lunes, junio 27, 2011

¡Malditos!

El insulto es una afrenta que deviene de la necesidad de humillar al otro, de ofenderlo, de rebajarlo. Contiene dos variables que condicionan su eficacia respecto a las intenciones: las circunstancias (el contexto) y la importancia que el destinatario le da al ente proferidor. Motivo por el cual puede concluirse con que el insulto sólo acaba ofendiendo a quien se deja. Podríamos decir que hay dos grandes tipos de insultos, los que pretende ser directamente ofensivos y los que son más constatativos; no es lo mismo decirle a alguien “eres un mierda” que decirle “eres un canalla”. Por ejemplo, si en referencia a cierta actitud social yo me dirigiera a un colectivo para pronunciar la expresión “malditos canallas”, sólo serían posibles dos respuestas: la de que quienes minimizaran su sensación de ofensa debido a la posible reivindicación de la actitud que ha generado el insulto y la de quienes se sintieran ofendidos debido al calificativo “malditos”. Es claro que ante el primer tipo de personas no se habrían dado los resultados que exige todo insulto desde quien lo profiere. A mi particularmente, si alguien me llamara hijo de puta desde la ventanilla de un coche yo me sentiría contrariado pero no ofendido.

Hace ahora 17 años vi por televisión las imágenes que más me han impactado en todo mi vida. Las vi en un telediario mientras comía y retornan a mi memoria con una frecuencia pertinaz y nada previsible. Fueron imágenes desgarradoras que se volcaron a los espectadores con la típica aquiescencia informativa de muchos noticiarios y se les otorgó, en aquel momento, la misma importancia que se les otorgaba a los fallecimientos de motociclista que colisionan con una medianera. Fue en parte por eso por lo que el impacto producido en mí fue mayor. Las imágenes extremadamente violentas venían comentadas, cómo decirlo, como con la naturalidad propia de quien viene a mostrar y corroborar lo que se espera del día a día en un mundo ya habituado al desastre. Sin aspavientos, pues, con una mezcla de sorpresa y conformismo. Y sobre todo, como si la cosa no fuera tan grave como lo que las imágenes parecían indicar. Y sobre todo, como si no fuera con ellos, es decir, con nosotros.

Sucedió, como digo, en 1994 y me refiero a esas imágenes en las que aparecían un grupo numeroso de hutus persiguiendo a machetazos a un puñado de tutsis. Los primeros eran negros de Ruanda, armaban unos machetes tremendos y sus rostros mostraban un grado de ira indescriptible, los segundos eran negros de Ruanda y corrían con la cara desencajada mientras recibían unos machetazos que les iban abriendo las carnes en varias partes de su cuerpo. Los negros tutsis intentaban escapar de esa muerte salvaje pero no lo conseguían. Las cámaras de televisión se encargaron de mostrárnoslo con toda la claridad y crudeza posibles: en la despiadada carrera persecutoria los hutus siempre llegaban a los tutsis y los masacraban abriéndoles las carnes de los brazos, de la espalda, de la cabeza, de las piernas y del abdomen. Y eso lo vimos porque las cámaras estaban allí, pero lo que no fueron capaces de mostrarnos fue lo que no vimos, el otro lado de la luna: las cientos de miles de violaciones cometidas contra las mujeres tutsis.

He de añadir que mi conmoción no se produjo tanto debido a las imágenes, que desde luego también, cuanto por el carácter rutinario con el que fue siendo dada la noticia de lo sucedido en Ruanda durante varias semanas. Nadie de la Comunidad Europea alzó la voz demasiado fuerte. La ONU se rascaba la coronilla y los progres, esos mismos pogres que después se manifestarían en tromba por la guerra en Irak, estaban en las Maldivas con un mojito entre las manos y debajo de una sombrilla. O acariciando una foca.

Titular de hoy (25 de Junio de 2011) en El País: “La justicia de la ONU condena a la primera mujer por genocidio”. Una vez más la Historia se repite y comprobamos con estupefacción cómo la ceguera de un presente continuo no es más que el producto de una mirada aviesa y pervertida, valga la paradoja (como sucedió con la invasión nazi. Vista aviesa, vista gorda: ceguera). Internacional y políticamente nadie pareció conmoverse demasiado ante un problema demasiado ajeno y complicado. Ahora, Pauline Nyramasuhuko, de 65 años, de la etnia hutu y antigua ministra ruandesa de Familia, “es la primera mujer condenada a cadena perpetua por genocidio. El Tribunal Penal Internacional para Ruanda (TPIR), con sede en Tanzania, la señaló ayer como responsable de haber organizado el secuestro y la violación de mujeres y niñas tutsis”. ¡AYER!

Dice además, y esto es lo significativo: el gobierno hutu “dejó en 1994, según la ONU, unos 800.000 muertos. Hasta 500.000 mujeres fueron violadas y acabaron infectadas con el virus de del sida. Para conservar su influencia en África y el acceso a las materias primas, la comunidad internacional no reaccionó a tiempo. Tampoco usó al principio el término genocidio, que le hubiera obligado a intervenir”. ¡AL PRINCIPIO!

¿Dónde están ahora esos malditos progres que veranearon todo el 1994 en las Maldivas? ¿Dónde están ahora esos malditos progres que enarbolan una pancarta que dice “¡Abajo el capital!” mientras a diario mueren decenas de civiles en Afganistán y en Libia? Ya digo: si alguien me llamara hijo de puta (o reaccionario) desde la ventanilla de un coche (o desde detrás de una masa parecida a la que persigue a Rosa Díez o a Albert Rivera) yo me sentiría contrariado pero no ofendido. Lo siento, pero no puedo con quienes creen fervientemente en su superioridad moral.

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