domingo, noviembre 01, 2015

Tecnología

Es lo que hay

Hace ya cerca de 3 meses se me ocurrió comentar en familia mi intención de cambiar de teléfono móvil. Especifiqué que no se trataba de un capricho sino de una necesidad que se debía a su pura disfuncionalidad del dispositivo. La respuesta no se hizo esperar, tanto por parte de mi hermano como por parte de mis sobrinos, dos mellizos de 15 años, todos ellos grandes usuarios de estos apabullantes artefactos tecnológicos. Cuando vi hacia dónde se dirigían sus consejos no tuve más remedio que interrumpirles para señalar, con toda precisión, cuáles eran mis verdaderas necesidades de uso. Más bien mínimas.

Pues bien, su forma de ignorar mis precisiones fue tan sorprendente como significativa. Yo había dejado claras mis bajas pretensiones respecto al uso, pero ellos discutían sobre modelos que, por lo que contaban, superaban innecesariamente mis necesidades. Tras un periodo de escucha en el que ellos se intercambiaban marcas y siglas como si fueran trabajadores de la NASA me vi obligado a tomar la palabra para insistir en mis intenciones, pero esta vez desde otro ańgulo: “no quiero gastarme más de 100 euros y si el modelo es pequeño mejor que mejor”.

Al unísono los tres: “¡Pero eso es imposible! Además un teléfono pequeño no sirve para nada. Es más, ya no hay teléfonos pequeños, pero si alguno quedara por ahí desde luego que a ti no te serviría para nada”. ¿Lo ven ustedes? De nada había servido que describiera con precisión y con cierto laconismo que yo sólo quería un teléfono para llamar y mandar mensajes. No dejaban de hablar de capacidad, de almacenaje, de velocidad, de multifuncionalidad y sobre todo de núcleos. He de reconocer que lo de los núcleos me dejó fuera de combate, pero disimulé como mejor pude y dejé que mi voz se expresara por intuición: “es que a mí lo de los núcleos no me afecta demasiado, lo único que me interesa es que mi teléfono se comporte, lo mejor que pueda, como un teléfono”.

Por la complicidad de su miradas comprendía que había hecho el ridículo, pero me recompuse: “No es que no me importe la velocidad, lo que pasa es que tanto núcleo no creo que yo que…”. Mi sobrino me interrumpió: “Sí Alberto, no se trata de lo que necesitas sino lo que las novedades tecnológicas ponen en el mercado, novedades que anulan todo lo anterior. Así que si no quieres volver a tener problemas de aquí a unos meses no deberías comprar algo que está ya casi obsoleto”.

Esto, como digo, sucedió hace unos tres meses. Hace un par de semanas tuvimos la oportunidad de retomar el tema en un paseo por la ciudad de Alicante, ahora ya sólo con mi hermano y mi sobrino, quien sin duda muestra un interés especial por ayudarme a sustituir mi disfuncional teléfono. Su bondadoso carácter imprime al problema un halo de tragedia y por eso pone mucho interés en solucionarlo; no entiende cómo puedo ir por la vida con un teléfono tan birrioso. O por decirlo de otra forma, sufre verdaderamente por verme con esa antigualla que tiene una vida tan propia que ignora la mía. Y por eso no ceja en la búsqueda del modelo apropiado. Nos metimos en una tienda de telefonía y me señaló los más apropiados para mí, pero no sin poder evitar el señalarme sus discrepancias respecto a todos ellos. Me leía sus especificaciones -dispuestas en las cartelas-, con el aire de un catedrático cansado e inmediatamente me decía: “Éste te podría ir bien, desde luego, pero por un poco más yo me llevaría ese otro que…”

“He encontrado el teléfono que buscas”, me dijo ayer con toda la buena voluntad que cabe en el mundo. Cuando me especificó sus características me vi obligado a preguntarle si recordaba cuáles eran mis necesidades. Sí las recordaba y además perfectamente, pero en su elección había pesado mucho más algo que a cualquier nativo digital le resulta imposible ignorar: las novedades del mercado en materia tecnológica. “Es demasiado para mí”, le dije después de agradecer su interés, “yo preferiría algo más sencillo”. Pero él seguía sufriendo por una posible decisión errónea por mi parte: “Es que lo que tú quieres ya no sirve para nada, no podrás hacer nada con él, además ya no hay teléfonos pequeños”. Yo le interrumpí, “es que no lo quiero para nada; sólo lo quiero para llamar y mandar mensajes”. “Vale -me contestó-, ¡pero es que ni siquiera podrás jugar a tu propio videojuego!”. Y llevaba razón en esto, porque mi última creación “artística” es un videojuego que saldrá al mercado por Navidades. Y es absolutamente cierto que no podré jugar a Vulcano si no tengo un teléfono con la suficiente capacidad. Algo que por supuesto me importa una higa. Aunque adore a mi sobrino.

La verdad es que tiene toda la razón Félix de Azúa cuando se “descojona” de todas esas disquisiciones acerca de si la religión debe estar o no presente en la educación escolar. Sobre todo si tenemos en cuenta que nadie tiene en cuenta los efectos de la verdadera religión de los nativos digitales.  

Previo. La actualidad tiene su punto, por supuesto, pero si tuviera que vivir sólo de ella no encontraría muchos motivos para soportarla.

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