jueves, diciembre 25, 2014

Locke (film de Steven Knight, 2013)



Segunda parte

Podría ser un género ese que proviene de titular una película o una novela con el nombre propio del protagonista. Pero no lo es; nadie, que yo sepa, ha establecido las pautas por las que entender Laura o Gilda como películas de género por el mero hecho de nombrar la película con el nombre propio de la protagonista. Lo que no impide que estas obras dirijan al espectador hacia un terreno tan poco abstracto como reductivo.

Así, Locke, contiene, desde luego, unas premisas reductivas por cuanto le hace saber al espectador que va a ver una película cuyo tema central es el personaje mismo, Locke. En este caso se trataría de Ivan Locke, un ingeniero que en el mismo inicio de la película decide dar sentido a la palabra. A la palabra en su doble acepción; la palabra en tanto que signo lingüístico a través del cual nos comunicamos -todo es palabra en una película que sucede dentro de un coche- y a la palabra en tanto que promesa. Locke es pues un personaje que no saldrá de campo en toda la película y que se servirá de su palabra para validar sus actos, esos de los que sabremos, precisamente, a través de sus propias palabras. Locke es la película de un hombre, Locke, que se ve impelido a realizar un trayecto nocturno para ajustar cuentas consigo mismo. Hay otros personajes, desde luego, pero aparecen sólo en forma de voz, o mejor, en forma de palabras pronunciadas fuera de campo.

O dicho de otra forma: Ivan Locke es un tipo que a mitad de su jornada laboral decide hacer un largo viaje nocturno para resolver un asunto del que se siente responsable y será su "manos libres" lo que le permita dar las necesarias explicaciones a quienes de él algo demandan. Explicaciones en un caso e instrucciones en otro, porque el cometido del viaje es, precisamente y en contra de toda apariencia, no abandonar su deber; no eludir el cumplimiento de su deber. Su mujer y su hijo se han quedado esperándolo para cenar y ver el partido en televisión, y además abandona el trabajo justo cuando en su empresa están acometiendo un proyecto que requiere de sus especializados conocimientos de ingeniero. Sin embargo, insistimos, el único cometido de Locke abandonando momentáneamente a su mujer, su hijo y su trabajo es, paradójicamente, su decisión irrevocable de cumplir con su deber.

Pero ¿cuál es su deber? Pues es aquí cuando el asunto se complica; sobre todo en un tiempo donde el concepto de verdad ha perdido todo sentido debido a una suerte de corrección que le confiere sesgos reaccionarios. En cualquier caso el deber sería, desde el punto de vista kantiano, la obediencia a una ley moral universal que nosotros mismos construimos. ¿Y quién si no?, me pregunto yo, ¿quién, sino nosotros mismos, podría construir una ley moral que pudiera ser universal? ¿Quiénes, sino nosotros mismos, somos quienes debemos obedecer a una ley moral universal? Así surge en Ivan Locke la decisión de abordar su deber. La decisión en tanto que fase última de una deliberación que contiene su propia conclusión. El deber, pues, vinculado a otro concepto que se encuentra en franca decadencia, la moral, ese relativo al ideal y a las reglas éticas que se aplican a la conducta. ¿Reglas dices?, ¿reglas? ¿Reglas, moral, deber, verdad? ¿A quien le interesan estos conceptos en la época de la corrección política? Moral: conjunto de reglas de conducta que se consideran universal e incondicionalmente válidas.

Locke inicia su viaje con el fin de cumplir con su deber, que no es otro que decir la verdad. Así, cumplir su deber en tanto que ser moral. Y "La mayor violación del deber del hombre para consigo mismo, considerado únicamente como ser moral (la humanidad en su persona), es lo contrario de la veracidad: la mentira." (Kant en Metafísica de las costumbres). La verdad, pues, en tanto que adecuación o concordancia entre la realidad (los hechos) y la palabra que configura la individualidad del sujeto.

Y si es la palabra quien configura la individualidad del sujeto sólo sabremos de la verdad y de la mentira a través de ella. Locke no quiere vivir en una mentira y por eso ha tomado la para él necesaria decisión de decir la verdad con independencia del alto precio que tenga que pagar por ello. Que en el peor de los casos asumirá con la conciencia tranquila (¿Conciencia?, ¿Conciencia has dicho?). Y lo hace a través de la palabra en su doble acepción: la palabra en tanto que signo lingüístico que le sirve para comunicarse con su colega, con su jefe, con su mujer, con su ex-compañera y con su hijo, y la palabra en tanto que promesa ("te doy mi palabra") que inexorablemente vincula el momento presente de la misma promesa -que en este caso es pasado: cuando se comprometió con su mujer- con el futuro -que en la película es presente- donde esa promesa debe cumplirse. Locke siente que con la mentira falta a la promesa que en su momento le hizo a su mujer y ello le obliga a decir la verdad aun cuando esa verdad pase por aceptar el incumplimiento de la promesa. Habrá que ver la película para entenderlo plenamente.

En cualquier caso toda promesa se encuentra inexorablemente ligada al plano de la enunciación y la enunciación no es más que el conjunto de palabras que comprometen al sujeto que promete. La verdad de Ivan Locke no es, desde luego, universal, pero no deja de ser la única verdad que conoce: aquella por la que se comprometió a través de la palabra. "Las palabras -dice Jesús González Requena- se dan y se reciben. Es decir, si el régimen de registro semiótico es el del intercambio, el del simbólico es el de la donación. El plano, por eso mismo, en el que tiene lugar la fundación simbólica del sujeto". El sujeto es, pues, en tanto que ser de palabra -dada-.

Locke dio su palabra y faltó a ella. Ahora sólo le queda recuperar la dignidad que supone haber faltado a la palabra; algo que sólo puede hacerse a través de la palabra misma. Cito de nuevo a González Requena, ahora in-extenso:

"Ser: fiel a su promesa
Pues el ser no es lo que es.
El ser es, por el contrario, la palabra encarnada que resiste en -y a- lo real.
¿Existe entonces la verdad?
Existe, desde luego, pero sólo en la medida en que el que la enuncia la desee con suficiente intensidad. Quiero decir: con la intensidad suficiente para ser fiel a su promesa.
Pues en ello le va el ser. Es decir: en ello reside el ser: en la palabra que es verdadera porque resiste y hace frente al caos de lo real"

Así es como Ivan Locke se convierte, con un simple gesto formalizado a través de la palabra, en un héroe; un héroe que lo es, también, debido a la resignación con la que es capaz de aceptar las tremendas pérdidas que le suponen ser un hombre de palabra. En definitiva, Locke, una de las películas más bellas de los últimos tiempos. Una película en la que el texto principal se ve complementado con un texto secundario que funciona como perfecta metáfora de la complejidad que funda toda relación amorosa. Una bella película de amor. Locke: una bella película de amor que probablemente aburrirá a los amantes de la acción y del pensamiento académico.


domingo, septiembre 28, 2014

Locke (film de Steven Knight, 2013)

Primera parte

Escepticismo y mentira

En Léxico de Filosofía (Jacqueline Russ) se nos dice que Escepticismo es la "doctrina según la cual el espíritu humano no puede alcanzar la verdad con total seguridad; sería pues necesario suspender todo juicio y practicar la duda".

De esta forma, hay quien podría deducir, a partir de esta definición y de una observación objetiva de la realidad, que el mundo es, todo él, escéptico, pues se asienta sobre esa extendida máxima, intelectual donde las haya, que reza "¡porque tú lo digas!", que a su vez tiene como complemento estilístico esa otra muletilla perfectamente consecuente con el pensamiento altamente desarrollado, "eso lo dirás tú". Así, esa suerte de escepticismo emerge, curiosamente, para poder poner en duda la verdad del otro, que no será posible en tanto que Verdad, pero sin renunciar a la propia razón. Esa es la enseñanza exacta que el pensamiento académico lleva inoculando en la sociedad desde hace cerca de 40 años. Y cuando digo "el mundo" me refiero al conjunto de sujetos que lo habitan desde el supuesto civilizado. En cualquier caso, no hay más que ver cualquier tertulia en televisión para conocer el nivel de la retórica de ese sujeto del hoy. Una retórica asentada en las consecuencias devenidas de un relativismo cachondo: irresponsable.

