domingo, julio 14, 2013

Los límites del control (Jim Jarmusch)

Nadie debería negar la importancia de los límites en las estructuras que gobiernan las sociedades humanas. Los límites son un signo civilizatorio. Sin ellos volveríamos a neandertal. Y nadie negará que el control es, en tanto que forma de actuación, una aspiración. Nadie quiere estar descontrolado porque todo descontrol supone una pérdida respecto a la voluntad y al deseo, ejes regidores del sujeto. Pero el control, como cualquier otra cosa, requiere de límites. En ambos sentidos, a la alta y a la baja. En este sentido podría decirse que es necesario controlar los límites. O ponerle límites al control. Pero, ¿tiene todo esto algo que ver con la película? Es posible, pero no lo sé.

Los límites del control es una película que habita en los mismos límites, pero esta vez a partir de las variaciones. Si algo ha demostrado Jarmusch a lo largo de su carrera cinematográfica es su extraordinario sentido musical de la narración. Las variaciones narrativas son, en este sentido, puras formas visuales que se repiten sólo para señalar la diferencia en lo parecido. Inscritas, además, en un tempo parsimonioso que poco a poco va situando al espectador en la mente del protagonista, un negro elegantemente vestido que deambula encontrándose personajes que le pasan información de forma críptica con un fin incierto. Jarmusch sería, en lo que se refiera al cine fundamentado en las variaciones, el equivalente americano de Kiarostami, con todas las diferencias que los separan. Ambos son directores que, más que preocuparse por la naturalidad y el verismo, se preocupan por el pensamiento visual, es decir, por la imaginación al servicio del conocimiento.

En Los límites del control nada tiene una explicación previsible. El protagonista se come literalmente la información (proporcionada en un papelito), siempre e invariablemente con dos cafés expresos. Algo propio de uno de los personajes más lacónicos que nos ha dado la historia del cine (quizá su diálogo de toda la película no exceda de un folio). Su misión se encuentra vinculada, precisamente, a escuchar, a saber escuchar y a interpretar lo que la incontinencia verbal de otros pueda significar. A escuchar y a observar. Una vez asimilada, ¡y digerida! la información se dedica a deambular por los lugares del encuentro para observar atentamente todo aquello que pudiera servirle en el devenir que le espera. Y que en ocasiones da lugar a experiencias estéticas tan bellas como perfectamente desinteresadas.

En efecto, el enigmático y elegante protagonista es un observador compulsivo, ya sea por suspicacia preventiva, ya sea por ansia de conocimiento. Se trata para él de la única posibilidad de conseguir que después todo cuadre, y por supuesto de conseguir su objetivo, que como veremos al final es puramente mental. La historia tiene, por supuesto, un sentido último, pero sólo al protagonista le es dado conocerlo. Los límites del control es, por eso, una película que sucede en la mente del protagonista, como sucediera también en esas otras dos grandes películas Shutter Island (Escorsese) y Cosmópolis (Cronenberg). En Los límites… todo sucede de forma misteriosa, pero no tanto porque los hechos sean raros cuanto porque suceden sin explicaciones explicitas. Pero sobre todo porque los hechos le suceden al “otro”, un sujeto del que en verdad nada sabemos. De esa forma, es como si los personajes secundarios pertenecieran a otras películas y se hubieran equivocado de set de rodaje. O como si pertenecieran a otras películas cuyas respectivas tramas fueran el complemente perfecto para un personaje que necesita ser dirigido para saber cuál debe ser su siguiente paso atendiendo a su objetivo. De hecho todos hablan con él sin esperar nada de la conversación. Incluso algunos le hablan en un idioma que saben que el protagonista no entiende.


Decíamos que en Los límites del control nada tiene una explicación previsible, lo que no quiere decir que carezca de ella. El problema lo tendrán quienes la busquen en el desarrollo de la trama y no en la intuición imaginativa. Jarmusch deja abiertas todas las escenas que se suceden cronológicamente y que nos van conduciendo crípticamente hacia un extraordinario y extraño final. Así, una película plena de escenas abiertas que culminan en un final más abierto si cabe. Puro pensamiento visual al estilo americano independiente, pero filmado en España, en varios idiomas y con actores de varios países. Y con una trama que sucede a medias entre la mente del protagonista y la imaginación del espectador. Bello e inteligente pensamiento visual.

domingo, julio 07, 2013

¿Los políticos nos roban?

