lunes, junio 27, 2011

¡Malditos!

El insulto es una afrenta que deviene de la necesidad de humillar al otro, de ofenderlo, de rebajarlo. Contiene dos variables que condicionan su eficacia respecto a las intenciones: las circunstancias (el contexto) y la importancia que el destinatario le da al ente proferidor. Motivo por el cual puede concluirse con que el insulto sólo acaba ofendiendo a quien se deja. Podríamos decir que hay dos grandes tipos de insultos, los que pretende ser directamente ofensivos y los que son más constatativos; no es lo mismo decirle a alguien “eres un mierda” que decirle “eres un canalla”. Por ejemplo, si en referencia a cierta actitud social yo me dirigiera a un colectivo para pronunciar la expresión “malditos canallas”, sólo serían posibles dos respuestas: la de que quienes minimizaran su sensación de ofensa debido a la posible reivindicación de la actitud que ha generado el insulto y la de quienes se sintieran ofendidos debido al calificativo “malditos”. Es claro que ante el primer tipo de personas no se habrían dado los resultados que exige todo insulto desde quien lo profiere. A mi particularmente, si alguien me llamara hijo de puta desde la ventanilla de un coche yo me sentiría contrariado pero no ofendido.

Hace ahora 17 años vi por televisión las imágenes que más me han impactado en todo mi vida. Las vi en un telediario mientras comía y retornan a mi memoria con una frecuencia pertinaz y nada previsible. Fueron imágenes desgarradoras que se volcaron a los espectadores con la típica aquiescencia informativa de muchos noticiarios y se les otorgó, en aquel momento, la misma importancia que se les otorgaba a los fallecimientos de motociclista que colisionan con una medianera. Fue en parte por eso por lo que el impacto producido en mí fue mayor. Las imágenes extremadamente violentas venían comentadas, cómo decirlo, como con la naturalidad propia de quien viene a mostrar y corroborar lo que se espera del día a día en un mundo ya habituado al desastre. Sin aspavientos, pues, con una mezcla de sorpresa y conformismo. Y sobre todo, como si la cosa no fuera tan grave como lo que las imágenes parecían indicar. Y sobre todo, como si no fuera con ellos, es decir, con nosotros.

Sucedió, como digo, en 1994 y me refiero a esas imágenes en las que aparecían un grupo numeroso de hutus persiguiendo a machetazos a un puñado de tutsis. Los primeros eran negros de Ruanda, armaban unos machetes tremendos y sus rostros mostraban un grado de ira indescriptible, los segundos eran negros de Ruanda y corrían con la cara desencajada mientras recibían unos machetazos que les iban abriendo las carnes en varias partes de su cuerpo. Los negros tutsis intentaban escapar de esa muerte salvaje pero no lo conseguían. Las cámaras de televisión se encargaron de mostrárnoslo con toda la claridad y crudeza posibles: en la despiadada carrera persecutoria los hutus siempre llegaban a los tutsis y los masacraban abriéndoles las carnes de los brazos, de la espalda, de la cabeza, de las piernas y del abdomen. Y eso lo vimos porque las cámaras estaban allí, pero lo que no fueron capaces de mostrarnos fue lo que no vimos, el otro lado de la luna: las cientos de miles de violaciones cometidas contra las mujeres tutsis.

He de añadir que mi conmoción no se produjo tanto debido a las imágenes, que desde luego también, cuanto por el carácter rutinario con el que fue siendo dada la noticia de lo sucedido en Ruanda durante varias semanas. Nadie de la Comunidad Europea alzó la voz demasiado fuerte. La ONU se rascaba la coronilla y los progres, esos mismos pogres que después se manifestarían en tromba por la guerra en Irak, estaban en las Maldivas con un mojito entre las manos y debajo de una sombrilla. O acariciando una foca.

Titular de hoy (25 de Junio de 2011) en El País: “La justicia de la ONU condena a la primera mujer por genocidio”. Una vez más la Historia se repite y comprobamos con estupefacción cómo la ceguera de un presente continuo no es más que el producto de una mirada aviesa y pervertida, valga la paradoja (como sucedió con la invasión nazi. Vista aviesa, vista gorda: ceguera). Internacional y políticamente nadie pareció conmoverse demasiado ante un problema demasiado ajeno y complicado. Ahora, Pauline Nyramasuhuko, de 65 años, de la etnia hutu y antigua ministra ruandesa de Familia, “es la primera mujer condenada a cadena perpetua por genocidio. El Tribunal Penal Internacional para Ruanda (TPIR), con sede en Tanzania, la señaló ayer como responsable de haber organizado el secuestro y la violación de mujeres y niñas tutsis”. ¡AYER!