Pero, ¿realmente puede alguien ser escéptico si no es capaz de suspender un juicio debido a algo tan sencillo como que es incapaz de tenerlo? O dicho de otra manera ¿se puede suspender un juicio que nunca ha tenido lugar? La condición necesaria para poder poner en cuarentena un juicio es haberlo previamente elaborado; haber tenido la capacidad de elaborarlo; no se puede poner en cuarentena el simple boceto de un juicio, resultaría tan pueril como patético. Así que mucho me temo que la seda sólo le sirve a la mona para cambiar su apariencia, que es sólo una parte anecdótica de la Verdad de su Ser.

Por tanto, ¿es o no verdad que el mundo es escéptico, tal y como al parecer se deducía de una observación objetiva? Pues no, el mundo altamente tecnologizado e interconectado es, paradójicamente, exageradamente creyente. Y por eso él mismo resume los diez mandamientos de lo digital en los dos fundamentales: te amarás a tí por encima de todas las cosas y al dinero como a ti mismo. Es decir, el mundo es perfectamente fundamentalista aun cuando sus creencias se asienten en la reivindicación de un relativismo feroz. Es esta paradoja la que han sabido captar las elites del poder (económico, político y académico) y lo que les ha facilitado la imposición de ese perverso sistema universal de adocenamiento y humillación que es la Corrección Política, verdadera causa en última instancia de los males que aquejan al sujeto del hoy. Que se ha vendido al bienestar individualista por un plato de lentejas. O que ha comprado su derecho a la queja a costa de perder su verdadera libertad.

Uno puede suspender un juicio y practicar la duda si y sólo si es capaz de elaborar juicios que por su entidad pueden ponerse en cuarentena. Un juicio no es una ocurrencia, de hecho lo que diferencia una cosa de la otra es precisamente su dimensión. Para que la definición del libro Léxico de Filosofía tenga sentido debemos aceptar que la dimensión de un juicio es una dimensión vinculada al pensamiento, esto es, a la cultura, la reflexión y el análisis. Pero el sujeto del hoy, pragmático como nunca en la historia de la humanidad, es un sujeto que prioriza la información sobre el conocimiento, con lo que que sus enunciados tienden más a la ocurrencia que al juicio. Suspender una ocurrencia para ponerla en duda podría ser, si así ocurriera, la forma exacta de describir las habituales formas de actuación del sujeto del hoy, un sujeto que DEBE alejarse del conocimiento para medrar. Un sujeto, por tanto, que resulta patético cuando a sus ocurrencias les asigna las cualidades de los juicios. Otra cosa sería que la coherencia llevara, a quienes creen que todas las afirmaciones valen lo mismo, a aceptar que eso sólo sería posible a costa de no llevar nunca razón. Algo que precisamente no sucede a quienes no le han dedicado tiempo a obtener la capacidad de juicio, que por ello no tienen palabra. Sólo quienes respeten la palabra, en tanto que pieza angular de un discurso que en ella se sujeta, podrán suspender un juicio, y su duda no podrá ser otra cosa que el producto de la sabiduría.

Prueba de todo ello es la facilidad con la que se ha asumido la mentira en las sociedades supuestamente civilizadas, o mejor, la tranquilidad con la que se ha admitido como inevitable la existencia de la mentira en un mundo donde todas las afirmaciones valen lo mismo. Hasta anteayer el descubrimiento de un engaño o una mentira podía acabar, por ejemplo, con la destitución inmediata (e incluso la dimisión voluntaria) de una alta instancia de la política. Eran otros tiempos. Aún recuerdo como "hace unos días" un ministro alemán dimitió cuando se descubrió que su tesis doctoral no era del todo suya. Y un Ministro de Interior español cuando se le fugó un delincuente.

Es el hecho de que todos los opinadores tengan razón al mismo tiempo lo que precisamente les da pábulo para calificar de mentiras las afirmaciones de sus contrincantes. No son escépticos, lo que hacen es aprovechar las enseñanzas inoculadas por ese pensamiento político y académico que siempre habla de igualdad. La primera fase de su estrategia consistió en hacer creer que todas las opiniones, en tanto que propuestas personales, valen lo mismo, pues otra cosa habría parecido discriminatoria; la segunda, la vemos, es llamar mentiroso al contrincante. Extraña consecuencia que sobre el sujeto del hoy impone la asimilación de la corrección política, que le permite poner en duda la existencia de Verdades pero sin por ello abandonar la posibilidad de llevar razón en sus opiniones. Ni siquiera aunque ello le conduzca al insulto de su contrincante. Lo vemos todos los días en televisión y cada vez que se retransmiten las interioridades del Congreso de Diputados. Hace unos pocos años habría sido impensable admitir la mentira en alguien que detentara un cierto poder público, sin embargo ahora vivimos sabiendo que todos los capitostes mienten... según sus contrincantes. O sea, todos mienten. Y lo hacen, entre otras cosas, en la medida en que reivindican en público lo que son incapaces de sostener en privado, por ejemplo que "todas las opiniones son respetables". Éste es el verdadero motivo por el que en nuestra época triunfan los mediocres, cuando no los directamente canallas; allá donde la palabra no vale nada la virtud no podrá entenderse más que como una pérdida de tiempo

domingo, agosto 31, 2014

De felaciones oníricas

De felaciones oníricas

Una buena película puede definirse por su final. No es posible una gran película si su final no aporta algún matiz a todo el desarrollo del film. Tanto es así que uno de los trucos mejor usados por directores o guionistas espabilados es el de inventar un buen final (con un giro sorprendente, que se dice) para una película mediocre. En cualquier caso una película nunca es sólo su final. A pesar de que sean muchos los “expertos” que caen en esa trampa a la hora de valorar una película que nunca podrá ser sólo una trama con ingenioso desenlace. En las buenas películas el final no puede ser otra cosa que el inicio incierto de otra trama.

Y como este post no pretende ser una crítica cinematográfica sino un simple comentario, lo que me gustaría es reflexionar sobre el final de una película, El sabor de la sandía. Así, no me interesaría tanto la curiosa película como su final, tan enigmático como significativo, valga la paradoja. Un final que no es tanto un desenlace como la expresión de una idea. Una idea que toma cuerpo en mi mente con absoluta independencia del desarrollo de la trama, difusa por otra parte. Un final que aun pudiendo ser analizado como el desenlace de su propia trama, admitiría indudablemente una interpretación dislocada de ella. Algo nada descabellado por otra parte dado el carácter eminentemente surrealista de la película.

El final de El sabor de la sandía es un plano que, como muchos de los planos de la película, se caracteriza por su inusual larga duración. Porque, en efecto, se trata de una película muy alejada de esos blockbusters americanos que necesitan quintuplicar los planos de una secuencia consuetudinaria para que el espectador al que va dirigido -teenager en su aplastante mayoría- no se aburra, pobrecito. Así, los planos duran el tiempo que los hace inusuales y además sin movimiento de cámara.

El final: en un primer plano aparece el perfil del rostro de una mujer que tiene toda la polla de un hombre metida en su boca; sabemos que el hombre acaba de correrse en ella; al cabo de unos instantes le resbalan dos lágrimas por la mejilla. Y si bien es cierto que no hace falta conocer la totalidad de la trama para poder confrontarnos con ese plano no es menos cierto que sí resulta oportuno saber qué es lo que ha sucedido inmediatamente antes.

De todas formas podríamos resumir antes vagamente la trama: ella es una mujer joven que vive sola y que padece un evidente spleen: el propietario de la polla es un actor porno que tampoco parece feliz en un trabajo que ejecuta sin convicción y de forma mecánica. Ambos deambulan por la ciudad en busca del bien más preciado de una China con problemas de abastecimiento privado de agua. Aunque viven en el mismo edificio se conocen casi al final de la película sin saberse vecinos y sufren un extraño enamoramiento.

Escena previa al plano final: el actor porno está rodando una escena en la que por motivos desconocidos tiene que mantener relaciones sexuales con una actriz inerte, no se sabe si está drogada o borracha pero el caso es que se encuentra desmayada y totalmente flácida (la actriz que hace el personaje de actriz porno es la misma en toda la película). Los rodajes porno, tal y como se ha ido mostrando en secuencias anteriores, son rodajes precarios realizados entre dos operadores desapasionados que esta vez tienen que sujetar a la actriz –e ir cambiándola de posición- mientras el actor hace esfuerzos denodados por hacer su faena. En esas aparece la protagonista que observa la situación a través de una ventana con rejas pero sin cristal. Se queda anonadada ante el espectáculo pues ante ella se encuentra el chico que acaba de conocer y del que se ha enamorado, y además rodando un film porno con una protagonista que es manipulada como una marioneta por dos operadores de cámara groseros y chapuceros. Pero poco a poco lo que ha empezado siendo perplejidad va tornándose en excitación. De hecho sus gemidos sustituyen a los de una actriz absolutamente ausente. Él se percata y continúa con su extenuante labor, pero ahora ya pendiente de ella, cuya excitación aumenta ante esa mirada mutua. Cuando ella se acerca a la ventana él salta de la escena se encarama al quicio y le introduce toda la polla en la boca.

