancia. Duke Ellington fue mucho más que eso; es más; casi fue lo contrario de eso. Una vez escuchado el Duke seriamente casi todas las Big Bands suenan a verbena. Ya en los primeros treinta se despertó en él un interés por llevar su música a territorios desconocidos por el mundo sincopado del Jazz. Por aquel entonces conoció a un músico que resultó absolutamente definitivo en la conformación del sonido ellingtoniano: Billy Strayhorn, un ser intovertido 20 cms. más bajo y diez años más joven que el Duke. De ahí surgieron los primeros dos trabajos orquestales serios de la banda, Jump for Joy (1941) y Black, Brown and Beige (1943). Después de estos nunca dejó de plantearse obras que trascendieran lo que una nomenclatura de género musical constreñía. De hecho conviene recalcar en que el trabajo realizado en los cuarenta no fue sino la vía por la se abrió paso para conseguir verdaderos frutos 15 años más tarde, cuando se hubieron perfeccionado los estudios de grabación. Esas primeras obras fueron brillantes aproximaciones que tuvieron su peso e influencia en su momento y que sirvieron al Duke como plataforma para sus investigaciones ulteriores, menos “históricas” pero más contundentes y perfeccionadas. Por eso me resulta tan extraño como incomprensible que muchos historiadores de la música (incluido Alex Ross, que le dedica varias páginas en su imponente obra) sigan aún ninguneando el trabajo que el Duke realizó en sus últimos años.

No hay más que ver ciertos vídeos que sobre él se realizaron para comprender qué le impulsaba a ser músico. El Duke era, ante todo, plenamente feliz escuchando en directo todos los arreglos que había anotado la noche anterior en la suite del hotel de turno. Disfrutaba tocando el piano y disfrutaba dirigiendo a sus músicos, unos músicos que sólo alcanzaban su máxima cota de excelencia cuando tocaban en la formación ellingtoniana. Algunos se formaron con el Duke y se despegaron de él para llevar su carrera de forma más libre (Barney Bigard, Ben Webster). Algunos de ellos intentaron brillar con luz propia, pero siempre acababan volviendo a la banda para mostrar lo mejor de ellos (Jimmy Hamilton, Johny Hodges). Y otros le fueron estrictamente fieles durante toda su vida (Rusell Procope, Harry Carney, Paul Gosalves).

El sonido peculiar de Ellington lo proporcionaban sin duda los vientos, sobre todo la heterodoxa mezcla de caracteres en la sección de saxos. Un barítono, uno o dos tenores, dos altos y dos clarinetes. Harry Carney con el saxo barítono le otorgaba la profundidad melancólica que dejó el vació de Ben Webster. Rusell Procope, que combinaba el saxo alto con el clarinete, aportaba a la banda un sonido de fondo que resultaba imprescindible en el clímax del final de muchas piezas. Jimmy Hamilton ponía el sonido Orleans que nos recordaba constantemente los orígenes del Jazz. Pero si algo caracterizó el sonido por el que Ellington merece un puesto en el Olympo fue la excéntrica mezcla de dos saxos tan extremadamente antagónicos, Paul Gonsalves y Jonhy Hodges. El primero me hubiera resultado insoportable fuera de la banda, pero se hacía necesaria su presencia en ella para aportar la disonancia que compensaba tanta armonía. Parecía un autista cuando hacía sus solos; apretaba sus labios, cerraba los ojos y se retorcía con su instrumento formando una unidad con él. Rara vez conseguía contener su virtuosismo digital y sus solos acababan siempre variando la melodía y hasta el tempo de la pieza. Algo que el Duke usaba en beneficio de todos, porque si algo tuvo claro siempre el Duke es que debía escribir las partituras en función de sus particulares músicos, a los que conocía perfectamente y a los que se adaptaba en función de sus posibilidades y de sus limitaciones. Y por otra parte estaba Jonhy Hodges el más grande saxo alto de todos los tiempos, con su inconfundible sonido metafísico que aplanaba la base de toda melodía sobreponiéndose al tema central y dotándole de una fuerza celestial. Fue lo opuesto del bueno de Gonsalves (tan bebopiano él), que compensaba su introversión con apasionadas contorsiones. Hodges, sin embargo, no sólo permanecía inalterable en el punto álgido de su solo, sino que además mantenía los ojos abiertos como si fuera él quien te estaba escuchando, como si la cosa no fuera con él.

Duke Ellington grabó innumerables discos, muchos de ellos contenían selecciones de distintos temas que combinaba según su estado de ánimo. Muchas de sus grabaciones más famosas las hizo en directo y ahí también resultó ser poco previsible. Es cierto que hacía alguna pequeña concesión con esos temas que siempre acababan por demandarle (Caravan, Satin Doll, C-Jam Blues, Perdido, Black and Tan Fantasy…) pero él siempre iba más lejos de lo previsible y ofrecía al público mezclas y combinaciones que eran fruto de su inevitable necesidad de creación.
Lo mejor de su creación se encuentra en las piezas largas creadas a base de pequeños fragmentos. Casi todas ellas compuestas y grabadas a lo largo de la década de los sesenta: Far East Suite, New Orleans Suite, Tongo Brava Suite, The Degas Suite, The Girl’s Suite, The Perfume Suite, The Queen’s Suite, The Goutelas Suite, The Uwis Suite. Y no podemos olvidar su memorable partitura para la película de Preminger Anatomía de un asesinato. Y su extraordinaria interpretación de la banda sonora de Mary Poppins. Y su disco A drum is a woman, obra que nos narra con orquestación y de forma sui generis los inicios del Jazz, que fue por otra parte el resultado de un proyecto frustrado que compartió con Orson Welles.