O mejor, ¿son los políticos de una casta tan diferente a la de los ciudadanos?

El dentista
Mi hermano ha decidido contrastar la opinión del dentista que lleva la boca de sus hijos, en concreto la de su hijo de 12 años. En realidad, más que su opinión lo que ha querido es contrastar el elevado presupuesto que le ha dado en función del confuso diagnóstico. Así pues ha decidido visitar otro dentista. Su primera sorpresa ha devenido de la muy diferente forma de actuación propuesta (diferente pero con parecida explicación confusa), y la segunda se ha dado ante la extraña similitud de los dos presupuestos, desorbitantes ambos. ¿Cómo dos profesionales pueden –se pregunta mi hermano- evaluar clínicamente de forma tan distinta el complejo modo de actuación sobre la boca de un niño que sólo ha ido al dentista porque le está saliendo un diente por delante de los otros, pero coincidir tanto en los honorarios requeridos? ¿Será necesario gastar esa ingente cantidad de dinero para arreglar la boca del niño que al parecer sólo tiene un diente que le sobra–se sigue preguntando mi hermano? Las dudas le corroen: ¿seré un desalmado si no pido otro crédito para poder abordar el futuro bienestar ¿estético? de mi hijo? ¿Ah, pero se trata entonces de una cuestión puramente relacionada con la estética y no con la salud bucal?, termina por preguntarse mi hermano. Así que acude a un tercer dentista para saber si es sólo de eso de lo que se trata. Antes de dar su dictamen, lo que hace este tercer dentista es criticar las actuaciones que sobre el niño se han hecho con anterioridad (el primer dentista que le puso los brackets), concretando su crítica en la innecesariedad de esas previas actuaciones, que a mi hermano le costaron, por cierto, una pasta gansa. Coincide sin embargo con este primer dentista en lo que respecta a la forma de ver el problema actual y sobre todo en lo que respecta a los estipendios que serán necesarios para solucionarlo. Armándose de valor mi hermano decide hacerle una pregunta sencilla pero sin duda entrometida; con prudencia y serenidad le dice: ¿y no habría una forma más sencilla de abordar el caso; no sería, por ejemplo, más sencillo extraer ese diente y ya está? El dentista estira el rostro, contrae los labios y comienza a balbucear pronunciando frases que no acaba. Cuando logra serenarse intenta articular un discurso que apela a los modos correctos de actuación. Mi hermano le corta amablemente y vuelve al grano, ¿pero qué pasaría si lo que hiciéramos fuera extraerle sólo ese diente? El dentista ladea la cabeza de un lado a otro, toma aire y dice: pues que es posible, que en el futuro, no muy pronto pero si de aquí unos años, bastantes eso sí, le apareciera, aunque no con seguridad, una pequeña “rayita” vertical en la mejilla. La pregunta de mi hermano tenía sentido; primero porque tanto a él como a mí nos sucedió lo mismo cuando éramos niños y la solución fue extraer la pieza, y segundo porque la extracción es sumamente más barata que cualquiera de las intervenciones propuestas por los tres dentistas. Por cierto, ni mi hermano ni yo tenemos ninguna rayita vertical en las mejillas, pero pensamos que podría ser interesante que apareciera.

El vendedor
Vivo a unos 100 metros del mercado de mi barrio. Todos los días del año un matrimonio que rondará la cincuentena se ubica a mitad camino entre mi casa y el mercado, en un lado de la calle. Bueno, más bien es ella la que con una pequeña sillita plegable se sienta despaldas a la pared junto a una balanza. El se sitúa en el cruce de la calle para controlar mejor la posible llegada de la pasma. Se tiran prácticamente toda la mañana vendiendo los “productos del día”, o sea, los productos que ese día han podido conseguir por el sistema de “carga”. Suele ser fruta y verduras del tiempo. Hace unos días y ya a una hora en la que los mercados dan por zanjada su vida laboral, pasé junto a un bar de esos que cuentan con una pequeña barra que comunica el interior con la calle. Un grupo de personas se comunicaba con la vehemencia y la indignación que al parecer el tema exige en estos momentos. Así, estaban hablando de los políticos a voz en grito. Entre ellos estaba este hombre que tan apañadamente vigilaba las ventas de “sus” productos. Estaban todos indignados, claro. La casualidad quiso que justo a mi paso por el grupo fuera él quien tuviera la palabra; su tono era categórico: “los políticos, los políticos son todos unos ladrones; sólo están donde están para robar, no hay ninguno que se salve”.