Repitamos ahora la escena final: en un primer plano aparece el perfil del rostro de una mujer que tiene toda la polla de un hombre metida en su boca; sabemos que el hombre acaba de correrse en ella; al cabo de unos instantes le resbalan dos lágrimas por la mejilla.

Y a partir de este plano emerge lo que más arriba he llamado una idea por llamarlo de alguna forma. Una idea que contiene todas las diatribas que la corrección política lleva inoculando en la sociedad para incrementar la rentable guerra de sexos.


Así, esta es la escena final de la historia de dos personajes que se han conocido después de dar muestras, durante toda la película, de vivir su anodina vida con absoluta independencia. La felación del último plano no es, desde luego, una felación normal, es una felación absolutamente imprevisible, además de grotesca. No sé, parece que toda la extraña película estaba preparándonos para ese final. O mejor, que ese final, esa imagen, es lo que confiere sentido a una película ininteligible. Así, un final como comienzo de otra incierta historia, la que esta vez podría ser la historia misma de El sabor de la sandía

lunes, agosto 11, 2014

La Uniformidad y el Poder

O del poder de la Uniformidad

Debido a circunstancias familiares pasé toda mi adolescencia viajando a Barcelona. Bueno, Barcelona y Sitges, ese apéndice sureño que se repartía la alta burguesía con el apéndice norteño de Rosas. Mi hermano y yo disfrutábamos de lo que por aquel entonces se llamaba kilométrico, una especie de cartilla que permitía a los hijos de funcionarios de Renfe viajar gratis. Así que para nosotros coger el tren y plantarnos en Barcelona era como coser y sobre todo cantar, aun a pesar de que el trayecto durara entre 4 horas y media y 6 horas.

Allí siempre nos esperaban dos primos de nuestra edad, autóctonos de Barna, con los que éramos felices hiciéramos lo que hiciéramos. Fue precisamente en aquella época –mediados y finales de los setenta- donde me comenzaron a advenir sentimientos contradictorios respecto a la evolución que yo iba viviendo en la ciudad. No sé muy bien por qué yo de jovencillo tenía un excéntrico gusto por lo retro al que le iba muy bien Barcelona, no sé, quizá debido al modernismo catalán que asociaba a mis intereses por las antigüedades y mis primeras adquisiciones: Los encantes y la Ronda de Sant Antoni.

Los sentimientos contradictorios comenzaron cuando comprendí que todo aquello por lo que Barcelona me gustaba, que no era otra cosa que su propia singularidad, iba a ser en el fondo algo irrelevante para un gobierno ya metido en la vorágine nacionalista. Es decir, comencé a padecer cierta esquizofrenia respecto a mis sentimientos hacia Barcelona cuando comprendí que a mí me importaban más ciertas tradiciones catalanas que al mismísimo gobierno catalán. Así, mientras mis primos sufrían la primera gran inmersión lingüística, el gobierno catalán convertía todas sus granjas* en cafeterías franquiciadas. La estrategia no podía ser más perfecta: mientras una pandilla de políticos exaltados catalanizaban a los niños con el lema Espanya ens roba, esa misma pandilla se hacía rica con el 3% (o con el mucho más %). El signo definitivo que demostraba que a esa pandilla de dirigentes les importaba realmente una mierda su idiosincrasia -pero les encantaba definitivamente el dinero- fue la sustitución del bar Canaletas por un Burger King. Pero sin dejar de promover, eso sí, el baile de la sardana en la Plaza de la Catedral los domingos por la mañana.

A los sucesivos gobiernos catalanes siempre les interesó generar confusión en torno a los conceptos identidad y tradición. Lo que les ayudó a generar fácilmente súbditos. Creaban prosélitos en base a una lengua, un baile muy púdico (cualidad básica para todo baile nacionalista que se precie) y la inoculación de un odio que debía manifestarse hacia españoles y sobre todo charnegos. El odio al otro es una de las tácticas lo que más sensación de grupo genera, la que más une a los prosélitos si además se expresan desde una lengua propia. Incluso mis primos cayeron en la trampa cuando se creyeron todo lo que aquel personaje bajito pero extremadamente soberbio les decía con la cabeza inclinada y los ojos semicerrados.

Un ejemplo que nos muestra los efectos que esa confusión de conceptos conlleva es la re-creación paisajístico/urbanística que el gobierno catalán ha hecho en su comarca de la Cerdanya. Hay que verlo para creerlo. Si no fuera porque los hay a docenas se trataría del ejemplo perfecto para señalar adónde nos conduce un lugar regido por la exaltación del ensimismamiento nacionalista en detrimento del otro, un otro siempre inferior y por ello digno de odio; un lugar, claro, gobernado por una pandilla de listos cuya cantidad de dinero privado ha crecido siempre de forma directamente proporcional a la cantidad de gente que debía no saber nada acerca del significado de los conceptos identidad y tradición. En efecto, la Cerdanya es un buen ejemplo para conocer adónde nos conduce un nacionalismo de carácter independentista (mientras no haya otras olimpiadas que les renueven toda una gran ciudad con dinero español).

Se puede acceder a la comarca por la vieja carretera de Ripoll o puedes hacerlo por el nuevo túnel del Cadí, pero los resultados son los mismos... con una hora de diferencia (y más allá del dinero que genera en las arcas de la Generalitat el peaje del túnel). Ya pases por Das, o por Orús, o por Saga, o por Riu, o por Alp, o por Bor, o por Bolvir, o por Prats, lo que ves es siempre… ¡lo mismo! ¿Cómo lo mismo?, se preguntará más de uno. Pues eso, ¡lo mismo!: las mismas casas sin apenas variaciones agrupadas y organizadas junto a un minúsculo centro histórico remozado para hacer juego con esas casas de reciente construcción. Piedra, pizarra y madera repartidas en una estructura que tendrá en cuenta el perfecto reparto de materiales con el fin de conseguir esa uniformidad. Y según me cuenta un amigo de Manresa, que tuvo que reformar una de las casas antiguas de Riu, “¡hay de aquel que quiera algo diferente!, por ejemplo una casa sin contraventanas de madera. ¡Se queda sin casa!”.

En efecto, mi amigo se explayó hablándome del calvario que tuvo que padecer para cumplir una normativa que se hacía estricta sobre la marcha con el fin de impedir que nadie se saliera de la conservadora estética uniformadora. Esto es, si hay algo imposible en la Cerdanya es tener una casa al gusto propio, tener una casa de diseño particular, en base a una planta personal y un diseño que no sea el de piedra, pizarra y madera. Habrá quien no vea en esto nada especial, o nada criticable, porque en el fondo reclame esa igualdad uniformadora (¿). ¿Tendrá que ver esa igualdad uniformadora con aquel editorial famoso que apareció simultáneamente en todos los periódicos catalanes? ¿Esa uniformidad que impide a “uno” tener la casa que quiere? ¿Esa uniformidad que impide a los catalanes rotular su negocio en la lengua que les venga en gana? ¿Esa uniformidad que no permite a un niño expresarse en español en el patio de un colegio que además no puede elegir la lengua de docencia si quiere seguir recibiendo subvenciones? ¿Esa uniformidad que margina descaradamente a quienes disienten de ese uniforme pensamiento único? 

En mi adolescencia pudo conmigo una sensación que no era inmovilista sino nostálgica, esto es, ingenua. Bastaron unos cuantos meses para curarla. En cambio los poderes fácticos catalanes se guiaron por una estrategia perfectamente diseñada (en la que colaboró todo el estado español) y sumamente eficaz en la medida en que hicieron prevalecer lo sentimental sobre pragmático en gran parte de la ciudadanía. Y además muchas de las franquicias que sustituyeron a las granjas se anunciarían al público con el "pan tomaca y butifarra". 