Dice además, y esto es lo significativo: el gobierno hutu “dejó en 1994, según la ONU, unos 800.000 muertos. Hasta 500.000 mujeres fueron violadas y acabaron infectadas con el virus de del sida. Para conservar su influencia en África y el acceso a las materias primas, la comunidad internacional no reaccionó a tiempo. Tampoco usó al principio el término genocidio, que le hubiera obligado a intervenir”. ¡AL PRINCIPIO!

¿Dónde están ahora esos malditos progres que veranearon todo el 1994 en las Maldivas? ¿Dónde están ahora esos malditos progres que enarbolan una pancarta que dice “¡Abajo el capital!” mientras a diario mueren decenas de civiles en Afganistán y en Libia? Ya digo: si alguien me llamara hijo de puta (o reaccionario) desde la ventanilla de un coche (o desde detrás de una masa parecida a la que persigue a Rosa Díez o a Albert Rivera) yo me sentiría contrariado pero no ofendido. Lo siento, pero no puedo con quienes creen fervientemente en su superioridad moral.

miércoles, junio 15, 2011

Del rito desmitologizado: “¡No hay banda!”

Podría distinguirse entre el Saber que se nos transmite a través de los libros y el que se transmite a través de los centros docentes universitarios. Distinción que vendría dada por el nivel de implicación, asumido o no, respecto a la Corrección Política. Por decirlo en términos que no por provocativos dejan de ser realistas: el Pensamiento transferido a través de la Universidad es un Pensamiento Débil en la medida en que se encuentra coaccionado y cohibido por la Corrección Política. La Cultura de la Queja se ha introducido en el pensamiento universitario para conculcar la defensa de un Saber frágil que se fundamenta en el desprecio por la Verdad. Se impone y conculca, de esta manera, a veces de forma explícita a veces de forma subrepticia, una carencia de verdades que nos trasladan a la imposibilidad del Saber. No hay, pues, un Saber; hay sólo contingencia y coyunturalidad. Para gran parte de ese pensamiento académico la misma realidad no deja de ser un constructo lingüístico y los acontecimientos (los hechos) no dejan de ser sino el producto de lo noticiado (en telediarios y periódicos). Para el Pensamiento Académico (subvencionado) no hay Saber, no hay Verdad, no hay Amor y no hay Realidad. Y todo ha llegado, precisamente, en el momento en el que el Arte ha dejado de ser lo que durante cientos de años hemos entendido como Arte (y éste será el asunto de otro capítulo).

Es decir, nos encontramos en un momento que conjuga de forma ingeniosa el relativismo más pragmático con el buenismo resultante de la implantación que de una Cultura de la Queja sumamente rentable para los poderes fácticos. Y no se trata de afirmar desde el catastrofismo reaccionario sino de describir los signos de un presente (que ya dura 30 años) que representa la realidad con la que contamos. Así, lo dicho en el primer párrafo no será otra cosa que la mera descripción de un estado de las cosas que no sería cuestionable en la medida en la que sería confirmado por quienes habiendo sido los artífices de dicho estado se sienten apoyados por quienes no fueron oponiendo objeción alguna al nuevo “orden”. O dicho de otra forma: nos encontramos ante un estado de las cosas que no deja de ser el producto de una imposición vertical y de una connivencia horizontal. La Corrección Política se ha demostrado como la más perversa forma de Poder, pues ha atado de pies y manos a todo aquel que quiera medrar, sea liberal o sea progresista en cualquiera de su grados. Nadie con aspiraciones reales de desarrollo “profesional” se libra de la obligación de ser políticamente correcto. Nadie se libra: nadie será libre.

