domingo, marzo 27, 2011

El origen de la tragedia

Al parecer, toda oportunidad es buena para realizar proyectos que encuentren rápida aceptación, tanto mediática como popular. Toda oportunidad es buena para realizar proyectos que tengan asegurado el éxito social, esto es, económico. Informe Semanal ha realizado un reportaje a propósito de la exposición Heroínas ubicada en el Museo Thyssen y en la Sala de la Alhajas de Caja Madrid. El reportaje es, como era de prever, un panegírico sobre la mujer, tanto la que se referencia en el arte escogido y expuesto como la que en la actualidad vive en una revolución constante e inacabada (además de valiente, comprometida, meritoria, necesaria…). Éxito asegurado, pues, tanto en la acogida de la exposición como en la recepción del reportaje televisivo. Las mujeres representadas en la exposición son, como dice la locutora, “mujeres que nos incitan a mirarlas para entender lo que representan”. Pero, ¿cómo quedaría representada una mujer contemporánea occidental? Veamos.

El final del reportaje televisivo es representativo, no tanto de todo el propio reportaje, que también, cuanto del sentir expresado desde hace años por la Opinión Pública. Se trata de las imágenes del vídeo de una de las artistas expositoras, un vídeo en el que aparece una mujer destrozando literalmente coches con un mazo. A propósito del vídeo y para concluir el reportaje dice la locutora respecto a esas imágenes, “la danza casi enajenada de la muchacha del vídeo realizado por la artista Pipilotti Rist es toda una provocación. Habrá quien sólo vea en ella a una mujer enloquecida, pero esta chica que golpea feliz con el thyrso de las ménades antiguas podría ser la mejor imagen de la liberación que muchas mujeres de occidente esperan”. Así pues, la violencia como símbolo tan último como necesario. La violencia como la “mejor” imagen; la violencia como única solución. Una suerte de “Haz lo que debas” (Spike Lee) o de “Sin perdón” (Eastwood) entendido como incitación a la única solución posible: la lucha. Ya sabemos, por tanto, cómo quedaría representada una mujer contemporánea occidental: haciendo lo que “las mujeres de occidente esperan”. Que por eso la muchacha (ménade) del mazo (thyrso) es "feliz" en el uso de la violencia.

Y es con esto con lo que nos toca vivir: con la destrucción En este caso con la destrucción de lo que ha ido confiriendo sentido a la vida a partir de los pares, de las dicotomías, de las tesis/antítesis: la dialéctica. La lucha, pues, entendida (por las mismas violentas que la proponen) como un simple medio para conseguir un fin tan legítimo como necesario, la destrucción de todo lo que apunte a la diferencia. Por eso, lo que promueve la Opinión Pública es, como hemos escuchado en el reportaje, la “regeneración” de las ménades, de las mujeres violentas. Ménades que empuñan thyrsos con los que destrozar indiscriminadamente. Ménades que pretenden acabar con los discriminatorios (¿) pares complementarios que afirman las diferencias. Lucha, en definitiva, contra el hombre. (Y espero que no se confunda la violencia que unos cuantos hombres infligen sobre unas cuantas mujeres -en los países desarrollados, occidentales- con esa otra violencia que la mujer inflige sobre el hombre a diario desde la Opinión Pública desde todos los medios de comunicación).

Así, para la Opinión Pública, nada de activos/pasivos, nada de serenidad/irracionalidad, nada de racionalidad/instinto; nada: todos activos, todos en la orgía y además todos haciendo lo mismo con independencia del sexo: dando, “penetrando”. Nadie pasivo, nadie recibiendo. En eso consiste la lucha, como hemos visto en el vídeo de la exposición, pero sobre todo en el discurso del reportaje: en que todos den. Así, por ejemplo y por irnos al terreno de la Tragedia, las ménades se imponen sobre cualquier posibilidad dialéctica nacida de pares complementarios (lo apolíneo y lo dionisíaco). Todos, pues, en la orgía y con el mazo en la mano. El fin último de esta demoledora propuesta pretendidamente desmitificadora era acabar con la confrontación (atestiguada por la mitología) entre sexos por creer que era sexista y perniciosa; acabar con la confrontación para poder imponer la igualdad.