No importaba tanto que Cataluña se empobreciera y endeudara en su ensimismamiento como que les uniera un sentimiento visceral pero uniformado. El precio que había que pagar por ello sería el de carecer de opinión propia: dejar de ser un individuo para pasar a ser un número, dejar de tener verdadera personalidad para pasar a ser una marca. Algo que no parece importarles a los más reivindicativos y por eso siguen haciendo oídos sordos a lo que hace apenas unas semanas les dijera ese señor bajito que les metió millones de pájaros ruidoso en la cabeza, ese señor que les hablaba con la cabeza inclinada y los ojos semicerrados: “¿qué coño es eso de la UDEF?”

*Las granjas eran especies de bares -sin serlo- que expendían trinaranjus, cacaolat, bikinis y productos de primera necesidad.

jueves, abril 03, 2014

Videojuegos y Corrección Política

Videojuegos y Corrección Política

El 14 de marzo se publicó un artículo el País Semanal con el título “Revolución femenina en los videojuegos” firmado por Montaña Vázquez.

Antes que nada cabría preguntarse ¿Revolución femenina? ¿Qué querrán decir con lo de revolución? Es decir, ¿es que acaso hacía falta una revolución en las mujeres respecto al videojuego? Como no podía ser de otra forma la palabra revolución se usaba con intenciones positivadoras, progresistas*, pero por eso mismo cabía la pregunta ¿qué podrá significar el hecho de que exista una revolución femenina en los videojuegos? Pero sobre todo ¿en qué puede consistir esa revolución?

Las respuestas en el mismo artículo.

La primera: según los datos obtenidos en la investigación de Vázquez “el 37 % de las españolas se han enganchado a los juegos virtuales”.

Conclusión primera, pues: cada vez hay más mujeres que le dan a la maquineta. ¡Bravo!, parece ser.

La segunda: que como dice Raquel Villamil, guionista de Virtual Toys (una de las de las diez mujeres que ha entrevistado Vázquez: cinco expertas y cinco jugadoras), “Para ellas, las historias importan”.

Conclusión segunda: las mujeres (“ellas”) son diferentes a los hombres, siendo esa diferencia algo que inevitablemente se deberá entender de forma positivadora respecto a la mujer. O leído a la inversa, de forma displicente hacia la parte contraria de lo que supone esa diferencia. “Para ellas las historias importan”, o sea, para ellos no, de otra forma la frase sería tan absurda como innecesaria.

Y continúa “Nosotras demandanos juegos diferentes, más sociales. Nos gustan las protagonistas igual de preparadas y fuertes que los hombres, pero más cercanas a nuestro físico, con las que poder identificarnos”.

Conclusión tercera: no sólo les importa el “contenido” sino que además se trata de un contenido en el que a ellas, las mujeres, les gusta ser igual de fuertes que los hombres… pero sin músculos. Esto es igual (de fuertes, de preparadas…) que los hombres. La igualdad (¿).

Pero volvamos al texto que acompaña al titular: “El 37 % de las españolas se han enganchado a los juegos virtuales. Pero imponiendo sus reglas: a las gamers les gustan las historias con contenido. Y las heroínas: más reales (también estéticamente) e inteligentes”. Así pues, definitivamente la diferencia. Que por eso “imponen” sus gustos… y no los de otros.

(Paréntesis: quizá por eso Ada, una de las cinco videojugadoras entrevistadas (“Ada, Amanda, Eva, Serena y Aby creadoras de El Podcast de la BSAA, un site en el que hablan de lo que más les gusta: los videojuegos”), la única a la que se le da voz de todas ellas, dice que sus juegos favoritos son “Mass Efect (de trama épica), pero también Resident Evil (que como todos saben se trata de uno de los primeros juegos catalogados como survival horror).

En cualquier caso, dos son los objetivos del artículo, como no podía ser de otra forma: hablar de igualdad en términos de progresismo, en esta caso dando importancia al creciente número de jugadoras que cada vez más se acerca al de jugadores, y hablar de diferencia, en este caso para incidir en que el juego de “ellas” es más sofisticado que el de ellos, esos simples brutotes. Se habla del éxito que tienen entre las mujeres los juegos que “suponen un entrenamiento para la mente o el cuerpo, como el Brain Training o el Wii Fit”, pero sin ofrecer números comparativos que ayuden a entender esa diferencia de la que se hace gala (pues sigue habiendo más jugadores que jugadoras).

Y por si alguien no había entendido el mensaje de las entrevistadas dice Montaña Vázquez a modo de conclusión: “Atraer con curvas al complejo universo femenino no tiene sentido. Ellas buscan algo más: conectar, desarrollar sus habilidades sociales, su intelecto… además de divertirse por supuesto”.

Así pues, vuelta definitiva a la diferencia: a “ellas” no les atraen las curvas (¿) y por eso buscan “algo más” que el simple divertimento… algo más elevado, por supuesto. Diferencia: superioridad.

(Paréntesis 2: Por cierto, estos son los juegos que en el artículo se citan como más exitosos entre las mujeres: Monkey Island –en donde la protagonista es una ¡pirata!, Beyond: Dos Almas, de donde se especifica que la protagonista gusta porque “lucha hasta el final”, The order, donde la protagonista se describe como una “guerrera del Londres victoriano” y Assassin’s Creed, donde al parecer gusta mucho "la mulata esclava reconvertida en asesina". Así, en efecto y como puede verse, más realistas, más sensatas y más elevadas; y por supuesto gustando de personajes con los que poder identificarse. “Algo más”: Brain Training)

Y para acabar, la frase más previsible, la que no podía faltar. Dice Mar Marcos, profesora de Narrativa Audiovisual en la UCM, “Esta formación hará posible que cada vez haya más mujeres en puestos relevantes de la industria”.

Ahora bien

¿Se puede exigir la igualdad mientras se reivindica la diferencia? ¿Se puede exigir la igualdad mientras se hace gala de los beneficios que produce la diferencia? ¿Se puede, en definitiva, estar machaconamente exigiendo la igualdad al tiempo que ¡en el propio discurso! queda demostrada la inevitable diferencia? ¿El concepto igualdad presupone que ambos sexos debamos tener los mismos gustos, las mismas aficiones, las mismas necesidades, los mismos deseos, etc.? ¿Sí o no? ¿Por qué entonces una de las quejas más expresada por las mujeres consiste en hablar de injusticia cuando en un sector laboral hay más hombres que mujeres? ¿Acaso debería enfadarme yo porque haya en la carrera de Magisterio muchas más alumnas que alumnos? ¿Puedo enfadarme porque haya muchas más peluqueras que peluqueros, y muchos más fontaneros que fontaneras? ¿Con quién debo enfadarme cuando en la escuela universitaria de la que soy profesor (que fue la primera en España donde comenzó a impartirse la carrera de videojuegos) el porcentaje de chicos es aplastantemente superior al de chicas? ¿Bajo qué parámetros podría hablarse de injusticia cuando estas cosas suceden? ¿Acaso es un signo civilizatorio que a ambos sexos les tenga que gustar por igual, digamos que la práctica del parapente? ¿De dónde partiría la necesidad de considerar desproporcionadas y patológicas las situaciones que muestran gustos diversos en función del sexo? ¿Acaso es porque ser jugador de máquinas –o de canicas, o de fútbol, o de bolos- es un privilegio, o un signo civilizatorio de primer orden del que todos deben participar… por igual? ¿Por qué el creciente aumento de videojugadoras se tiene que ver como un signo de progreso? ¿Acaso no podría verse como positiva la poca participación de las mujeres en asuntos como el del –simple- videojuego por oposición a otras aficiones, como podría ser la creación musical? ¿Qué puede significar, entonces, esa obsesiva necesidad de que la mujer sea igual al hombre en todo (para después mostrar la superioridad en la diferencia); de que tengan que gustarle las mismas cosas que a los hombres por estúpidas –o no- que pudieran ser? ¿Qué habremos ganado cuando tengamos la misma cantidad de videojugadoras que de videojugadores? ¿No habíamos siempre considerado estúpidas e inmaduras las despedidas de solteros, con esos hombres ebrios y salidos dando muestras de zafiedad?