Pero, ¿con qué se correspondería exactamente el término buenismo? Una buena respuesta sería que buenismo no es más que una actitud que se identifica con el famoso aserto que representa el comienzo de ese presente que ya dura 30 años; a saber: “todos somos artistas” (Beuys dixit). Así, buenismo sería, en arte, una actitud que infringiera sobre el espectador NO experto la mayor de las humillaciones posibles. Sobre todo si tenemos en cuenta que se produce, justo y exactamente, en ese momento histórico en el que toda afirmación es la imposición derivada de un relativismo mesiánico. La afirmación “todos somos artistas” sólo puede esgrimirse desde la demiúrgia. Algo que, por otra parte, sólo puede agrandar la distancia que separa a los iniciados de los profanos (a lo sagrado de lo profano). Nada hay peor que decirle a un pobre que es rico. Sobre todo cuando es un rico quien se lo dice y cuando el pobre quiere comer y no puede. Nada hay peor que suspender a un alumno al que se le ha conculcado que nada es Verdad y que todo Saber es coyuntural.

Por tanto, el problema no deviene tanto de la esencia de un determinado estado de las cosas, el que se deriva de vivir un mundo conformado por un relativismo buenista, cuanto de vivir en un mundo en el que el sujeto se da constantemente de bruces con lo real debido, precisamente, a la experiencia atroz de habitar en una paradoja insalvable que constantemente demuestra que ni todo es tan relativo como se dice ni nadie es tan bueno como dice ser. Una paradoja (maligna) de la que todos serían culpables habida cuenta de que ha brá sido aceptada por puro egoísmo (indiviualismo atroz). No es el buenismo (Corrección Política) lo que le ata de pies y manos al sujeto del hoy, sino la imposibilidad de renunciar a él una vez lo ha aceptado el mismo sujeto que se sujeta a lo social a través de un Estado hipócritamente paternalista.

Addenda. “¡No hay banda!”, decía un personaje de Moholland Drive (David Lynch) para demostrarnos que detrás de una cantante que nos conmueve no hay realmente nada. La mujer que canta y que con su canción logra emocionar a las protagonistas se desmaya a mitad canción y sin embargo la música y la voz continúan. Detrás de la cantante se encontraba, pues, lo que sostenía el simulacro, un simulacro del que ella era partícipe. Sólo un play back que no hacía otra cosa que sustituir a una Realidad desprestigiada por su obsolescencia anunciada. Pero ¡No hay banda! no significa que no haya realmente NADA, sino simplemente que es la banda lo que falta. Y faltando la banda falta la esencia que verdaderamente podría otorgar un sentido a la emocionante experiencia del directo y por tanto que ese sentido pudiera considerarse causa noble de un sentimiento profundo, el que a ellas les une. Lo que queda sin la banda es, precisamente, nada, porque nada es lo que sustenta, ya, la emoción provocada al principio, cuando la razón se encontraba unida a la lógica y a la emoción; porque nada es lo que queda cuando se descubre la mentira, la NO Verdad. No era la mujer quien cantaba con ese sentimiento que provocaba la emoción de las protagonistas.

Las mujeres se emocionan viendo y escuchando la sentida actuación de la cantante. Sienten profundamente que su experiencia las une y por eso lloran de emoción, abrazadas. Pero, de repente, la cantante se desmaya y la voz y la música continúan. ¿Qué hacer?, ¿cómo responder ante la extraña nada que les queda?, ¿cómo reaccionar con la emoción sentida a través de una mentira? Esa es la cuestión: qué hacer. ¿Puede sostenerse el sentimiento profundo? O mejor, ¿puede ser profundo el sentimiento una vez descubierta la falsedad de lo que lo ha provocado? O yendo más lejos aún, ¿puede haber ya distinción entre causas nobles y causas subsidiarias cuando hablamos de sentimientos? ¿Son las subsidiarias menos legítimas? Suponiendo que no se trate de una cuestión de legitimidad, ¿podrían denominarse y entenderse como emociones de segundo grado aquellas que provinieran de cierta virtualidad (simulacro)? ¿Acaso no existe un componente frustrante en despertar de un sueño en el que estábamos viviendo una experiencia Ideal?

Si la cantante se desmaya carece de sentido seguir viendo y escuchando… nada, pues era la asociación de Realidad y Verdad lo que provocaba el sentimiento profundo. Nada hay que sentir. Porque, en verdad, es nada lo que queda si el efecto –en ellas producido- YA NO se corresponde con una causa coherente; nada es lo que puede sustentar ya el sentimiento profundo –por ellas expresado-, pues fue provocado por un simulacro. No es la carencia de causa, es la carencia de coherencia entre causa y efecto lo que confunde, lo que desconcierta. Y recordemos ¡No hay banda!, como enérgica interjección, como con el cierto enfado necesario que constata aquello que todo el mundo debería saber: que “¡No hay banda!” les dice a los espectadores el maestro de ceremonias con un tono de advertencia, pero también amonestador. Así, la interjección imperativa se convierte en una riña a los incautos (que confunden la realidad con el sueño) y a los prepotentes (que aseguran que la realidad es sólo un constructo lingüístico).