Oigamos Clementine de The Girl’s Suite: Surge el clarinete (Procope) con un vibrato en el registro bajo que deja escapar sabiamente algún agudo. Sonido compacto y resonante de un clarinete abrumador. Las trompetas de fondo y con sordina acompañan a golpes este inicio que indica una apertura, una apertura con ritmo alegre pero contenido. El clarinete deja paso a un evidente diálogo mantenido entre la sección de saxos al completo y un piano sutil que parece dar la razón a los vientos con cortesía y dulzura. Diálogo entre quien dice cosas sensatas y quien las corrobora con delicadeza (Duke) a golpe sutil de teclado. De repente surge una afirmación por encima del diálogo; se trata del saxo alto (Hodges) que entra en escena con un discurso afirmativo, pero con un indudable alarde de felicidad y sentido del humor. El saxo impone su opinión con un fraseo convincente por su sencillez y una galantería sólo propia de los sabios a los que gusta escuchar. Es entonces cuando vuelve a hacer acto de presencia el clarinete que nos introdujo en esta conversación mantenida en el muelle, al claro de una luna que en el mar se refleja perfectamente entre los mástiles de los veleros. Entra el clarinete para hacer de contrapunto al saxo y se superponen en un clímax en el que ambos brindan por la felicidad que efectivamente estalla en la audición. Los instrumentos sonríen entre bemoles y sostenidos hasta que se despiden. Llegado este punto, he de reconocer, es cuando me caen lágrimas como granadas.

Casi al final de sus días Ellington se hizo una entrevista a sí mismo en la que ante una pregunta protocolaria decía, “Jazz es tan sólo una palabra que en realidad no significa nada”. Al final de la autoentrevista el Duke ponía entre paréntesis, “(Si un entrevistador hace preguntas tontas es solo porque piensa que el entrevistado es tonto)”. El Duke, Duke Ellington. La Música.

viernes, enero 07, 2011

Misantropía

Me gustaría tener vocación de ermitaño, pero como no la tengo me conformo con poseer un lugar retirado del mundanal ruido. Allí voy siempre que puedo a desintoxicarme del exceso de rostros que sufro en mi habitual lugar de residencia; rostros que me agreden con su circunspecta presencia; rostros irreverentes a su pesar. Rostros innecesarios. Allí voy siempre que puedo a concentrar todo lo que mi fuerza centrífuga se encarga de alejarme en el hábito. Sólo puedo obtener la concentración necesaria allá donde los rostros sean evanescentes; o figurados. O minúsculos como una cerilla. O insignificantes como un miasma. Para no disiparme sólo me hace falta una celda de trabajo y unas buenas vistas. Algo que encuentro siempre que acudo a “mi cabaña”, sita entre Cabo de San Antonio y Cabo de la Nao. Allí voy siempre que puedo, tanto a concentrar lo disperso cuanto a separarme del mundanal ruido. Y no es la común unión a la naturaleza lo que me llama, sino la necesidad de emboscadura, que diría Junger. La necesidad de recogerme para así encontrar la distancia oportuna. No es por tanto un sitio para la creación, aunque ésta pueda darse, sino un lugar para la oxigenación y la meditación. Por lo que resulta importante la ausencia “del otro”. Amar a M., leer, pensar y comer paellas son los objetivos; y no pasear, producir o tomar güisquis.

Lo llamo “cabaña” irónicamente y en honor al lecorbuseriano término cabanon, porque mi casa de la costa nada tiene nada que ver con una cabaña. Así, no es el tipo de espacio habitable lo que me emparenta con Le Corbusier, tan distinto el suyo del mío, sino más bien lo que de él se pretende; lo que de él se espera. Digo yo, por especular acerca de lo que pudiera pretender el arquitecto. De hecho su cabaña se encontraba hábilmente situada en plena costa, entre Menton y Montecarlo. Si bien, y por otra parte, no tengo constancia de que además de concentración (para consigo) buscara distanciamiento (para con el otro), sobre todo si tenemos en cuenta que su cabaña carecía de cocina porque se encontraba ubicada en el jardín del restaurante Etoile de Mer, en Cap-Martin, donde el maestro comía todos los días. Algo que la leyenda se encarga de omitir o disimular para otorgar más potencia al mito, el mito de quien se “encabañiza”. Es más, bien pensado, la cabaña de Le Corbusier ratifica mi sospecha de que el arquitecto era un listillo. Y dadas las características estéticas (y funcionales) de sus obras y proyectos legados, un misántropo.

Addenda. Los hagiógrafos de Le Corbusier siguen relacionando sus proyectos con la búsqueda de la belleza (¿). Y entienden su modulor como una explicación convincente (¿)… porque resulta interesante respecto a sus intenciones (buenas). Y hablan de sus “pilotis” y de sus “máquinas para habitar” levitando por encima de la Unité d’habitation (Marsella), que fue apodada por los propios vecinos como “la casa del chiflado”. Curiosa es por tanto la coincidencia: el origen de cabanon (en el siglo XVIII) era la maison de fada, una especie de caseta exigua donde se encerraba a los locos peligrosos.