*Desde luego que no habría hecho falta leer el artículo para presuponer y asegurar que todo lo que se dijera en términos de “guerra de sexos”, que es al fin y al cabo lo que propone la corrección política en todas las manifestaciones públicas, va a ser ensalzador de la mujer y denigrador del hombre. Es decir, progresista.

viernes, marzo 28, 2014

Progreso y Redes sociales

Progreso y Redes sociales

No sé cómo pude ser tan ingenuo, pero cuando internet se encontraba aún incipiente pensé que podría ser ésta una forma revolucionaria de comunicación que la población usaría para evitar los abusivos atropellos que se cometían en la era analógica. Pensé que las posibilidades informativas que brindaba al usuario destaparían y orillarían las mentiras a las que ciertos poderes fácticos nos tenían acostumbrados por un hábito inmoral (tantas veces justificado desde un paternalismo encanallado), y que las posibilidades comunicativas entre sus usuarios se convertiría en una fuerza indestructible que jamás permitiría que el ciudadano quedara indefenso y desamparado ante, digamos una multinacional insidiosa. Cuando internet se encontraba incipiente me hacía feliz pensar en el futuro que éste nos brindaba porque por fin íbamos a estar todos los ciudadanos y todos los usuarios amparados por nosotros mismos y no por unos falsos poderes, principal e inevitablemente movidos por sus propios intereses económicos y/o electoralistas. Internet nos iba a permitir estar informados acerca de lo que verdaderamente pasaba y además nos iba permitir mantener una unidad entre usuarios que haría imposible cualquier humillación, como la de, pongamos, una empresa de telecomunicaciones; ese tipo de humillación al que éramos sometidos en esa época –con internet aún incipiente- en la que ni teníamos acceso a los datos reales y completos ni éramos capaces de comunicarnos con el fin de hacer compacto e infranqueable un grupo de defensa.

Pero no, en realidad todo fueron fantasías nacidas de mi ingenuidad. Los poderes fácticos que en antaño nos humillaban con sus arbitrarias injerencias (Hiberdrola, Telefónica, etc., etc.) no siguen humillando y vejando de forma absolutamente salvaje y pertinaz. El otro día los telediarios dedicaban 10 segundos de reloj a ofrecer esa noticia que confirmaba la fusión de Vodafone y Ono, eso sí, después de dedicar varios minutos a un incendio en no sé dónde, otros minutos a un concierto de rock histórico, otros a los destrozos de un temporal y otros muchos al cutis de Ronaldo. No sé qué puede significar esa fusión (que como todas nos conduce al fatídico duopolio), lo que sí sé es lo que viene pasando con las multinacionales que poseen el control total de la energía y de las telecomunicaciones -desde que el libre mercado ofreció a cualquier grupo empresarial la posibilidad de competir con los grandes monopolios. Y también sé lo que se pensaba de ese reparto “antimonopolista” cuando comenzó a llevarse a cabo: que se acabaría con la tiranía del único propietario y que por tanto la existencia de otros grupos generaría una competencia que abarataría los servicios y cuidaría del usuario. El final de esta historia plagada de conjeturas ingenuas –ya no sólo personales- lo conocemos: nunca el usuario se ha encontrado tan humillado como ahora, pues si antes las vejaciones eran de alguna forma inevitables, ahora son el producto de un acuerdo tácito y perverso. Que por eso “nunca pasa realmente nada”. Ni siquiera con destrozos urbanos y cabezas abiertas.

Hagan ustedes la prueba e infórmense acerca de la satisfacción de los usuarios respecto a sus compañías telefónicas. Yo lo hago todos los años con mis alumnos y después de 5 años indagando he llegado a la conclusión de que no solo no hay nadie satisfecho sino que absolutamente todos están de alguna forma cabreados con sus respectivas compañías. Y todos alguna vez han ido cambiando de ellas en función de unos misteriosos beneficios que después no lo eran. Algunos de ellos incluso se encuentran en trámite de una denuncia que no se soluciona y prácticamente todos tienen problemas pendientes por resolver. Y con los suministradores de banda ancha otro tanto de lo mismo. España es el segundo país más caro de toda la Unión Europea. Además, y como todo el mundo sabe, mantienen una política de precios que premia a los “nuevos clientes” en detrimento de los más “antiguos”, pudiéndose dar una situación en la que por lo mismo paga más alguien que se acaba de inscribir en la compañía que alguien que lleve 8 años pagando religiosamente. Premiando así la infidelidad.

¿Y qué hace la gente ante este desamparo y esta indefensión de la que curiosamente jamás nos protege el Estado? Pues dos cosas fundamentalmente: pasarse mensajitos vía digital (pásalo) y acudir a las “mani” de turno, que como es sabido se multiplican por cientos de miles. Así es como el ciudadano/usuario de la era digital pretende combatir el mal: mandando soflamas virtuales que alivian su mal de conciencia personal y acudiendo en persona a actos públicos que alivian su mal de conciencia social. Soflamas cuya presencia virtual suponen una trillonésima parte de los estúpidos “je, jes” y los “me gusta” que habitan la nube. Todos, en fin, muy comprometidos en sus ingeniosos 140 caracteres y sus paseos pancarteros y chillones, pero todos disfrutando de los beneficios con los que han sido comprados –en persona- por unos poderes fácticos que saben que nunca pasa nada; que saben que mientras todos esos quejicas tengan su conexión y su dispositivo nunca pasará realmente nada.  

Nota. (Sólo para lectores nuevos; no leer si uno ha seguido con regularidad este blog). ¿Significa esto que los actos virtuales comprometidos y las manifestaciones dicharacheras no sirven para nada? Por supuesto que no; sólo significa que desde mi humilde punto de vista no puede haber solución real al desastre sin renuncias personales y colectivas, renuncias verdaderas, y que por tanto toda posible salvación pasa inevitablemente por el sacrificio. A ver ahora quién está dispuesto a cambiar las cosas verdaderamente.


Post Scriptum. Quien mejor conoce este blog soy yo. Sé que sólo tengo un puñado de seguidores. Sé que durante los casi 7 años que lleva en marcha ha entrado en él la misma cantidad de internautas que los que entra en un blog sobre “maquillaje para el fin de semana” en un solo día. Y sé que mi obsesión por no vincular el blog a las redes sociales es una suerte de suicidio. Lo sé, amigos. Un suicidio feliz basado en la pura misantropía. Por cierto, la ingenuidad es en muchas ocasiones una de las formas con las que mejor se disfraza la estupidez.

miércoles, marzo 12, 2014

Lo que más cachondo pone a un activista es la lucha

Lo que más cachondo pone a un activista es la lucha

Llevo años definiendo la corrección política como una perversa estrategia que consiste en hacer eternos los mismos problemas que denuncia, mientras exige -a través de la opinión pública- un esfuerzo por resolverlos. Eternos: irresolubles. Porque después de todo, lo único que garantizará esa necesaria y rentable lucha que impone la corrección política será la misma existencia de esos problemas. Y en esa perversión maquiavélica se encuentra la causa misma del fracaso continuado y pertinaz de todas las campañas mediáticas y políticas que se llevan a cabo en su nombre. En resumidas cuentas, la perpetuación del problema no viene dada por su imposibilidad de resolución, sino por la ineficacia que ha inoculado el uso de la estrategia elegida: el problema no se erradicará mientras la rentabilidad que ofrezca la lucha sea superior a los beneficios que pudiera proporcionar su verdadera solución.

Son muchas las veces que en este blog se ha señalado que la criminalización del varón no es ni será nunca la estrategia adecuada para erradicar el problema que sufren algunas mujeres. Pero la corrección política ahí está, erre que erre. Dando muestras, ya no tanto de su ineptitud como de su maleficencia. El lapsus de la corresponsal de El País en Bruselas Elena G. Sevillano podría ser un perfecto ejemplo que demostrara como, “en el fondo”, lo que pone cachondos a los activistas no es tanto la resolución del problema como que haya problema para rato y por tanto haya problema suficiente como para seguir luchando...

El lapsus se produjo a partir de una noticia que el 5 de marzo ocupó a todas las cadenas de televisión y a toda la prensa escrita. Por la monstruosidad que la noticia traslucía. Dice Sevillano en la primera frase de su artículo “Las organizaciones feministas europeas se felicitaban ayer porque, al fin, existen datos comparables sobre violencia contra la mujer en todos los países de la UE”. Así pues, contenturria, euforia y por tanto felicitaciones. Los datos eran sobrecogedores ya que, entre otros, se destacaba que (casi) una de cada cuatro mujeres europeas había sufrido violencia física (¿). ¿Por qué entonces se “felicitaban” las organizaciones feministas? Nada en las encuestas daba para felicitarse. Ni siquiera el hecho de tenerlas, pues nada hacía suponer que los resultados de una macroencuesta (como así la denominan los autores) fueran esencialmente distintos de los datos proporcionados por encuestas previas menores o más localizadas.

