sábado, octubre 24, 2015

Lo que nos perdemos (El invernadero)

Lo que nos perdemos (El invernadero)

En realidad no sabe uno nunca lo que se pierde. Nuestras vidas no dan más que para saber qué es lo que ganamos, que muchas veces no es poco. Pero sí infinitamente inferior a lo que nos perdemos. No se trata, en el fondo, más que una cuestión directamente ligada a las limitaciones del tiempo.

Valencia es un ciudad muy precaria en cuanto a la oferta cultural se refiere y eso me genera malestar. Precisamente por eso, porque los que en ella vivimos nos perdemos tantas cosas…

Hace unos meses fui a Madrid para poder encontrarme (¿casualmente?) con lo que no había que perderse. Tal era ese al menos mi sentir, pues casi nada sabía yo de la obra de teatro que me atrajo -desde la Guía del ocio- por dos motivos fundamentales: el autor era Harold Pinter, su traductor Eduardo Mendoza y su director Mario Gas. El caso es que mi provincianismo me impidió prever una realidad tan distinta de la que ofrece una verdadera ciudad. Y es que Valencia no es Madrid. En definitiva: todo un largo paseo por las frías calles de Madrid para encontrarnos, finalmente, con el “no hay entradas” pegado en los vidrios de la taquilla del teatro. De la ilusión del espectador expectante a la frustración del que siente que algo se ha perdido.

Ayer, unos ocho meses después de mi viaje a Madrid, tuve la oportunidad de ver la obra en Valencia. ¿Cómo podría calificar la experiencia? La primer palabra que viene a mi cabeza es... placer; placentera, pues. ¿Ver El invernadero, entonces? No, más que ver yo más bien hablaría de vivir la experiencia, la experiencia que conjuga la estética con el factor humano del directo. Con un texto que resulta difícil porque prepondera en todo momento el asunto -más abstracto- sobre el tema -más concreto-. Tanto, además, que después de ver la obra compruebo que resultaría incluso complicado hacer una sinopsis a alguien que la pudiera demandar, algo que potencialmente ya elimina el público joven.

Así, El Invernadero se encuentra en las antípodas de esos miles de espectáculos que triunfan en las ciudades donde la oferta cultural resulta tan exigua. Otra cosa es Madrid, repito, donde yo no pude verla por “exceso” de espectadores interesados en ella, y donde la oferta cultural permite tranquilizar las conciencias de quienes pudieran sufrir por ese sentimiento de pérdida.

En las antípodas, digo, porque si por algo se caracterizan la producciones más exitosas (tanto de teatro como de televisión) de la actualidad, que por ello son las más difundidas, es por estar conformadas a partir de fundamentos claramente caracterizados por su simplismo. Un simplismo pueril en donde el asunto, que sería aquello de lo que una obra pretende hablar en última instancia, el deseo, la alienación, la muerte, el amor, el recuerdo, etc., acaba siendo menoscabado por un burdo tratamiento del tema, que sería aquello que podríamos definir fácilmente con una sinopsis. Un asunto menoscabado por una ineficacia artística que curiosamente devendría del exacerbado interés puesto en la supuesta grandeza del mismo asunto.

O por decirlo de otra forma; El invernadero se encuentra en las antípodas de un tipo de producción -actual y exitosa- que se configura con unos previos en donde, o prima el humor de telecomedia, o lo que es peor, la ambición de un compromiso social expresado con una zafiedad infantil. No hay peor combinación posible en un autor que la buena intención y la falta de cultura sobre medio en uso (sea teatral, artístico, televisivo o literario).

En El invernadero casi no hay trama, hay en todo caso un cúmulo de diálogos que engarzan situaciones concomitantes. Situaciones absurdas debido a su extremo realismo, un realismo abstracto si me permiten la figura retórica. Diálogos que conducen a un desenlace que carece de importancia, o que la tiene de forma testimonial, pues es en la especifidad de los propios diálogos donde radican todos los matices de excelencia que pudieran otorgársele a la obra en su totalidad. Un cúmulo de diálogos, pues, que se agrupan en un extraño invernadero para que pueda germinar con normalidad la irracionalidad más humana.

En cualquier caso habría otro motivo para no perderse esta obra, también, cómo no, relacionado con la excelencia: la soberbia interpretación de los actores y especialmente la de Gonzalo de Castro. Sólo por eso valdría la pena venir desde, pongamos Albacete, para verla. Que ya está bien de actores o graciosos y de actores que susurran.

Lo que en Madrid perdí, lo he ganado en Valencia ahora. No sé si ese lapsus de tiempo me ha hecho ver las cosas de otra forma, eso nunca se sabe. De momento me voy al teatro de nuevo; tengo otra obra que ver a las 8 de la tarde.

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