lunes, agosto 11, 2014

La Uniformidad y el Poder

O del poder de la Uniformidad

Debido a circunstancias familiares pasé toda mi adolescencia viajando a Barcelona. Bueno, Barcelona y Sitges, ese apéndice sureño que se repartía la alta burguesía con el apéndice norteño de Rosas. Mi hermano y yo disfrutábamos de lo que por aquel entonces se llamaba kilométrico, una especie de cartilla que permitía a los hijos de funcionarios de Renfe viajar gratis. Así que para nosotros coger el tren y plantarnos en Barcelona era como coser y sobre todo cantar, aun a pesar de que el trayecto durara entre 4 horas y media y 6 horas.

Allí siempre nos esperaban dos primos de nuestra edad, autóctonos de Barna, con los que éramos felices hiciéramos lo que hiciéramos. Fue precisamente en aquella época –mediados y finales de los setenta- donde me comenzaron a advenir sentimientos contradictorios respecto a la evolución que yo iba viviendo en la ciudad. No sé muy bien por qué yo de jovencillo tenía un excéntrico gusto por lo retro al que le iba muy bien Barcelona, no sé, quizá debido al modernismo catalán que asociaba a mis intereses por las antigüedades y mis primeras adquisiciones: Los encantes y la Ronda de Sant Antoni.

Los sentimientos contradictorios comenzaron cuando comprendí que todo aquello por lo que Barcelona me gustaba, que no era otra cosa que su propia singularidad, iba a ser en el fondo algo irrelevante para un gobierno ya metido en la vorágine nacionalista. Es decir, comencé a padecer cierta esquizofrenia respecto a mis sentimientos hacia Barcelona cuando comprendí que a mí me importaban más ciertas tradiciones catalanas que al mismísimo gobierno catalán. Así, mientras mis primos sufrían la primera gran inmersión lingüística, el gobierno catalán convertía todas sus granjas* en cafeterías franquiciadas. La estrategia no podía ser más perfecta: mientras una pandilla de políticos exaltados catalanizaban a los niños con el lema Espanya ens roba, esa misma pandilla se hacía rica con el 3% (o con el mucho más %). El signo definitivo que demostraba que a esa pandilla de dirigentes les importaba realmente una mierda su idiosincrasia -pero les encantaba definitivamente el dinero- fue la sustitución del bar Canaletas por un Burger King. Pero sin dejar de promover, eso sí, el baile de la sardana en la Plaza de la Catedral los domingos por la mañana.

A los sucesivos gobiernos catalanes siempre les interesó generar confusión en torno a los conceptos identidad y tradición. Lo que les ayudó a generar fácilmente súbditos. Creaban prosélitos en base a una lengua, un baile muy púdico (cualidad básica para todo baile nacionalista que se precie) y la inoculación de un odio que debía manifestarse hacia españoles y sobre todo charnegos. El odio al otro es una de las tácticas lo que más sensación de grupo genera, la que más une a los prosélitos si además se expresan desde una lengua propia. Incluso mis primos cayeron en la trampa cuando se creyeron todo lo que aquel personaje bajito pero extremadamente soberbio les decía con la cabeza inclinada y los ojos semicerrados.

Un ejemplo que nos muestra los efectos que esa confusión de conceptos conlleva es la re-creación paisajístico/urbanística que el gobierno catalán ha hecho en su comarca de la Cerdanya. Hay que verlo para creerlo. Si no fuera porque los hay a docenas se trataría del ejemplo perfecto para señalar adónde nos conduce un lugar regido por la exaltación del ensimismamiento nacionalista en detrimento del otro, un otro siempre inferior y por ello digno de odio; un lugar, claro, gobernado por una pandilla de listos cuya cantidad de dinero privado ha crecido siempre de forma directamente proporcional a la cantidad de gente que debía no saber nada acerca del significado de los conceptos identidad y tradición. En efecto, la Cerdanya es un buen ejemplo para conocer adónde nos conduce un nacionalismo de carácter independentista (mientras no haya otras olimpiadas que les renueven toda una gran ciudad con dinero español).

Se puede acceder a la comarca por la vieja carretera de Ripoll o puedes hacerlo por el nuevo túnel del Cadí, pero los resultados son los mismos... con una hora de diferencia (y más allá del dinero que genera en las arcas de la Generalitat el peaje del túnel). Ya pases por Das, o por Orús, o por Saga, o por Riu, o por Alp, o por Bor, o por Bolvir, o por Prats, lo que ves es siempre… ¡lo mismo! ¿Cómo lo mismo?, se preguntará más de uno. Pues eso, ¡lo mismo!: las mismas casas sin apenas variaciones agrupadas y organizadas junto a un minúsculo centro histórico remozado para hacer juego con esas casas de reciente construcción. Piedra, pizarra y madera repartidas en una estructura que tendrá en cuenta el perfecto reparto de materiales con el fin de conseguir esa uniformidad. Y según me cuenta un amigo de Manresa, que tuvo que reformar una de las casas antiguas de Riu, “¡hay de aquel que quiera algo diferente!, por ejemplo una casa sin contraventanas de madera. ¡Se queda sin casa!”.

En efecto, mi amigo se explayó hablándome del calvario que tuvo que padecer para cumplir una normativa que se hacía estricta sobre la marcha con el fin de impedir que nadie se saliera de la conservadora estética uniformadora. Esto es, si hay algo imposible en la Cerdanya es tener una casa al gusto propio, tener una casa de diseño particular, en base a una planta personal y un diseño que no sea el de piedra, pizarra y madera. Habrá quien no vea en esto nada especial, o nada criticable, porque en el fondo reclame esa igualdad uniformadora (¿). ¿Tendrá que ver esa igualdad uniformadora con aquel editorial famoso que apareció simultáneamente en todos los periódicos catalanes? ¿Esa uniformidad que impide a “uno” tener la casa que quiere? ¿Esa uniformidad que impide a los catalanes rotular su negocio en la lengua que les venga en gana? ¿Esa uniformidad que no permite a un niño expresarse en español en el patio de un colegio que además no puede elegir la lengua de docencia si quiere seguir recibiendo subvenciones? ¿Esa uniformidad que margina descaradamente a quienes disienten de ese uniforme pensamiento único? 

En mi adolescencia pudo conmigo una sensación que no era inmovilista sino nostálgica, esto es, ingenua. Bastaron unos cuantos meses para curarla. En cambio los poderes fácticos catalanes se guiaron por una estrategia perfectamente diseñada (en la que colaboró todo el estado español) y sumamente eficaz en la medida en que hicieron prevalecer lo sentimental sobre pragmático en gran parte de la ciudadanía. Y además muchas de las franquicias que sustituyeron a las granjas se anunciarían al público con el "pan tomaca y butifarra". 

No importaba tanto que Cataluña se empobreciera y endeudara en su ensimismamiento como que les uniera un sentimiento visceral pero uniformado. El precio que había que pagar por ello sería el de carecer de opinión propia: dejar de ser un individuo para pasar a ser un número, dejar de tener verdadera personalidad para pasar a ser una marca. Algo que no parece importarles a los más reivindicativos y por eso siguen haciendo oídos sordos a lo que hace apenas unas semanas les dijera ese señor bajito que les metió millones de pájaros ruidoso en la cabeza, ese señor que les hablaba con la cabeza inclinada y los ojos semicerrados: “¿qué coño es eso de la UDEF?”

*Las granjas eran especies de bares -sin serlo- que expendían trinaranjus, cacaolat, bikinis y productos de primera necesidad.

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