En efecto: a los incautos les dice que no hay banda, que la realidad les engaña con uno de sus múltiples trucos, el simulacro, ese truco que consiste en renegar del concepto de verdad con el fin de igualar toda experiencia. Y el maestro de ceremonias lleva razón, pues la confusión que produce la indiferenciación de realidades (verdadera/virtual) es la que lleva a la protagonista al desastre. Y a los prepotentes les dice que no hay banda, esto es, que lo que NO hay es, sólo, una banda. Y el maestro de ceremonias lleva razón porque el hecho de no haber banda no impide a la realidad real imponerse (siempre). La realidad podrá ser un constructo lingüístico, pero si no mides bien las distancias puedes abrirte la cabeza con un saliente. En realidad no hay más ciego que el que no quiere ver, viene a decir el maestro de ceremonias. Así, nada, en cursiva.

¿Qué hacer, entonces? De hecho, la emergencia de lo real –imprevisible- cortorcircuita el estado emocional de las protagonistas y aboca a una de ellas al suicidio. Decía más arriba ¿podrían denominarse y entenderse como emociones de segundo grado aquellas que provinieran de cierta virtualidad (simulacro)? ¿Acaso no existe un componente frustrante en despertar de un sueño en el que estábamos viviendo una experiencia Ideal? ¿No es la frustración un estado inconveniente?

(Este texto se corresponde con el capítulo 8 de un libro –inédito- que se llama Aprendizaje del desapego. 18 razones para abandonar la práctica artística. Un libro que se encuentra en busca de editor)

domingo, junio 12, 2011

Decadencia

Si en general no es nada fácil interpretar los hechos acaecidos -consumados- aun cuando sean recientes, imagínese el lector lo difícil que resulta interpretar meros signos… que aún no han conformado ningún Hecho… al que se pueda siquiera nombrar debido al carácter esencialmente especulativo de toda conjetura. ¿Cómo interpretar entonces los signos actuales de un Hecho aún indefinible? ¿De qué signos se trata; respecto a qué hecho? Se preguntará más de uno. En efecto, y ahí se entiende la elección del adjetivo difícil, que es usado no tanto para negar la posibilidad de interpretación cuanto para otorgar un mérito a quienes sean capaces de ella.

Los signos no son, en definitiva, más que microhechos traslúcidos. Un militar en combate no sabe nada de la enjundia histórica de su momento y sin embargo puede ser perfecto intérprete -conocedor- de los signos que acabarán definiendo ese momento histórico. O por decirlo de otra manera: son muchas las lecturas que pueden hacerse de los signos o de un hecho (y si no muchas, sí algunas), pero de lo que no hay duda (¿o sí?) es de que habrá respecto a dichos signos y hechos interpretaciones mejores y peores, mejores en la medida en que serán más precisas, más cotejables, más lúcidas, más verificables. Así, lo que verdaderamente resulta difícil no es tanto interpretar los signos como hacerlo acertadamente.

Cuando ante un acontecimiento emergen este tipo de interpretaciones lúcidas todas las demás quedan perfectamente desvaídas y a veces obsoletas. La diferencia no tendría por qué medirse a partir de una gran tesis central; la diferencia podría encontrarse en una simple cuestión de matices. Para excusar su incompetencia hermenéutica muchos exegetas profesionales (o no) se escudan en la necesidad de una perspectiva histórica que remite a la imposibilidad de juzgar el acontecimiento reciente. ¡Pamplinas!, vivir el momento es vivir el momento histórico por mucho que éste carezca de denominación. Narrar con lucidez y precisión la experiencia de actuar como un jacobino en una época convulsa no impide al jacobino saber nada acerca de La Revolución Francesa.