El mecánico
Hace año y medio compre una moto a un mecánico –y dueño de un establecimiento de venta de motos- que conozco desde 1985. A los tres meses se produjo una avería que me tuvo sin moto un mes. Como entraba dentro del tiempo asignado por el seguro la arregló, pero sus explicaciones respecto a la avería fueron algo confusas. No pasaron ni dos meses más y la moto volvió a averiarse. Yo le manifesté mis dudas al mecánico pero al final confié en sus extrañas explicaciones que consistieron en decirme que se trataba de una avería común del modelo en cuestión. Siguió sin cobrarme pero no quiso darme ninguna factura ni documento que probara que mi moto había entrado ya dos veces al taller con el mismo problema. No pasaron ni dos meses para que se reprodujera la avería: la tercera vez. Cuando le llevé la moto al mecánico ya manifesté mi total desencanto con la compra de la moto, pero él se excusaba con argumentos técnicos sobre una avería frecuente en esos modelos y difícil de solucionar adecuadamente. Me dijo que está vez iba a darle una solución más o menos definitiva porque había consultado a un experto de Madrid que estaba especializado en mi modelo, y que muy probablemente esta vez sería la definitiva. Quise creerle por dos razones, primero porque lo conozco hace ya casi 30 años y segundo porque tenía ganas de hacerlo. La cuestión es que estuve, de nuevo un mes más sin moto. Pasados 4 meses del tiempo que cubría el seguro de la venta se volvió a reproducir la avería. La llevé al mecánico para pedirle explicaciones; se la dejaba tal que un día y al día siguiente me daría un presupuesto del arreglo en cuestión. Así fue, pasado el día me acerqué al taller y le pregunté. Sin arredrarse ni un ápice me dijo que la avería costaría de arreglar unos 2.500 euros y que, claro está, tenía la opción de no arreglarla, o de llevarla a otro mecánico, pero él me aconsejaba que no lo hiciera, añadiendo que se trataba de un precio especial por los inconvenientes causados y que por ello no me cobraría casi la mano de obra, pero que efectivamente se trataba de una reparación cara debido al coste de las piezas. Ante el cabreo manifestado por mi parte durante la conversación en vez de acobardarse se fue creciendo hasta llegar a decirme que “sí, en efecto se ha tratado siempre de la misma avería pero yo no me podía permitir el lujo de asumirla porque hubiera perdido dinero, así que he ido apañándotela creyendo siempre que podría ser más o menos definitivo el apaño”.   

El contratador

El joven hijo de mi mujer es un atleta; de hecho se lleva preparando para ello desde muy joven. Sus especializados estudios además lo avalan. Le ha igual subir un 6.000, que hacer rafting, que apuntarse a un triatlón: es su vida y por ello su profesión. Hace unos años cuando aún era un adolescente en ciernes le contrataron de la piscina municipal para que pasara 8 horas vigilando a los bañistas. Le daban un sandwiche como pago a la responsabilidad de estar 8 horas bajo el sol sin permitir que se produjeran incidentes entre los usuarios de la piscina. Le vino bien el trabajo como una forma de entrar en contacto con la vida social y laboral directamente relacionado con sus aficiones, pues aún era sólo un estudiante. Han pasado 4 años y lo han vuelto a llamar. Lo primero que le dicen es que esta vez piensan pagarle. Y en efecto, le quieren pagar; le ofrecen 300 euros por estar todo el verano preocupado por la salvaguarda de docenas de niños cuya inconsciencia se multiplica ante el agua y el calor. Da igual que el chaval se haya negado ante tal bochornosa propuesta; seguro que habrá bastante gente mucho menos capacitada (pero posiblemente más necesitada) para hacer el papel de vigilante. Puede que eso genere un par de muertes en la piscina, pero la pela es la pela, tú. (No olvidemos que una de las muertes producidas por ahogamiento este año en Valencia, se produjo porque habían dejado la vigilancia de la piscina en manos de los estudiantes de un instituto que se encontraba adscrito a ella).