domingo, febrero 07, 2016

Premios Goya

Lo decía en un post reciente, el sentimiento es algo que se tiene, algo que ante la percepción adviene de una determinada manera. Sentimiento al que podemos poner nombre si queremos. Yo se lo podría poner al que me produjo ayer el visionado de los Premios Goya.

Visto así, en global, tres son los aspectos que por evidentes mejor sirven para identificar el espíritu del espectáculo, que no es otro que ese que ya se ha instalado como el único posible; a saber: el humor -lo cómico- , la exaltación de lo propio y el activismo político. Los Goya parecen no poder renunciar a ninguno de estos tres aspectos tan, cómo decirlo, tan… “originales”. Porque ¿qué sería hoy de un espectáculo -parecen preguntarse los creadores del mismo- cuyo ritmo no viniera inscrito en el autobombo, en la trepidancia, en los chistes y en la complacencia pandillera? Lo saben: nada, al menos nada a nivel masivo, que parece ser el único nivel posible. Así que no hagan mucho caso a lo que sigue, si hay alguien equivocado en esta discrepancia con el statu quo soy yo.

Son ya demasiados años con la obsesión de pretender una gala musical y graciosa, a la americana. Las consecuencias las vimos ayer: no sólo el presentador hablaba como si estuviera en el Club de la Comedia, sino que también lo hacían muchos de los galardonados. Al parecer se ha instalado esa forma de hablar que consiste en decir una parida que no lo parece y hacer un pequeño silencio para rematar la ocurrencia con una frase que despierte las risas y arranque los aplausos. Con el gestito adecuado, por supuesto.

Se podrá argüir en mi contra lo que se quiera, pero la cuestión es que el año pasado tuve la oportunidad de ver la entrega de Premios del Festival de San Sebastián y me pareció absolutamente deliciosa en su sobriedad, con dos presentadores neutros que engrandecían a todos los premiados dándoles un verdadero protagonismo. Además es en esas circunstancias donde ciertos discursos pueden tocar verdaderamente la fibra del público espectador. Vivir en en el permanente estado del chiste impide muchas veces localizar ese momento en que las cosas pueden ir en serio.

Pero la seriedad se encuentra menospreciada. Hoy todo el mundo quiere divertirse. Y aplaudir extemporáneamente. Porque esa es otra cosa que se ha puesto de moda, no se aplaude ya sólo al final de un acto, o ante la entrega del premio, o ante el homenaje, sino que también se aplaude en todos esos momentos en los que alguien hace gala de su buenismo, es decir, de su supuesta bondad manifestada en público. Alguien dice por ejemplo, “no podemos consentir que haya más pobres” y todo el mundo se arranca en aplausos. Algunos hasta lloran. ¡Cuánto actor!¡O cuánto imbécil!

Escuché atentamente a todos y cada uno de los galardonados y,de nuevo, comprobé hasta qué punto lleva razón Cipolla en su libro Las leyes fundamentales de la estupidez humana, sobre todo cuando afirma que alguien puede ser un perfecto estúpido con independencia del correcto saber hacer llevado a cabo en su faceta profesional. Aquí yo no llegaría a llamar estúpido a nadie -o sí, no sé-, pero lo cierto es que la carencia de inteligencia en los discursitos ha sido más que evidente, confundiendo, del modo más pueril, sensibilidad con sensiblería. Con alguna excepción por pequeña despreciable.

Pero que lo sepan la Academia y los expertos en marketing que organizan los Goya: así, entre chistecitos fáciles, histrionismos (in)controlados y lágrimas de botellín, no habrá nunca forma de conseguir que alguna alta instancia -política- pueda tomar conciencia de la verdadera necesidad de invertir en cultura. Más bien al contrario, se sumará a la fiesta, ya sea desde el teatro o desde su casa. Para divertirse. Sólo tendrán que aguantar las embestidas aquellos que poseyendo algún cargo político se encuentren presentes en el teatro. Total: después, todo el mundo lo sabe, nunca pasa nada. Otra cosa sería que todas esas justificadas quejas se formularan desde un ámbito distendido pero sobrio y elegante. Algo que exigiría inteligencia, cualidad de la que se carece. Porque talento hay mucho -vendido- pero inteligencia poca. Y del valor ni hablo, pues el gremio se encuentra atenazado por la Corrección Política. Y sus militantes adocenados. No hay más que ver la temática dominante de las películas nominadas.Parecen haberse ideado a fuego de campamento.

