miércoles, noviembre 01, 2017

Rito sin mito

Rito sin mito

Allí estaban ellos todos, correteando por la calle peatonal pintarrajeados de forma grotesca. Gritando de forma desaforada y blandiendo en su manitas, la mayor parte de ellos, extrañas armas. Así es, todos los niños del barrio estaban en esa calle, mi calle, que va y resulta que es peatonal. Todos los niños del barrio todos. Todos los niños del barrio y sus amiguitos, quizá de otros barrios, quizás, gritando disfrazados de algo y pintarrajeados de forma grotesca en mi calle peatonal que contiene 5 terrazas gigantes que se corresponden con los 5 bares que las regentan. Todos los niños gritando enloquecidos con sus caritas pintarrajeadas de forma grotesca mientras sus padres cenaban en las terrazas también disfrazados y pintarrajeados de forma grotesca. No todos pero si casi todos. De todas formas allí estaban todos, correteando o cenando en mi calle peatonal disfrazados de forma grotesca; lo que aún no sé es quién gritaba más, si los niños excitados con sus espadas láser o los padres, crecidos, con sus maquillajes de zombie. Todos gritando y enloquecidos -crecidos- sobremanera debido a la facultad que les proporcionaban, precisamente, los disfraces y maquillajes. Todos los niños correteando y gritando excitados, esos niños y esos no tan niños que disfrutaban de una fiesta que sólo es fiesta. Sólo eso,:puro rito, además en este caso importado. Y todos esos padres atiborrándose de patatas bravas entre gracia y gracia, las que gritaban supongo que con el fin de hacerse entender. O de hacerse querer. Todos, niños y padres, celebrando una fiesta que les exige, como cualquier fiesta, divertirse, gritar. Los niños correteando pintarrajeados y gritando frases verdaderamente grotescas si no inverosímiles. Todos los niños todos acercándose a los viandantes y otros padres diciendo “¿truco o trato?”. Mientras todos los padres todos gritaban con estruendosas carcajadas las gracias de todos, las gracias de sus niños y las de los niños de otros y las de los otros padres y las de ellos mismos. Así todos excitados, disfrazados y pintarrajeados de forma grotesca, gritando chistes y preguntas inverosímiles. Ocupando la calle, toda la calle, estaban los niños, todos los niños de mi barrio, haciendo extrañas preguntas con sus caritas pintarrajeadas de payaso asesino. Ocupando toda la calle estaban todos los niños de mi barrio, así como los padres de esos niños que enseñaban a esos niños, sus hijos, cómo comportarse, perdón divertirse, en público en la noche de difuntos, esa noche en las que los muertos no llaman a la puerta sino que se filtran por las paredes. Gritando desaforados se encontraban en mi calle todos los padres de aquellos niños que ocupaban toda la calle peatonal corriendo por ella como si les fuera la vida en ello que les iba a tenor de sus gritos y de sus armas. Mientras sus padres gritaban sentados para darle sentido a la noche, la noche divertida, la noche de difuntos, la noche de Halloween, la noche que exige el rito sin mito. Menos mal que tenemos cerca el Black Fridey, ¿no?

Pos Scriptum. O dicho sin tanta literatura. Los mismos padres que no saben qué hacer con sus niñitos ante una fiesta que celebra todo el mundo aun sin saber por qué, son los mismos padres que le ponen a sus niñitos un teléfono en las manos sin saber por qué a los 10 años. Y todo por un miedo que no saben controlar en toda su adultez: miedo a que sus niñitos les desprecien en tanto que padres frikis, que lo serían por no hacer lo de “todo el mundo” (aunque ese miedo suponga convertir a esos padres en seres impersonales y sin verdadera preceptividad sobre sus hijos), y miedo a que sus niñitos puedan convertirse en los frikis -para sus amiguitos canallas y encanallados por el consumismo- si no les OBLIGAN a tener lo que “todo el mundo tiene”, un teléfono con internet: así, pintarrajearse como un payaso asesino el día de difuntos y tener un móvil con internet a los 10 años.  

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