¿Entonces? Pues porque antes que nada y por encima de todo los datos estadísticos seguían encontrando motivos para la lucha, que es al fin y al cabo lo que más rentable les resulta a quienes utilizan esa lucha desde la ideología construida a partir de los mismos parámetros de la corrección; es decir, desde la ideología fundamentada en la criminalización del varón. Pero ¿quiénes son esos “quienes”? Pues todos los políticos y derivados (de ministerios, diputaciones, concejalías, ayuntamientos, fundaciones…), todos los medios de comunicación al completo, todas las universidades con su burocracia desactivadora de pensamiento, todos los profesores de enseñanza media que quieran mantener su puesto de trabajo y, cómo no, todos los grupos de presión más subvencionados.

En cualquier caso, lo que prueba la estadística una vez más es que la estrategia llevada a cabo hasta el momento (cerca de 40 años de corrección política) se ha demostrado perfecta y pertinazmente ineficaz. Y por eso mismo esas “felicitaciones” no pueden ser más que el producto de un lapsus, un lapsus tan sintomático como significativo.

Quizá valga la pena analizar el artículo para saber algo más acerca de esa felicidad que ha proporcionado la obtención de “datos comparables”. El titular dice en letra grande y en negrita, “El 22% de las europeas ha sufrido violencia machista y la mayoría calla”. ¿Qué podría entenderse de este elocuente titular? No resulta demasiado fácil saberlo, desde luego, pues si la mayoría calla ese 22% se convierte en un dato perfectamente prescindible. Por arbitrario o por inconsistente. De otra parte no se trata de una cifra cualquiera, sobre todo si tenemos en cuenta que “la mayoría calla”: ¡se trata de una casi cuarta parte -22%- de las mujeres las que en países civilizados han sufrido violencia machista! Un 22%... ¡de entre las que hablan!

¿Civilizados? Por supuesto, con sus pequeños matices y sus diferencias idiosincrásicas es importante situar esa violencia en un genérico que podemos calificar de civilizado. Sobre todo a tenor de esos mismos resultados, que sitúan un mayor índice de violencia en los más civilizados de todos, Dinamarca, Finlandia, Suecia, Holanda, Francia y Reino Unido, los seis primeros. Así pues: civilizados.

Pero vayamos ahora al subtítulo: “En los países más igualitarios salen a relucir más agresiones contra mujeres”. Y es aquí donde se demuestran con meridiana claridad dos cosas sumamente reveladoras: primero que la estrategia seguida en la erradicación del problema ha sido (y es) absolutamente ineficaz, pues es en los países “más igualitarios” donde más uso se hace de la corrección política. Pero ¿cuál sería después de todo ese problema? Y aquí nos topamos con la segunda de las cosas reveladoras, porque ¿cuál es verdaderamente el problema, la violencia del varón ejercida sobre la mujer en base a una consciente superioridad conferida por el sexo? No lo creo pues estamos hablando con determinación de los “países más igualitarios”.

¿No podría ser que la igualdad no fuera al fin y al cabo la vara adecuada con la que medir una diferencia real? Porque, en efecto, si hay algo que desde este blog se ha venido señalando con insistencia (precisamente con el fin de encontrar verdaderas claves que ayuden a acabar con esos brotes de violencia ejercida contra algunas mujeres en países civilizados) es que lo real emerge entre personas de sexo opuesto precisamente para mostrar la diferencia. O dicho de otra forma: ante la inevitable emergencia de lo real –que en toda pareja acaba por suceder, sobre todo cuando busca descendencia- no cabe hablar de igualdad sino de diferencia y por tanto lo que necesitamos los seres humanos no es una conversión, sino un aprendizaje que nos enseñe a gestionar esa diferencia. De hecho, es tal el error practicado con saña desde la corrección política que, efectivamente, es “en los países más igualitarios (donde) salen a relucir más agresiones contra mujeres”.

El caso es que como se puede ver, la satisfacción que proporciona la lucha en sí misma es tan enorme que los máximos defensores de ella no son capaces de entender lo que queda claro en el mismo titular; a saber: que el igualitarismo, la estrategia fundamentada en él, es la verdadera causa del desastre. Porque, no lo olvidemos, lo que aquí está en cuestión es fundamentalmente un problema derivado de la gestión sentimental y sexual. Las estadísticas en cuestión no tratan de los derechos de la mujer por lo que al trabajo, salarios, dedicación etc. se refiere, ni a posibles discriminaciones sufridas en el lenguaje, los deportes, etc., ni a humillaciones infligidas por la publicidad, los medios, etc., sino a la violencia que el varón ejerce sobre la mujer física o psicológicamente. Pero directamente. Así, el igualitarismo sería la causa del desastre en la medida en la que, además, se lleva a cabo a partir de dos tácticas que se superponen y complementan: la criminalización del varón y la exaltación de la superioridad de la mujer (aún hay quien piensa que si el mundo estuviera gobernado por mujeres todo iría mejor).

La conclusión genérica que traslucen las encuestas la expresa la misma portavoz del Parlamento Europeo, Blanca Tapia, “las mujeres no están seguras ni en casa ni en el trabajo”. O de la propia Sevillano en base a las palabras dictadas por la Agencia de los Derechos Fundamentales (FRA), “Una de cada tres mujeres europeas ha experimentado violencia física y/o sexual”. Y éste es otro dato: “Un 43 % relató algún tipo de violencia psicológica por parte de su pareja actual o una anterior (humillaciones en público, prohibición de salir de casa, amenazas físicas)”. ¡Casi la mitad de las mujeres! Y por eso el artículo acaba con las previsibles palabras de la parlamentaria búlgara Antonya Parvanova, “Se puede hacer mucho más… Después de los primeros siete años es demasiado tarde para hablar de igualdad de géneros y educar a los jóvenes en ella”. Y ya estamos de nuevo hablando de igualdad. Yo, respecto a esto redirijo al lector a uno de mis últimos posts, cuando señalaba lo que por boca de las mismas mujeres de hoy en día sale cuando se les insta a describir al hombre que les gusta. Son ellas y no las estadísticas las que textualmente dicen gustar de los “malotes”. De hecho son los “malotes” los que más éxito tienen con las mujeres.

Addenda. Hay otro asunto digno de relevancia en las conclusiones extraídas de las encuestas. Todos los españoles sabemos a la perfección lo que es y significa una campaña pro-feminista en nuestro país, pues hemos contado hasta con un Ministerio de Igualdad. Y sabemos por tanto cómo se las juegan las Instituciones cuando entienden el término Igualdad como una excusa para criminalizar al varón. Pues bien, hete aquí que, curiosamente, ante esas encuestas hechas a las mujeres que han conformado las propias estadísticas España ha salido en el cuarto país por la cola en lo que respecta a la “Violencia contra las mujeres”. Es decir, de entre 24 países y a tenor de lo que las mismas mujeres han contestado, España está de las muy últimas. ¿Qué podría entenderse de ese dato? Parece fácil, ¿no?: que España es de los países donde, a pesar de todo, menos violencia contra las mujeres se ejerce. ¿Qué más podría extraerse de ese dato? Pues que quizá haya sido desproporcionada esa necesidad de las Instituciones por demonizar a los españoles, a los varones concretamente. Esa necesidad que practicada desde la Institución (partidos, medios, universidades) tantos réditos políticos otorga.

Pero como todos sabemos no es posible dejar así las cosas. La corrección política no lo permitiría jamás. Desde luego que no, como puede comprobar todo aquel que haya seguido el tema y se haya interesado por la interpretación de los datos. Todo hacía deducir que las estadísticas sirven al menos para ser creídas –por eso se encargan y realizan. De hecho es por eso que se “felicitaban” las organizaciones feministas, por poseerlas. Pero claro, como cualquier estadística lo que hacía ésta era representar los resultados de forma gráfica en función de los números. Algo que en el fondo no gusta nada a las organizaciones activistas, pues inevitablemente se encuentran con un gráfico en el que sus expectativas se frustran, aunque sea por uno de sus lados. En efecto, por una parte –a la izquierda según el gráfico publicado por la UE- se encontraban los países en los que se ejerce mayor violencia contra las mujeres, pero por la otra se situaban los países en los que esa violencia descendía notoriamente. Entre ellos, como ya hemos apuntado, España.