Pero la verdad es que, después de todo, la aniquilación de la confrontación atemperada (apaciguada en tanto que culturizada por el mito) se ha transformado en una confrontación psicopática. De esta forma, la confrontación que se ha impuesto -para moldear sujetos sexuados pero indiferenciados respecto a su sexo- no ha hecho otra cosa que introducir una nueva violencia, la que ya no se encuentra, lógicamente, justificada por ningún mito constructivo. Y el reportaje de Informe Semanal, aun en su aparente aire comedido, es una perfecta muestra de toda esa violencia latente (¿) que se oculta tras la reivindicada desmitificación, una desmitificación puesta en marcha desde el revanchismo (E. Lynch). Por tanto, se quería eliminar la confrontación, por ser asociada al Mal (patriarcalismo, machismo) y lo que se ha conseguido es amplificarla. Eliminando de la confrontación inevitable (y por eso antaño mitificada) todo vestigio de sentido. Éste y no otro es el origen de la verdadera tragedia. La por venir.

martes, marzo 15, 2011

Schlegel (Fiedrich, por supuesto) y la felicidad

Y no tanto el pensador que escribió Sobre la incomprensibilidad cuanto el novelista que escribió Lucinde. No sé si, como dicen algunos expertos, es Lucinde la primera novela moderna, pero el caso es que lo parece. ¿Qué clase de novela es Lucinde? No sabría decir, pero todo nos conduce a calificarla de extraña y difícil, es decir, moderna. Y yendo más lejos podría decirse que Lucinde es la novela que nos esperaba después de la muerte de la novela, o sea, después de la imposibilidad de mantener viva la idea de novela. Muchos de los formatos novelísticos de los últimos tiempos se encuentran muy influidos por ella. Así, Lucinde es un artefacto extremadamente actual, además de extraordinario, después de más de 200 años de vida.

Lucinde son las confesiones de un inexperto, según el propio Schlegel en la misma novela. Lucinde es una exaltación de la confusión como modo de vida, una exaltación de la incomprensibilidad. Lucinde es una apología a la libertad que a su vez se libera de las convenciones narrativas y se emancipa del sentimentalismo burgués. Lucinde es una oda al amor… verdadero, que no es otro que el que acaba con las malditas encrucijadas vitales que impiden la felicidad; al amor verdadero: al amor con sexo (mal que le pesara a Schiller, que odiaba a Schlegel). Lucinde es, como el propio autor dice a mitad de la narración, “una novela fantástica” que sólo podrá “entender por completo “Una” persona, la propia Lucinde, el verdadero amor de Schlegel. “A todas las demás [mujeres] espero atraerlas y repelerlas alternativamente…”. He aquí una declaración de intenciones. Más bravucona que real, puesto que la novela es, como no podía ser de otra forma, una novela de difícil lectura debido a las contradicciones, parábasis y anacolutos que voluntariamente encierran una trama fragmentaria y discontinua.

La novela es una novela de amor, o mejor, es una novela que ensalza el amor a través de la experiencia del protagonista que no es otro que el propio autor: “Cree –le dice a Lucinde el autor/personaje- que no sólo escribo para ti, sino para los contemporáneos. Créeme, lo que importa es simplemente la objetividad de mi amor”. Y, en efecto, toda la novela es una oda a su amor por ella, Lucinde, una mujer que, como todas, es “principio del mundo” y “centro de originalidad”. Y “que lo sabe ya todo aún antes de que el rayo del amor se haya encendido en su tierno seno y haya transformado el capullo cerrado en el completo cáliz floral del placer”.
Así pues, nos encontramos ante una novela que pretenderá, a través del elogio a Lucinde, sondear las inescrutables diferencias que separan/juntan a dos personas de distinto sexo, las diferencias que convocarán al amor desde la complementariedad. Debido al estilo fragmentario, así como al carácter de ciertas opiniones vertidas, sí podría considerarse una novela absolutamente moderna. Si bien es también cierto que tal modernidad chocaría de bruces con la actual y miserable concepción que se tiene de la diferencia (en los sexos), anatemizada en pro de lo que intenta pertinazmente imponerse, la igualdad. Lucinde es una apología al amor, una apología al amor afirmado como posibilidad real, no ideal.

Y es aquí donde emerge la genialidad de este escritor enigmático y desconcertante que mezcla sabiamente modernidad y antigüedad a partir de un entendimiento combinatorio de dos categorías estéticas, lo interesante y lo bello, en donde coinciden lo subjetivo y lo objetivo. Dice Schlegel al inicio de su novela, “¿Cómo se puede escribir lo que apenas está permitido decir, lo que sólo se debería sentir?”. En efecto, lo que viene a decir el autor en la novela pertenece al ámbito de lo privado, pero resulta necesario ser dicho en la medida en que al final de las cuentas se trata de un gesto de generosidad y agradecimiento (hacia una mujer, Lucinde). Por otra parte, y haciendo una lectura anacrónica de la frase, lo que escribe Schlegel apenas está permitido decirse… ¡en la actualidad! Con independencia de que lo dicho se corresponda, o no, con una realidad atemporal.

