jueves, diciembre 14, 2017

Reír o llorar

Fotografía y enseñanza

Hoy empieza uno, como todos los años por estas fechas, a impartir las clases de Fotografía en la Universidad. Siempre hay un primer día en la enseñanza de cualquier materia, siempre hay un primer día en que el profesor se confronta a los que, después, van a ser alumnos de su asignatura durante un tiempo. No hay otra, ni para uno ni para ellos: uno llega al aula el primer día de clase y se encuentra delante de los que van a ser alumnos de su asignatura; ellos llegan a esa desconocida aula por primera vez y se encuentran delante al profesor que les va a impartir la concreta asignatura. Mirando a uno casi sin parpadear se encuentran todos esos alumnos que no están ahí para otra cosa que para aprender la materia de la asignatura concreta, la que uno imparte desde hace 13 años (al menos en este lugar). Expectantes y algo atemorizados, sólo algo, pero algo. No tanto por la asignatura en sí, cuanto por lo que pueda esperarse de quien les va a enseñar fotografía.

Por eso intenta uno siempre hacer un discurso lo más “naturalista” posible en ese primer día, pero sin dejar de apuntar los objetivos de la asignatura. Así, intenta uno ser afable sin dejar de concretar cuáles son los conocimientos que resulta imprescindible adquirir. Y uno les cuenta, entre otras cosas, que Fotografía es una de las asignaturas más difíciles de impartir porque así como de otras materias no saben nada y ellos lo reconocen (diseño editorial, tipografía, after efects, etc.) todos creen, sin embargo, saber de fotografía en la medida en la que llevan años haciendo miles de fotografías y subiéndolas a sus redes sociales. Y cuenta uno estas cosas mientras le miran todos casi sin parpadear, al aparecer expectantes y posiblemente, aunque sólo algo, atemorizados. O eso al menos cree uno cuando ve los rostros de esos jóvenes en su primer día de clase. Rostros que miran a uno de forma impertérrita, casi paranormal en la medida en que apenas parpadean. Y es entonces cuando uno, tal y como sucede todos los años, no sabe qué pensar. Porque siempre e inevitablemente uno no sabe qué pensar cuando un nuevo grupo de jóvenes le mira aparentando un interés, insisto, casi sobrehumano. Dudas, las de uno, razonables, pues aunque todos los años pasa lo mismo uno siempre cree que las cosas pueden ser distintas cada vez. Y que por tanto esta vez, hoy, los alumnos estarán verdaderamente interesados en el discurso de uno. Eso al menos piensa uno hoy: que quizá hoy las cosas van a ser distintas.

Así que uno les explica a los primerizos, entre otras cosas y en ese primer día, las diferencias que existen entre aprender (de) fotografía a través de internet y aprender (de) fotografía a través de los libros. Y se explaya uno entonces en ofrecer detalles que demuestran tales diferencias, pero no sin antes haber dejado claras ¡las maravillosas virtudes de poder informarse de todo a golpe de click!, cosa que hay que hacer fundamentalmente para que no tomen a uno por gilipollas ya desde el primer día de clase. Les cuenta uno, digo, lo que es un libro de fotografía(s), o un fotolibro en tanto que variante del primero, más genérico. Y esto de explicarles qué es un libro, en este caso de fotografías, hay que entenderlo de forma textual: hay que explicarles lo que es un libro, primero porque en realidad no lo saben y segundo para que puedan entender a continuación las diferencias que median entre aprender (de) fotografía a través de internet o hacerlo a través de los libros. Y en este punto se acuerda uno de la frase de aquel alumno que hace un par de años respondió “desengáñate Alberto, ya hace tiempo que las nuevas generaciones no leemos” a mi afirmación “ya no os doy a leer el libro de Susan Sontag porque ya sé que no lo vais a leer, como he podido comprobar de forma progresiva desde hace unos años”. Y cuando hablaba de lectura -hace ese par de años- hablaba de lectura, no de miradas fragmentarias, inconexas, lábiles, fugaces, ocasionales y raudas; hablaba no de otra cosa que de leer libros.