Es como si la tesitura sólo pudiera consistir o en divertirse o en morirse. Algo, por cierto y haciendo un pequeño paréntesis, que lleva inscrito en su ADN el nativo digital, y de lo que se han contagiado los “mayores” a fuerza de querer vivir una eterna juventud. Ya todo tiene que ser diversión o muerte. Ahora bien, si lo que se elige es muerte, algo que queda bien de vez en cuando, hay que hacerlo atornillado a lo políticamente correcto porque eso asegura abrazos y aplausos. O sea, hay que morirse de mentirijillas, como si de un personaje se tratara. No hay más que ver el teatro que desde hace años se escribe y representa: 90 % de risas (supuestamente) y 10 % de muerte (de supuesto compromiso panfletario).

Como en su ADN llevan los nativos digitales el hecho de acceder a su deseo sin preocupación alguna por la legalidad del acto que le permite ese acceso. Porque no nos engañemos, a los nativos digitales, esto es, a los jóvenes (hablando en plata), les importa un carajo la propiedad intelectual y sus derechos. Estando la mayoría de ellos, lo sabemos, muy preocupados con el cambio climático. Se lo descargan todo porque saben que, precisamente en España, NO hay Justicia. Porque NO la hay. Sabemos que los más canallas se la pasan por los fondillos y no pasa nada. Así: no la hay.

Pero después está la desmesurada exaltación de lo propio, el otro gran aspecto al que nadie quiere renunciar en la gala. Que si “viva el cine español”, que si “el cine español es lo mejor”, que si “tenemos que seguir apoyando el cine español”, etc. Entiendo que la gala es una fiesta del cine español, de eso no hay duda, pero por eso mismo debería ser el propio cine el que hablara por sí mismo y dejar de una lado todas esas consignas tan propias del sentimiento de exaltación de lo propio, siempre tan sospechoso.

En cualquier caso la forma se ha adecuado, una vez más, al fondo, y en ese sentido no deja de haber una cierta coherencia. El nivel de las películas nominadas deja mucho que desear, algo que no debe sorprendernos si tal y como decían en la gala todas ellas han sido producidas (en alguna medida) por las televisiones. La televisión no es la plataforma adecuada para películas realizadas en verdadera libertad. Podrían citarse de carrerilla los mejores 20 directores de la actualidad y comprobaríamos que ninguno de ellos tiene sitio en la parrilla televisiba, salvo, de nuevo, raras excepciones que vuelven a ser despreciables desde el punto de vista cuantitativo.
Un buen ejemplo de lo que la gala es para el espectador digital la dio en una entrevista la ganadora del Premio a la Mejor Actriz Principal. Ante la pregunta “¿Qué sientes ante este reconocimiento de la Academia?” contesta “no lo sé, es todo muy… estoy deseando llegar a casa para verlo en el vídeo”. Entre la diversión o la muerte, la actriz eligió muerte, en directo (el teatro), sobreexcitada, aturdida y histérica, para después divertirse en diferido (su casa). Ya nadie es nada sin su existencia grabada. Por otra parte, ahí estaba en el público un Vargas Llosa que parecía haber ido a remolque y en las tablas un Serrat que desafinó como nunca, supongo que para hacer honor al espectáculo.

Lo único que me pareció interesante fue ver cómo cortaban los discursitos a los galardonados cuando estos se iban por las ramas diciendo memeces. Algo, por cierto, de lo que se quejaba el ganador al Mejor Actor Principal (que decía no gustar del dudoso criterio de cortar los discursos con música), perfecto representante de ese tipo de “buenas personas” que sólo entiende de límites cuando alguien traspasa los por él impuestos. O los de su "clan".

Nota. La que sin duda se fue a su casa con el esfínter bien limpito fue Manuela Carmena.

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