Pues bien, como decimos, más allá de los resultados genéricos lo que no ha gustado nada a las organizaciones feministas que han interpretado estas estadísticas es, lógicamente, que el problema no fuera igual de importante en todos los países, no ha gustado que hubiera tantas diferencias –de violencia ejercida sobre mujeres- entre unos países y otros. Puede parecer una barbaridad, pero así ha sido. La cuestión responde a una cierta lógica, perversa si se quiere, pero lógica. Como no hay organización feminista que quiera ver restringida su necesidad pública o que quiera desparecer, por lo que al parecer no hay organización feminista local que le resulte agradable ver su país en la derecha de la tabla. De hecho, la explicación que se ha dado a ese desajuste “imprevisto” se encuentra teñida de una perversión estremecedora. Como no han soportado que en ciertos países no hubiera esa “previsible” violencia que sí se da en otros lo que han hecho es una significativa interpretación de las estadísticas. Y han decidido que allá donde la tabla estadística no expresa demasiada violencia lo que pasa es que las mujeres mienten y que lo hacen por falta de cultura democrática. Así, en Suecia, Finlandia, Francia, Dinamarca y Holanda hay mucha violencia contra mujeres porque eso dice la tabla, pero en España, Portugal, Polonia y Austria también hay mucha violencia contra las mujeres a pesar de lo que diga la tabla, porque debido a su falta de cultura democrática las mujeres han mentido (?). Por desmemoria o inhibición, pero mentido. Y porque NO puede haber país que no tenga su tasa de violencia bien alta. Y menos si no es igualitario. Y punto: hay que justificar todo ese gasto que parte de la UE y se ramifica hasta las concejalías de de las pequeñas ciudades y pueblos.

Dice Sami Nevala (de la FRA), “Cuanto más igualitario es un país, más se habla de los incidentes violentos contra las mujeres. A las mujeres les resulta más fácil hablar de ello”. Éste es el fantástico doble juego de Nevala: por una parte están los más violentos, los de la izquierda de la tabla, que resulta que son los países más igualitarios, y por la otra los menos violentos, que en el fondo y según ella no es que sean menos violentos, sino que simplemente no reconocen esa violencia por una inhibición producida por la falta de igualitarismo. Con lo cual: malo el igualitarismo –que da cifras altas claras- y malo el no igualitarismo –que encubre cifras altas en sus cifras bajas. En cualquier caso y en resumidas cuentas, no hay país de la UE que no se encuentre plagado de hombres malos. Ésta es la lectura de los “datos comparables” por los que se “felicitaban” las organizaciones feministas.

Pero aún hay más, y pido al lector que lea con atención este último párrafo porque la clave se manifiesta de forma sutil. Se trata de otro desliz muy probablemente proporcionado por el deseo inconsciente de una activista muy comprometida con las mujeres europeas y con un alto cargo en la Unión Europea. Karima Zahi, coordinadora del Lobby Europeo de Mujeres dice, “No se trata de que haya menos violencia en un país que en otro. De hecho, es probable que en los lugares donde las mujeres no están familiarizadas con este tipo de encuestas, donde no hablen de esta cuestión, se reporten menos casos”. Así pues, no dice que no se trata de que haya más violencia en un país que en otro porque con esta frase estaría de alguna forma restando importancia a una totalidad que se encontraría más o menos normalizada. Y como hemos visto a las activistas más subvencionadas les gusta que el problema sea total y enorme, y por eso comienza la frase al revés, expresando que la violencia no sólo está donde dicen las encuestas sino en la totalidad: “No se trata de que haya menos violencia en un país que en otro”.

domingo, marzo 02, 2014

Putos libritos

Debido a las circunstancias, en mis últimos acercamientos al Foro no tuve la necesidad alguna de usar el Metro. Así que hacía tiempo que no bajaba al subsuelo de Madrid. Pero siendo esta vez otras las circunstancias comencé por comprar un bono de 10 viajes nada más salir del AVE. Algo que no me resultó fácil pues uno de los grandes cambios que se ha introducido en la gestión del Metro ha consistido en eliminar las cabinas expendedoras humanizadas y sustituirlas por unas máquinas impávidas pero exigentes. Tuve que requerir de la ayuda de un madrileño que en lenguaje cheli me dejó claro que “no es tan di-fí-cil, que sólo hay que saber distinguir las cosas impor-tan-tes… de las cosas que no son tan impor-tantes”.  

A partir de entonces comenzó el verdadero espectáculo. No pude imaginarlo ni en mis sueños más fantasiosos. No fui capaz de preverlo aun cuando los signos nos llevan hablando permanentemente durante los mismos dos años en los que no había usado el metro madrileño. Signos que en realidad se encuentran por doquier (no sólo en Madrid y en el Metro) y que por tanto están a la vista de cualquiera. De todas formas, ya digo que a pesar de todo ello yo no fui capaz de imaginar la espectacular imagen con la que me iba a encontrar.

El espectáculo estaba ahí y se ofrecía a unos cuantos ojos, no muchos. Porque en efecto, se trataba de un espectáculo curioso y restringido a unos pocos en la medida en la que sólo sería capaz de verlo aquel que fuera eso, espectador… ¡pero no actor! Es cierto que hasta hace unos días (los que conforman no más de dos años) los usuarios del Metro no podían evitar un cierto aspecto alienado en sus gestos y actitudes, pero les habitaba de alguna forma una dignidad infundida por la necesidad, una necesidad aceptada de forma circunspecta. Ahora ya no. Ahora la mayoría de los usuarios del Metro, una mayoría que por supuesto se corresponde con una mayoría que habita la superficie, no se ha conformado con estar relativamente alienada, o alienada con cierta dignidad, sino que ha necesitado ser humillada. Y por eso esa mayoría de usuarios deambula absorta con su dispositivo tecnológico entre las manos.

Cualquier usuario del Metro que fuera capaz de dar un paso atrás dentro de un vagón podría convertirse en espectador de un espectáculo para mí desolador: decenas de personas absortas ante un pequeño dispositivo rectangular que les tiene humillados. Allí están a diario, miles de personas que en su paso por espacios públicos se encuentran subyugados a un dispositivo que les exige distracción y entretenimiento. Con el dispositivo entre las manos se entretienen, se distraen, como los niños. Todos ellos están ahí, en el subterráneo, firmemente aferrados a sus teléfonos sin apartar un solo segunda la mirada de ellos. ¡Vayan solos o acompañados!

Lo que no tendría mayor importancia si no fuera porque son las mismas compañías de telecomunicaciones las que mejor y más eficazmente han conseguido nuestra desintegración. En perfecta connivencia con el Estado las compañías de telecomunicaciones han pasado años abusando del ciudadano dejándolo indefenso y desamparado ante un Estado que miraba hacia otro lado mientras se hacía con parte del botín. Y han conseguido, con un proceso minuciosa y sabiamente desarrollado, que el sujeto del hoy sea un ser sin mirada; un ser sumamente comunicado desde su ensimismamiento mostrenco.

En perfecta armonía con el mismo espectáculo se encontró el colofón, un colofón por tanto que no hizo sino corroborar la desintegración del ser en tanto que ser social, en tanto ser que mira hacia fuera para generar la existencia del otro. Si verdaderamente “ser es ser percibido” (Beckett dixit), lo que nos ofrece ese ensimismamiento es la nada. No hicieron falta más que tres paradas en dirección al CENTRO para que el espectáculo descrito ofreciera su colofón, ese momento álgido que todo espectáculo que se precie requiere. Si no lo veo no lo creo: ¡la estación más transitada de Madrid ya no se llama Sol (siguiendo la pauta de los nombramientos de las paradas en función de la calle o plaza a la que a través de ella se accede)! No, ¡ya no se llama Sol, se llama Vodafone Sol! ¡Como también así se llama la línea entera a la que esta parada pertenece! Y ya saben lo que entre otras cosas esto significa: “Próxima parada: Vodafone Sol” y los andenes decorados con esa nueva e inexplicable denominación, y todos los millones de planos y planitos repartidos por la inmensa ciudad. ¡Vodafone Sol! Y mientras, todos tecleando el dispositivo velozmente con sus repulsivos deditos gordos.