Lo dice Schlegel en los primeros compases de la novela: “Como amante y escritor educado quiero intentar dar forma a la cruda casualidad y transformarla en objetivo. Pero para sí y para esta obra, para mi amor por ella y para su formación en sí, ningún objetivo es más apropiado que el destruir ya al principio lo que llamamos orden, alejarse ampliamente de él, apropiarse el derecho de una encantadora confusión […] esta carta única en su género tendría una insoportable unidad y monotonía y ya no podría conseguir lo que quiere y debe: imitar y completar el más hermoso caos de elevadas armonías y placeres interesantes”. Con estas premisas Schlegel no pone en situación acerca de la pretendida (por encantadora) confusión romántica.

Para el filósofo la mujer sería admirable: “todo lo que amáis lo amáis por completo, como al amante y al hijo”, “para el alma femenina el amor es un sentimiento indivisible, para el hombre puede ser sólo un cambio y una mezcla de pasión, de amistad y de sensualidad”. Tal es para el filósofo la diferencia, una diferencia que se sustenta sobre la visión que inevitablemente se expresa desde la masculinidad; una diferencia cuyo análisis es fundamento de la historia. Pero refiriéndose a lo que Diderot llama el sentimiento de la carne dice Schlegel que “muchos virtuosos de la masculinidad terminan su carrera sin haber tenido ni idea de él. Un libertino puede saber cómo desatar un cinturón con algo de gusto. Pero sólo el amor enseña únicamente algo al joven aquel alto sentido artístico de la voluptuosidad por el cual la fuerza masculina es formada para la belleza”. Y continúa “[el sentimiento de la carne] el hombre sin duda lo necesita por naturaleza, pero no lo presiente”. ¿Qué puede significar respecto a ambos sexos las respectivas carencias que enuncia implícita y explícitamente la frase? ¿Sería posible entonces hablar realmente de diferencia? ¿Hasta qué punto la diferencia podría ser cuestionada por qué sexo y en función de qué intereses?

La cuestión es que, después de todo, “Un hombre que no pueda llenar y satisfacer por entero el deseo interior de su amante no sabe en absoluto ser lo que es y debe ser”. Lo que ya había dejado claro Schlegel en la segunda página de la novela cuando dice: “nos abrazamos con tanto desenfreno como religión. Te pedí que te entregaras completamente al furor y te supliqué que fueras insaciable. Sin embargo, con fría reflexividad estaba yo a la escucha del más ligero rasgo de alegría para que no se me escapara ninguno ni quedara ningún hueco en la armonía. No sólo gozaba, sino que también sentía y gozaba el goce”. En efecto, cada sexo busca la felicidad en función de lo que el mismo sexo “le exige”, y encuentra la felicidad en “lugares diferentes”. Mientras la mujer goza, el hombre, para gozar, se ve obligado a mantener una “fría” reflexividad que se encuentre “a la escucha”. ¿Qué puede significar respecto a ambos sexos las diferencias señaladas? Y no es que la mujer no goce el goce, sino que el hombre NO puede abandonarse al goce sin fría reflexividad si no quiere arruinar el goce de ambos.

Porque en definitiva la novela rinde culto a la felicidad, que es aquello cuya búsqueda da sentido a nuestra vida. En el capítulo llamado "Una reflexión" (ese capítulo que tanto obsesionó a Paul de Man) Schlegel afirma que la “la vida del hombre culto y reflexivo es un eterno formar y meditar sobre el hermoso acertijo de su destino. Siempre está determinándolo de nuevo, pues precisamente ése es todo su destino: determinar y ser determinado. Sólo en esa búsqueda misma encuentra el espíritu del hombre el misterio que busca”. ¿Qué otro misterio puede buscar el hombre en reflexión si no es aquel que a través del conocimiento le ayude a encontrar la felicidad, una felicidad que será siempre y en cualquier caso tan frágil como la vida misma?
Pero Schlegel va después más lejos y afirma después de haber reflexionado: ¿Pero qué es lo determinante o determinado mismo? En la masculinidad es lo innombrado. ¿Y qué es lo innombrado en la feminidad?... Lo indeterminado”. Así, mientras la masculinidad se asienta en una elipsis indeterminada, la feminidad se asienta en una determinante elipsis. “Lo indeterminado es más rico en misterios, pero lo determinado tiene más fuerza mágica. La belleza de lo indeterminado es perecedera como la vida de las flores y como la eterna juventud de los sentimientos mortales; la energía de lo determinado es pasajera como la auténtica tormenta y el auténtico entusiasmo”.

