lunes, agosto 17, 2015

Soy un mequetrefe

Como expliqué en este blog hace ahora un año exactamente me vi obligado a desprenderme de una buena parte de mi biblioteca, de unos 3.000 ejemplares aproximadamente. No es que fuera una gran biblioteca, pero era la mía, la que fue configurándose poco a poco a lo largo de toda mi vida. Fue un momento triste, como ya apunté en su momento, que aún no termino de superar. Me quedé con el número de ejemplares que me permitía mi nueva casa. Cerca de 5.000, una miseria si la comparas con las verdaderas buenas bibliotecas. O al menos con la que me hubiera gustado tener.

A pesar de todo cada vez que alguien entra en mi casa queda pasmado del culto al libro que en ella se respira. Y siempre hay algún lelo que pregunta si me los he leído todos.

La verdad es que sin mis libros sería menos yo. O sea, un Alberto disminuido. Casi inútil. O por lo menos acobardado. Es cierto, además de ofrecerme compañía los libros me ofrecen seguridad. Y sé que como ángeles custodios velan por mí de forma absolutamente desinteresada. Curan igual la euforia que la melancolía. Su posesión resulta importante pero tanto como su misma presencia. No soy capaz de entender a quienes no abarcan con la vista todos sus libros (aunque sea en diversas estancias), además bien dispuestos en sus correspondientes bateas. Hay libros para leer, libros para ver, libros para consultar, libros para releer y libros para tener. Pero deben estar siempre a mano todos.

Elegir el libro apropiado para un viaje o una estancia es trabajo difícil, pero hay que hacerlo a menudo. Puedo dejar la maleta para el último momento previo al viaje, pero los libros tienen que haber quedado clarificados al menos con un día de antelación. Y aún así uno se ha equivocado tantas veces. Lo ideal es llevarse los seleccionados más dos de reserva si se trata de una estancia, y uno más uno si se trata de un simple viaje.

Tres han sido los seleccionados para esta corta estancia que acaba. Esta vez el error no ha radicado en la elección, que algo de eso también ha habido, sino en el cálculo del tiempo. Me he pulido los tres demasiado rápido. Ante mi desconcierto MJ me habla de su I-Book y de sus ventajas. Como toda aquella persona integrada en asuntos tecnológicos hace un esfuerzo por convertirme. Yo me hago el estrecho pero ella insiste en que lo pruebe arguyendo que no tengo nada que perder. No me cabe otra que aceptar una pequeña demostración porque aquí no hay librerías y necesito seguir leyendo. Con el dispositivo en sus manos me va explicando su funcionamiento y la verdad es que se lee bien en él, es decir, se lee bien en él. Poco más. Uno le explica las desventajas de leer en pantallita (que no son nada comparadas con las desventajas reales) con toda la parsimonia de la que uno es capaz, pero ella no las entiende, entre otras cosas porque hay dos grandes ventajas que le resultan indiscutibles. Tan indiscutibles que no se muestra dispuesta a réplica alguna: su capacidad de almacenamiento y su precio. En efecto, su capacidad de almacenamiento porque tiene 14.000 ejemplares en su haber y su competitivo precio porque esos 14.000 ejemplares le han costado cero euros.

Me acuerdo entonces de aquel soldado romano que en un volúmen de Asterix, concretamente en el de Asterix legionario,se estaba preparando para las Olimpiadas de atletismo. Pasa el atleta-soldado corriendo junto a los dos soberanos protagonistas de todas las historietas, Asterix y Obelix. Por razones que no recuerdo bien estos se ven obligados a decirle algo al atleta romano que acaba de pasar delante de ellos a toda velocidad y no se les ocurre otra cosa que correr hacia él. El soldado queda perplejo ante tal situación, pues ha sido fácilmente adelantado por un viejo y un gordo. Sin embargo el soldado no se arredra y en un gesto entre cabreado y chulesco arranca un arbolito y lo usa de jabalina con el propósito de demostrar su fuerza y habilidad. Entonces Obelix, con esa ingenuidad que tanto le caracteriza, lanza su menhir -de media tonelada- a más distancia que el atleta, y lo hace incluso alcanzando a un romano del poblado vecino. En la viñeta que sigue a los acontecimientos descritos aparece el corpulento atleta romano con las rodillas dobladas y mirando al lector/espectador dice "soy un mequetrefe".

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