Escuchemos ahora con atención este texto que se expresa acerca de la vida urbana: “[…], esta organización colosal de la vida moderna, este funcionamiento perfecto e indestructible de sus servicios, esta continuidad inalterable de su actividad que desafía todas las amenazas exteriores y da seguridad y confianza al ciudadano, es totalmente ajena e independiente de las funciones superiores del Estado y aun de la vida misma de éste. El Estado puede hundirse y desaparecer para siempre y el pueblo puede caer en la esclavitud sin que el autobús haya dejado de pasar por la esquina a la hora exacta, sin que se interrumpan los teléfonos, sin que los trenes se retrasen un minuto ni los periódicos dejen de publicar una sola edición”.

Bien podría este texto ser el producto del análisis de unos signos cercanos y evidentes; bien podría ser un pensamiento deducido a partir unos hechos concretos y próximos. Porque, en cualquier caso, los signos no son sino hechos en miniatura. Bien podría, por tanto, ser este texto un aviso para navegantes contemporáneos. Que NO lo es: se trata de un fragmento de La agonía de Francia en la que Chaves Nogales describe magistralmente cómo se rinde una gran ciudad. En 1940 y a base de interpretaciones, precisas, lúcidas, verificables. Las tesis del periodista es, en contra de creencia común, que la causa del desmoronamiento francés, no se encontraba tanto en una debilitación de la democrcia como en una suerte de decadencia; y no tanto una decadencia intelectual como una decadencia espiritual que se daba, además, no tanto en el gobierno y los poderes fácticos como en el mismo ciudadano de a pie.

No todo el mundo tiene la misma capacidad para interpretar los acontecimientos. Ni todo el mundo tiene la misma capacidad para “leer”, en la cotempraneidad, los signos que presagian un estadio (que será histórico) que aún carece de denominación.
Y a Spengler se le sigue considerando un agorero.

jueves, junio 09, 2011

¡Indignaos!

La corrección política es una cuestión de gesto, de actitud. Su ejercicio se encuentra vinculado a lo social y es en lo social donde alcanza la plenitud que le confiere su fuerza. Una fuerza, por cierto, que controlan de igual forma, y valga la paradoja, el poder institucionalizado y las propuestas disidentes y alternativas. La corrección política se ha instalado en el organismo social inoculando el germen de su propia incompetencia. En todos los segmentos sociales que quieran o necesiten medrar. O por decirlo de otra forma y con un ejemplo, no será la corrección política la que libre a algunas mujeres ser agredidas por algunos hombres malos. Es más, probablemente sea la corrección política la que no pueda evitar el agravamiento de ciertos problemas que dice querer eliminar, cualesquiera que fueren.

Ha caído en mis manos el folleto de la V edición de Cortometrajes por la Igualdad. Las bases de la convocatoria contienen 13 puntos. El primero y más importante de ellos reza: “Podrán participar todas aquellas personas que lo deseen y en sus obras se trate cualquiera de las temáticas sociales relacionadas con la discriminación de la mujer y su lucha por la igualdad: coeducación, violencia de género, acoso o abuso sexual, roles históricos, participación de la mujer en la vida social, conciliación con la vida laboral, políticas de igualdad, techo de cristal, invisibilidad, discriminación laboral o salarial, etc.”

Como puede observarse desde el principio se encuentra dirigido a… personas; ni a ciborgs, ni a replicantes, ni a ningún tipo de engendro, sino a personas. Y además a todas aquellas que, además de serlo, contengan el deseo de ser participantes, participantes de un concurso de cortometrajes. Así: dirigido a personas que deseen reconocimiento a través del ejercicio creativo, artístico. Y ¿cómo podríamos denominar a esas personas? La respuesta en la misma primera base: “no podrán presentarse más de 2 obras por autora/or”. Ya sabemos, por tanto, cómo se denominan las personas creativas: autoras/es.

Lo comprobamos en la segunda de las bases, que comienza así: “Será de libre elección, se admitirán todos los géneros creativos audiovisuales en los que la/el autora/or haya decidido expresarse”. En fin, personas todas. Como puede confirmar la cuarta base que termina explicando lo que debe contener el sobre entregado: “En el sobre en el que se envíe constará el título Cortometrajes por la Igualdad y en el remite los datos del autor/a/es”. Y cuando ya todo parecía haber llegado al límite llega la penúltima de las bases que termina diciendo: “La presentación y/o posible selección del cortometraje para su edición posterior implica ya la cesión de estos derechos por parte del/la/os autor/a/es.