Puede que los pensamientos novelados de Schlegel no tuvieran mucho predicamento en una sociedad, la actual, caracterizada por el perfecto uso que hace de la autocensura, pero el caso es que se trata de pensamientos novelados por un filósofo enamorado de la vida, del amor y del conocimiento, pero también de la destrucción, la confusión y el caos. El amor es lo que según la novela nos redime de la obligada incertidumbre y de la infinitud de contradicciones; el amor entendido como síntoma de felicidad. Por eso añade a lo anterior: “¿Quién puede medir y quién puede comparar qué infinito valor tiene tanto lo uno como lo otro cuando ambos están vinculados en la determinación real, que está destinada a completar todos los huecos y a ser mediadora entre el individuo masculino y femenino y la humanidad infinita? Lo determinado y lo indeterminado y toda la plenitud de sus relaciones determinadas e indeterminadas es lo uno y el todo, es lo más extraño y sin embargo lo más sencillo, lo más sencillo y sin embargo lo más alto”.

domingo, marzo 13, 2011

Tautología e Inmersión

Un país cainita es un país cainita. Y nada puede hacer la razón en un país cainita porque sus ciudadanos son parte sustancial del problema, que no es otro que el de su desgracia. Es lo que tienen ciertos sistemas binarios (sobre todo en los países con antecedentes serios de cainitismo): que acaban por poseer un solo tipo de debate, el académico. Un debate siempre hueco en el que todo es asunto de palabras. El discurso de cada facción enfrentada se ve reducido exacta y exclusivamente a aquello que (re)produce permanentemente la controversia, una controversia monstruosamente maniquea, pueril, insalvable. En este tipo de sistemas políticos binarios sólo cabe el anatema como argumento y la exclusión como método. Se responde a la exclusión (que viene del otro) con el anatema (que nace de uno).

El debate político de España es un debate académico, mostrenco, que sólo dilucida a la contra. Es un debate académico que se abandona a los síntomas reactivos que producen las ideas fijas. Y como dijo Pirandello, mejor no tener ideas que tener una idea fija. Ante esta específica característica nuestra sólo cabría esperar que surgieran políticos con ganas de romper la mortífera tradición. Pero no, los políticos españoles acaban siempre siendo mucho más papistas que el Papa porque a diario comprueban (desde su coche oficial) lo rentable que es para ellos, y sólo para ellos, sostener las ideas fijas. Y así estamos, en una permanente Guerra Inmóvil en la que los mandamases alardean de intelectualismo diciéndonos desde la tribuna cosas como “es que una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa”. O, “pues tú más”. Y todo mientras el ciudadano se resigna con afirmaciones también de alto nivel: “lo que hay es lo que hay”. Estamos inmersos en la mierda, oiga.

miércoles, marzo 09, 2011

Internet (y Arcadi Espada)

La suma de afirmaciones sensatas no siempre conduce a una verdad. O por decirlo de otra manera: los argumentos inteligentes no siempre son premisas suficientes para generar una afirmación verdadera. La explicación es muy sencilla: los argumentos inteligentes (entendidos como premisas) nunca son suficientes si con el fin de generar una conclusión (pre) determinada escamoteamos los argumentos que pueden cuestionar la misma conclusión.

Por otra parte, la verdad deja de ser un concepto inescrutable cada vez que alguien hace una afirmación categórica. Basta firmar una opinión para que los fantasmas del relativismo hagan mutis por el foro. Todas las columnas de opinión, por ejemplo, son en este sentido víctimas de un fundamentalismo melifluo, o de un antirrelativismo furibundo en cualquier caso. Y siempre, una vez más, con independencia de todo voluntarismo apriorístico. Así: la verdad existe, y emerge cada vez que alguien hace una afirmación concluyente.

La cuestión es que ayer leí una columna del impulsivo Arcadi Espada expresando una opinión contundente. Como siempre, sus argumentos eran casi incontestables, entre otras cosas debido a la sensatez que de ellos se desprendía. Espada es sin duda uno de los mejores periodistas de nuestro país y posiblemente el único que haya teorizado acerca de su profesión con unos resultados más que encomiables. El único defecto que podría achacársele a Espada podría ser entendido también como una virtud: su miedo a la vulgaridad. Así, Espada es un gran pensador (sí, pensador) que se esfuerza demasiado en tener enemigos. Entre otras cosas porque sabe que los amigos le “entenderán”.