De entrada un libro de fotografía, de fotografías -les cuenta uno-, así como un fotolibro, como este libro de fotografías del fotógrafo Robert Frank que tengo en mis manos (y es entonces cuando alzo el libro para que lo puedan ver todos: The americans) es antes que nada el producto de una negociación, de la negociación entre el autor y su editor. Así que observemos: Un libro tiene antes que nada un formato, unas proporciones, no es lo mismo un formato cuadrado que uno rectangular y no es lo mismo abrir en horizontal que abrir en vertical. Por no hablar del tamaño, tan vinculado al formato y claro está a la idea, a la idea de libro que se pretende. A los amantes de los libros -les señala uno-, no les suelen gustar los formatos horizontales si no se encuentran claramente justificados. Pero eso es sólo el principio, como también es previo a ese principio la concreta selección de las imágenes que van a formar parte de ese libro. Toda publicación que pretenda cierta excelencia es necesariamente el producto de una edición concienzuda, es decir, el producto de una selección muy concreta de entre todas las fotos posibles del autor. Después se encuentra ese otro tema capital de la edición de un libro, el de la estructura, que se organiza en función de una determinada secuencia narrativa; y en este sentido conviene saber el uso que se hace de la distribución de imágenes teniendo en cuenta, ya no sólo el orden, que también, sino la distinta importancia que puedan tener ciertas imágenes dependiendo de si se encuentran en las páginas pares o impares. Hay libros -les dice uno-, como éste, que decidió, con acierto indiscutible, reproducir las fotografías sólo en las páginas impares. En un libro de fotografía(s) las partes y el todo se encuentran estrechamente condicionadas entre sí. Por otra parte se encuentra el tamaño de las fotografías (la mancha, que se llama) respecto del formato del libro, si ocupan mucho o poco en ese blanco de la página, a lo que se añade la dificultad de decidir qué se hace con respecto a las diferencias de tamaño que, en un libro vertical, pueden darse entre fotos verticales (grandes en una página vertical) y muy pequeñas (en una página vertical). Por no hablar de cómo situarlas en esa página, si a sangre toda ella, o a sangre por uno de sus lados, o centrada... Un fotolibro -les acaba diciendo uno-, es puro pensamiento visual, así que resulta necesario saber elegir las imágenes adecuadas para hilar de la forma más adecuada una narración concreta, algo que encontrará su máxima excelencia si se tienen en cuenta todos esos factores. Y para acabar: un libro es un objeto con un peso específico que de alguna forma hay que tocar; las reproducciones son extremadamente parecidas a las fotografías originales, parten del mismo principio, el de ser/estar impresas sobre papel; en fin, todo en la experiencia de ver/tocar/ver un conjunto ordenado de fotografías invoca al conocimiento, al conocimiento que es pensamiento visual.

Todo eso les cuenta uno a sus primerizos alumnos -los que siguen mirando a uno casi sin parpadear- explicándoles inmediatamente después qué tipo de conocimiento puede adquirirse a través de internet: “Sin embargo -sigue uno- cuando pincháis el nombre de un fotógrafo en Google, como por ejemplo este de Robert Frank, aunque podríamos acudir a cualquier otro ejemplo -y es entonces cuando alzo con las manos otros 3 libros de otros autores que uno se ha tomado la molestia de traer a clase- lo que os vais a encontrar es, inevitablemente, un magma de fotografías sin orden ni concierto. Un magma caótico en el que aparecen fotos de forma aleatoria y que se visualizan en formato muy pequeño y en una visión de conjunto. En pequeño, sí, porque carecen de resolución suficiente para poder ser vistas con una mínima dignidad, y en ¡vaya conjunto!, porque son muchas, pero colocadas al tun tun debido a algoritmos fantasmas, siempre muy comerciales; una o varias de ellas pueden repetirse ad-nausean pero pareciendo distintas debido al color, que en unas es verde, en otras rojo o violeta aunque la foto sea en blanco y negro. Y lo peor de todo: ni siquiera todas las fotos que nos muestra la búsqueda de imágenes son del mismo autor, lo que sin duda confundirá definitivamente a quien quiere informarse con el fin de aprender algo del autor/fotógrafo”.

Y continúa uno dirigiéndose a esos primerizos alumnos que apenas parpadean: “Fijaos qué curioso, el año pasado, les conté todo esto mismo que os acabo de contar a vuestros predecesores, los que ahora están en segundo, les traje estos mismos libros que deposité sobre esta misma mesa tal y como he hecho hoy, habiéndoles señalado que aquí estaban -traídos a propósito- para que pudieran echarles una ojeada y corroborar el discurso, no sin antes habiéndoles hecho un pequeño comentario acerca de todos ellos. ¿Sabéis qué pasó cuando llegó la hora del almuerzo, que todo se ha de decir no fue inmediatamente después de ese discurso sino media hora más tarde? Pues yo os lo digo: que se levantaron, salieron del aula y cruzaron al horno a comprarse la empanadilla de turno”. Los libros se quedaron ahí, huérfanos de tacto y mirada. Y yo con un palmo de narices; “no hicieron a los libros ni puto caso”, eso fue lo que les dije.


Todo esto les ha contado uno a los alumnos primerizos aproximadamente media hora antes de que llegara la hora del almuerzo esta mañana, esta misma mañana, primer día de clase. ¿Y saben ustedes, lectores míos, qué ha pasado cuando he anunciado la hora del recreo, esto es, la del almuerzo? ¿A que sí? En efecto: que han salido disparados hacia el horno. Reír preferiría, pero sólo tengo ganas de llorar. Son ya varios palmos de narices.