La corrección política es el verdadero cáncer que ha creado ese mostrenco estado de las cosas que, al margen de lo enunciado, con razón denuncian los “militantes” del 15 M, pero se encuentra tan bien instalada que desde lo social nadie puede escapar a ella. Ni el sector más institucionalizado ni el más progresista. Así pues, están ambos sectores atados de pies y manos por el verdadero causante de nuestra degradación. Es decir, no hay solución posible respecto a los asuntos que de alguna forma se encuentren contaminados por una fuerza fundamentada en la hipocresía. Nadie que quiera medrar puede permitirse el lujo de ser incorrecto, ni siquiera los indignados. Yo no me siento con la fuerza de defender ciertas causas nobles porque no creo ni en mi beatitud ni la presupuesta nobleza. Y por eso soy un desalmado.

Zeitgeist (o el discurso inevitable)

No se trata tanto de saber decirlo, que también, sino, más bien, de tener algo que decir. O viceversa. Por eso me temo que el movimiento de protesta y reivindicación nacido el 15 M -por motivos más que justificados- está abocado al éter. Y serán los pocos que tenían un discurso mínimamente estructurado quienes abandonarán primero los vientos y las piquetas. No les cabrá otra posibilidad habida cuenta de la calidad del discurso de la inmensa mayoría de los acampados. Aún recuerdo los informativos de los primeros días de manifestación; la cámara buscando opinión en directo; preguntando de carrerilla y sin cortes a todo el que pasaba por delante de la cámara. De los que hablaron durante la primera semana alguno hubo que me bajó las pulsaciones con su respuesta. Pero la mayoría contestaba en comanche, y hubo uno que con un alto poder sintético supo representar a una mayoría que tenía verdaderos motivos para luchar; dijo, “yo vengo (a la Puerta del Sol) por la lucha y tal”.

Es en el “tal” donde se encuentra la clave de una respuesta que, siendo exacta, no puede sino ser perfectamente representativa del discurso ACTUAL. Uno de mis alumnos fue narrándome (durante la primera semana) el transcurso de los acontecimientos que se iban produciendo en la Plaza del Ayuntamiento. Nunca lo había visto tan excitado. Al parecer le subía mucho la adrenalina un hecho que se producía todos los días: le daban un megáfono a todo aquel que tuviera algo que decir. En la conversación deduje que no era exactamente excitación lo que le producía ese hecho, esa “actividad”, sino más bien, emoción. Azuzó mi curiosidad. Fui.

Y no se trata de afirmar que carecieran de razones los activistas, sino de confirmar que lo que no tenían era discurso. Más allá, claro, de la enumeración absolutamente naïf, de las causas de un malestar. La gente cogía el megáfono y hablaba. ¡Pues claro, como no podía ser de otra forma! Las palabras son el hogar del ser humano. Pero no se puede hablar con propiedad sin un discurso elaborado. O mejor, sin posibilidad de discurso todo lo hablado no es más que pura filfa. Cháchara. Sin embargo, lo que les había congregado era, precisamente, la necesidad del decir; la necesidad de comunicar. Pero, ¿es posible comunicar algo –político- eficazmente sin que haya, detrás de todo ello, la posibilidad de un discurso estructurado? Pienso en mi alumno –que lo conozco hace 4 años- y me contesto: no. ¿Y cuál sería la causa de que mi alumno (y por extensión la mayoría de acampados) carezca de la posibilidad de discurso? Respuesta categórica: la falta de lectura.

Nuestra inteligencia es estructuralmente lingüística, por lo que sólo profundizando en el lenguaje puede el sujeto abandonar la inmadurez de lo superficial. La palabra “inteligir” procede de “intus legere”, leer dentro de las cosas. Algo que se corresponde, exactamente, con lo contrario de lo que hacen las nuevas generaciones, las generaciones nacidas con internet. Están perfectamente informadas y saben lo que quieren con mayor precisión de lo que lo sabían los rebeldes de otras épocas. Lo que no tienen es, en efecto, discurso. Porque no pueden, porque les ha podido siempre “lo inmediato”, esa categoría que sólo puede asociarse a lo circunstancial, lo efímero, lo pasajero: lo hilvanado. En dos horas pueden obtener la información que hace años costaba adquirir semanas, pero estiras del hilillo y toda esa información se queda en nada sin no existe una posibilidad de discurso, un discurso que sólo podría provenir del poso generado por la lectura.