La columna era una defensa apasionada, cómo no, de Internet; sobre todo de Internet como forma superior de acceso al conocimiento. Y digo superior porque precisamente se trataba de eso: de defender Internet ante las acusaciones de los para él agoreros tradicionalistas. En efecto, para Espada los críticos con la Red son los que cumplen el papel de conservadores frente a los que, como él, cumplen el papel de modernos. Para el visceral periodista nada ha cambiado desde hace dos siglos, por una parte están los latifundistas y por otra los revolucionarios. Y no es que Espada defienda revolución alguna, sino que se esfuerza por imponer la suya propia. Le encantan los enemigos. Y no es que Espada renuncie a la razón, al revés, sino que a veces le puede la pasión.

Mucho me temo que, una vez más, esta posición respecto a Internet no es más que el fruto de una desmesurada necesidad de confrontación. Espada, repito, le tiene un miedo horroroso a la vulgaridad y, ciertamente, resulta bastante vulgar despreciar las nuevas tecnologías. Pero una cosa es despreciar las nuevas tecnologías, cosa que no hace ninguno de sus posibles enemigos, y otra bien distinta ser crítico con ellas. Me recuerda ésta la vieja polémica nacida con la televisión (o con la imprenta). No hace falta ser muy lúcido para saber que el medio sólo es el mensaje cuando éste se encuentra monopolizado por la estulticia incontrolable o la ambición descontrolada. Así, carece de sentido la defensa de un “hecho”, Internet, que en realidad no tiene enemigos (serios). O por decirlo de otra forma: realmente no hay nadie contra quien luchar, por lo que defender apasionadamente Internet se convierte inevitablemente en una chiquillada.

Internet no puede ser, en este sentido, ni bueno ni malo, por lo que su defensa apasionada sólo puede conducir a mostrar los ases que el defensor guarda bajo la manga. Y si no, ¿contra quién lucha Espada cuando parece molesto? No lo sé. En todo caso se me antoja que lucha contra algún imbécil, pero Espada no busca imbéciles contra los que luchar. ¿Entonces, contra quién? No lo sé, quizá con el enemigo inventado que le gustaría tener. La cuestión es que en el mismo periódico de ayer aparecía, ya en la sección cultural, un artículo que comentaba el último libro del ensayista Nicolas Carr. Su tesis, tan spengleriana ella, es que Internet está resultando una forma precaria de acceso al conocimiento y por tanto nociva en alguna medida. No sé si Carr sería (o es) un “enemigo” intelectual de Espada, pero por lo que a mí se refiere, no tengo nada que objetar ante los argumentos que esgrime Carr. Por mucho que yo use Internet y por muy interesante (y productivo) que me resulte ese uso.

Porque, en efecto, si algo ha quedado claro de las consecuencias de Internet es la incapacidad que demuestra tener su usuario en cuanto a la concentración se refiere. Es absolutamente cierto, por demostrado, que el usuario de Internet no es capaz de mantener una lectura prolongada sobre un tema y que por lo tanto su aprendizaje se encuentra basado en lo fragmentario y en lo epidérmico, y no en lo profundo. Yo, como profesor que analiza día a día a unos alumnos que cada año tienen la misma edad (mientras uno suma años), lo afirmo rotundamente. Esta peculiaridad de uso hace a los usuarios de Internet más hábiles para el corto plazo por cuanto están mejor informados sin realizar grandes esfuerzos. El usuario de Internet es, en este sentido, una persona bien preparada para unos tiempos que corren en la inmanencia. Pero el usuario de Internet que no ha leído textos que requieren concentración (como los que sí ha leído, y en cantidad, Espada) será irremediablemente una persona ligeramente hilvanada al mundo. Eso sin tener en cuenta el uso “inadecuado” que pueda hacerse del medio, que es por otra parte aquél al que más tiempo se le dedica. Otra cosa es que queramos imaginarnos a un usuario de Internet ideal, que es lo que parece hacer el periodista en un curioso ataque de ingenuidad. Pero la verdad es que con un soplido te cargas a la mayoría de internautas.

Podrá argüirse en mi contra que la felicidad la busca cada uno donde le da la gana. Pues vale, pero yo, que soy el que ahora afirmo algo haciendo un inevitable alarde de antirrelativismo, digo que Internet es, respecto al asunto de la adquisición de conocimiento, muy precario. Sobre todo si me atengo a los resultados cotejables y no a sus potencialidades. No puedo salvar el concepto Internet ni por sus posibilidades ni por el uso que de él hacen unos cuantos conversos. Siempre he sentido un cierto rechazo por la literatura de aforismos. Me ha parecido siempre efectista, pretenciosa y demasiado vanidosa: odiosa. En todo caso, si de lo que se trataba era de decir que nadie es quién para hablar de la felicidad de nadie, tampoco habría hecho falta expresar opinión ninguna. Espada es, en definitiva, un loco del hipervínculo. Yo no.