Salgo del andén de la parada Vodafone Sol y me dirijo a la línea amarilla para hacer mi necesario trasbordo hacia Plaza España. El vagón se encuentra repleto y hasta me cuesta entrar. Me cojo como puedo a una barra y quedo situado junto a dos estudiantes que discuten acerca de las exigencias de su profesor. Él dice que el profesor ha pedido que la bibliografía requerida para el trabajo no contenga referencias extraídas de internet, y ella asegura, de forma categórica, que el profesor dijo todo lo contrario, que las referencias bibliográficas podían ser tomadas de la red. Se produce entonces un tira y afloja en la que ninguna de las partes cede. Él lo hace desde la tranquilidad de quien parece no tener dudas respecto a lo que el profesor dijo y ella desde la excitación de quien quiere imponer sus intereses. De hecho, después de un pequeño silencio ella se arranca y dice torciendo el gesto: “no, si éste será de los que les gustan los putos libritos”. Y ya hemos cambiado de tema. O no.

miércoles, febrero 12, 2014

Normalidad y Premios Goya

Ha habido fantásticos pensadores que han hecho mucho daño con la excelente originalidad de sus reflexiones. Pero no tanto ellos mismos como quienes después se han apoderado de esas reflexiones para hacer de ellas un uso tan vulgar como nocivo. Así, esos pensadores han perjudicado al pensamiento “profesional” ulterior al generado por ellos mismos a través de unos seguidores que con derecho pero sin gracia formalizaban una escolástica degenerada, establecida, como no podía ser de otra forma, desde el pervertido academicismo universitario, tan propenso al medre a través de la endogamia y la demagogia. Ya en otro momento de este blog lo apuntábamos a partir de otro caso, el de Barthes, interesante pensador cuyas reflexiones fueron usadas por el mundo del arte para justificar ineptitudes antiestéticas... pero muy sufridas, pobrecillos artistas.

Ahora le toca a Foucault, uno de los pensadores que han resultado ser más nocivos para el pensamiento profesional normalizado. No sé si a su pesar o con su beneplácito. Porque fue precisamente Foucault quien, paradójicamente, más cuestionó las ideas preconcebidas acerca del concepto de normalidad. De hecho son sus tesis y teorías las que han moldeado perfectamente los fundamentos de la corrección política. Los apologetas de Foucault llevan años viviendo de las rentas que genera toda intención buenista expresada desde la cultura de la queja. Cultura ésta, la de la queja, que se caracteriza por su pertinaz y obsesiva oposición a lo hetero-normativo.

Así las cosas, es desde hace ya muchos años que a nadie le es permitido usar el término normal como adjetivo. La corrección política se habrá encargado de instalar las bases que impidan a nadie asignar dicho adjetivo a una persona so pena de ser crucificado por la Opinión Pública. Para la corrección política lo normal ya no será nunca algo que pueda servir de referencia en los juicios de valor (la norma, la regla), no será ya nunca ese carácter medio con respecto al cual se medirá una desviación (entendiendo por desviación lo alejado de la norma, lo anormal como excepcional, no como patología). Pero, lo sabemos, la corrección política ha llegado todo lo lejos como le han permitido los medios de comunicación en sabia connivencia con los intereses políticos. Y no se ha conformado con las teorías que cuestionan el entendimiento del concepto normalidad sino que se han empeñado en atacar y destruir todo aquello que siempre representó la normalidad misma.

Mal que nos pese, según mi criterio, ya que ello ha dado lugar a un desfase en el conocimiento pragmático que nos impide situarnos en un lugar sensato, ese lugar desde donde no hay patologías pero sí excepcionalidad. Admitamos de todas formas que la realidad es un constructo configurado por nosotros (nuestro lenguaje, etc.) y no algo devenido de una naturaleza inevitable. Pues bien, los constructos elaborados por el modo de ver dominante no pueden ser otra cosa que el reverso de los constructos que pretenden imponer las minorías. Sobre todo cuando las minorías ponen su énfasis en destruir lo heteronormativo (el hombre y la heterosexualidad).
   
De esta forma mi pronunciamiento sólo será posible desde la anormalidad que cree en la norma, pues mi reivindicación consiste en poder volver a usar el término normalidad como forma de expresar una necesidad posible, algo poco propio de los tiempos actuales, en el que la anormalidad (las minorías) se impone sin creer en norma alguna. Así pues reivindico la normalidad no tanto como modelo cuanto como estado posible que, por tanto y a su vez, puede ser reivindicado. Y por tanto reivindico la posibilidad de usar la forma adjetivada del término. Y es en este sentido que la entrega de los Premios Goya me pareció, una vez más (así como los Premios Max de teatro, también televisados el año pasado), un acto grotesco debido a su forzada por exigida anormalidad descreída, esa anormalidad que descree de la existencia de normas porque siempre son presupuestas como humillantes. O por decirlo de otra forma, me pareció todo exageradamente sobreactuado... falso. Y por tanto eché de menos un poquito de normalidad, quizá expresada en forma de serenidad, sosiego y circunspección.

Pero no, todo en los Goya parece que ha de ser histriónico, sobreactuado, artificioso. No sé si para ser comercial (¿) o porque en realidad no saben hacerlo de otra forma. Todo en los Goya parece un juego de niños que parecen no haber crecido. Entiendo perfectamente que se trata de una fiesta y que el carácter lúdico va implícito en ella. ¿Pero debe eso implicar que todos los participantes tengan que ser graciosos o estar alterados? ¿Acaso no hay después de todo un espacio para la normalidad? Al parecer no, desde un presentador impostado que debe feminizar sus gestos para ser gracioso (¿) hasta unos actores que al recoger el premio deben histrionizar sus actuaciones ¿Sería posible una entrega sin un presentador presuntamente gracioso? Plantéese de verdad el lector la pregunta.

Ya digo, eché de menos una cierta normalidad, si acaso ocasional y puntual. Pero nada, un presentador marcando el paquete con un guión de teleserie chusca; un gran actor de sobra conocido por su desparpajo que recoge su premio con frases afectadas, lloronas y balbuceantes; una gran actriz (por edad y por talento) que simula una conmoción en el recibimiento del premio, que hace como que llora y como que se va a desmayar pero ni le salta una sola lágrima ni se cae; un productor que grita su discurso por una euforia incontrolada; otra actriz (más joven y primeriza) que entrecorta su voz de forma impostada con respiración acelerada -simulando ataque de nervios- hasta que ella misma dice “lo voy a superar”, y de repente se pone a hablar con tranquilidad; hasta un homenajeado anciano que no pudo evitar hacer de su recogida un acto afectado y superficial. 

En la gala se condensa, en efecto, todo lo que el sector más progresista de intelectuales ha criticado siempre del imperio del mal, es decir, de los norteamericanos. Por no hablar de ese sentimiento de superioridad moral que se esfuerzan siempre por mostrar y que les exige politizar el Premio, sólo y siempre, cuando gobierna un partido conservador. Recordemos que mientras España se caía a pedazos no se les ocurrió otra cosa que ponerse el dedo índice por encima de la ceja. Eso sí, entre je-jés y autobombo de club de comedia.

Nota. Quede claro que me parece un auténtico despropósito el IVA asignado a la cultura. Resulta intolerable que pague menos IVA un productor de porno que una compañía teatral. Quizá si una gala de entrega de premios fuera seria –lo cual no significa exenta de sentido el humor- sería posible y creíble cualquier reivindicación. Quizá si el discurso que reivindicara una sensata utilización del dinero público fuera más ecuánime y menos cainita y menos chabacano y menos partidista… Quizá si quienes reivindican la sensatez en la Administración -del color que fuere- admitieran que la normalidad no sólo es posible sino además recomendable y ejemplar…


Quizá todo fuera posible si la normalidad  –que no excluye inteligencia, lucidez y gracia, pero tampoco puntualmente humor, extravagancia y locura- se impusiera por encima de una superioridad moral autoconsciente que sólo se sabe expresar con sobreactuación barata… 

Y quede claro también que mucho cine español me parece extraordinario. La cuestión es que, una vez más, se ha puesto de manifiesto la veracidad de las "leyes fundamentales de la estupidez humana" de Cipolla, concretamente la segunda, en la que se asegura que alguien puede ejercer su actividad con perfección y sensibilidad sin dejar por ello de ser al mismo tiempo un imbécil.