En efecto, no era excitación lo que a mi alumno le producían los hechos, sino emoción. Internet ha acabado con el intelecto para dejar paso, sólo, a la sensibilidad. Mi alumno, y por extensión la mayoría de los jóvenes rebeldes, son unos sentimentales. Miedo.

domingo, junio 05, 2011

Arte y Pensamiento (Azúa y Pardo)

He podido tirar a la basura lo que celosamente llevaba acumulando y guardando desde hace algunos años: unos cuantos papeles fotocopiados y varias revistas. Y todo gracias a una novedad editorial. En efecto, el material que guardaba en lugar de fácil acceso en mi biblioteca estaba compuesto por artículos de José Luis Pardo que había ido consiguiendo de manera demasiado azarosa. Todos vinculados de alguna manera al arte o a la estética. Ahora todos esos artículos forman parte del libro recientemente publicado La estética de lo peor. He podido liberar espacio en mi biblioteca y he tenido la oportunidad de releer sus textos de corrido. Doble placer debido a mis circunstancias actuales, las que no vienen al caso.

He de decir, para dejar las cosas claras, que la estética y el arte son materias extraordinariamente difíciles de tratar. Tanto es así que, de hecho, muchos de los filósofos más prestigiosos de ámbito mundial parecen adolescentes cuando se ponen a hablar de arte. No creo que se trate de dar nombres, pero podría decirse que, por ejemplo, tenemos aquí en España maravillosos filósofos (pensadores, mejor) capacitados para hablar de casi cualquier cosa, pensadores que siempre han demostrado poseer grandes conocimientos y mucha sensatez. Sin embargo, cuando les ha tocado hablar de arte han escrito sus textos más arenosos, los más prescindibles. Pensadores expertos en ética y educación, en filosofía de la ciencia, en epicureísmo, en los derechos de los animales, en la historia de la música se han estrellado contra un vidrio traslúcido cuando han querido hablar de esos artefactos que denominamos arte.

Por eso resultan tan bienvenidas dos novedades editoriales: la ya citada de Pardo y la reedición revisada del Diccionario de las artes de Félix de Azúa. Dos libros que podrían por sí mismos eliminar otra buena porción de metros lineales de mi biblioteca. Porque, insisto, son muy pocos los libros sobre arte que verdaderamente puedan aportar verdadero pensamiento a un mundo (el del arte) que, curiosamente, se encuentra dirigido por unos cuantos ricachones snobs y una pandilla de intelectuales sabihondos. Bueno, y por unos cuantos consejeros de cultura calvos y grasientos. Porque, como digo, quienes dirigen los museos, quienes hacen lo propio con la enseñanza del arte y quienes viven de señalar con el verbo; esto es, quienes gobiernan la idea del arte son, en su aplastante mayoría, especímenes evolucionados de un ser posmodernamente rastrero: el becario. La Institución (del arte) sobrevive gracias a su estructura funcionarial, la que sólo exige estrategias y burocracia. Y por eso no hay apenas verdaderos pensadores. Y sí muchas comadrejas bien relacionadas.

En este sentido Pardo resulta más comedido a la hora convertir sus conocimientos en opiniones y Azúa le gana la partida por cuanto consigue convertir sus opiniones en argumentos incuestionables. El valor que le falta al primero -quizá debido a que su pensamiento no lo necesita- es lo que ha hecho del último Azúa el pensador más interesante de los últimos tiempos en lo que respecta a su confrontación con algo que sólo puede ser pensado (desde hace ya mucho tiempo, por cierto) desde su acabamiento. Por tanto, no opiniones sobre los artefactos (de hecho los textos de Pardo que hacen referencia a artefactos artísticos concretos se salvan sólo por su elevada capacidad filosófica), que son precisamente las que no nos hacen falta, sino opiniones que sólo pueden devenir de haber asimilado verdaderamente el acabamiento. Y desde el acabamiento ser original en la lectura que se pueda hacer de la Historia del Arte. Algo que al parecer no están dispuestos a hacer quienes han decidido ganarse la vida en base a mostrar una fe (que a lo mejor ni siquiera poseen) mortecina y agónica, la que les hace parlotear de forma tan torticera como innecesaria. En cualquier caso, ya sólo el primer capítulo del libro de Pardo vale por varios miles de esos libros que se encuentran habitualmente en los anaqueles de la sección de arte de cualquier librería del mundo.